domingo, 6 de noviembre de 2016

COMUNITAS MATUTINA 6 DE NOVIEMBRE DOMINGO XXXII DEL TIEMPO ORDINARIO



“No es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para El todos viven”
(Lucas 20: 38)

Lecturas:
1.   2 Macabeos 7: 1 – 14
2.   Salmo 16: 1 – 8
3.   2 Tesalonicenses 2: 16 a 3: 5
4.   Lucas 20: 27 – 38

La clave de comprensión de las lecturas de este domingo es la vitalidad definitiva de Dios, garantía que da sentido total a la existencia humana, respuesta al gran interrogante por el significado pleno de nuestra vida, respaldo a quienes viven en la rectitud y en la justicia, y título de eternidad que legitima la no disolución de la persona en el momento de la muerte. Este es un asunto crucial para todos nosotros, lo constatamos en nuestra cotidianidad, y lo descubrimos en el esfuerzo de las tradiciones espirituales y filosóficas para responder cabalmente a esta que podemos afirmar es la cuestión por excelencia de la humanidad.
Si vamos a un encuentro con la naturaleza,  descubrimos  maravillados la cadena interminable de la vida y el dinamismo interno de ella misma para transmitirse de unos seres a otros; esta, en la inagotable diversidad de sus manifestaciones, es un renacimiento permanente. En este hecho fundamental podemos percibir la proyección de eternidad que es la base de nuestra esperanza, en ese continuo morir y resucitar las especies afirman con su propia identidad este prodigio avasallador.
Sin embargo, gran compañera de la vida es la muerte, con toda su correlatividad de limitaciones, precariedad, contingencia, lugar donde estamos siempre en plan de pregunta, de búsqueda, de afirmación de que no es posible que tanta maravilla sea perecedera. El sabio jesuita Teilhard de Chardin (1881-1955) decía: “la muerte no es un accidente sobrevenido de manera fortuita: forma parte integrante, por construcción, del proceso de la creación”.
Don Miguel de Unamuno (1864 – 1936), el maestro del sentimiento trágico de la vida, rebelándose frente a la muerte y diciendo, que con razón, contra la razón o sin ella, no le daba la gana de morirse, que haría falta que lo cesaran de la vida, porque él no pensaba dimitir. Esta insurrección unamuniana es la que habita en la mayoría de los humanos, nos experimentamos finitos, frágiles,  pero simultáneamente deseosos de la vida sin fin, de la permanencia en nuestro ser original.
En otras palabras, el pensador Baruch Spinoza (1632 – 1677), tomando la vocería de la humanidad, afirma que: “Un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida”.
La primera lectura de hoy, del libro segundo de los Macabeos, nos pone ante una historia donde la muerte y la vida se juntan en misterioso binomio: “Siete hermanos fueron apresados junto con su madre. El rey, para forzarlos a probar carne de puerco (prohibida por la Ley), los flageló con azotes y nervios de buey. Uno de ellos, hablando en nombre de los demás, decía así: Qué quieres preguntar y saber de nosotros?  Estamos dispuestos a morir antes que violar las leyes de nuestros antepasados” (2 Macabeos 7: 1 – 2).
El relato se inscribe en el contexto de las luchas sostenidas contra los soberanos seleúcidas – entre ellos Antíoco Epifanes – para conseguir la libertad religiosa y política del pueblo judío, ahora dominados por estos invasores, deseosos de sofocar su inquebrantable confianza en Dios y su fidelidad a la Ley. Esto nos conecta de inmediato con los mártires y testigos de todos los tiempos de la historia, enfrentados a los poderes que no soportan su rectitud y el carácter insobornable de sus conciencias.
Así, uno después de otro, estos hermanos Macabeos, con su heroica madre a la cabeza, van pasando al martirio de modo inquebrantable, con afirmaciones como esta: “Tú, criminal, nos privas de la vida presente, pero el Rey del mundo, a nosotros que morimos por sus leyes, nos resucitará a una vida eterna” (2 Macabeos 7: 9).
De ese mismo talante son estas palabras de nuestro admirado mártir, el Beato Oscar Arnulfo Romero (1917 – 1980), pastor que dió la vida por su gente, de modo cruento, como Jesús: “Sí, he sido frecuentemente amenazado de muerte, pero debo decirles que como cristiano no creo en la muerte sin resurrección. Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño. Se lo digo sin ninguna jactancia, con la más grande humildad. Ojalá, sí, se convencieran de que perderán su tiempo. Un obispo morirá, pero la Iglesia de Dios, que es el pueblo, no perecerá jamás”.
Testimonios como este abundan en la historia cristiana, en sus diversas épocas, evidencias elocuentísimas de la esperanza que nos anima para dar sentido y resignificar esta fragilidad que es inherente a nuestro ser.
 Cada vez que parte un ser querido, o vivimos nuestras propias situaciones límite, inevitablemente vivimos la pregunta mayor por la razón de nuestra vida, y nos ponemos en búsqueda de la respuesta, de la que hacen parte tantas bellas historias de fe y de amor, de donación amorosa de la existencia, de ofrendas con heroísmo, desde los primeros siglos del cristianismo hasta nuestros días.
Para los judíos no hubo una idea clara de la resurrección en los comienzos de su historia. Son los últimos escritos del Antiguo Testamento, los más próximos al tiempo de Jesús, los que empiezan a dar fe de esta certeza en la vida eterna, como Daniel, 2 Macabeos y Sabiduría. Contribuyó mucho a implantar esta convicción la idea de que quienes morían por ser fieles a Dios y a sus mandamientos debían recibir una recompensa definitiva. Justamente, estos hermanos Macabeos y su madre acreditan con su martirio la confianza en este Dios que respalda plenamente su fidelidad con el premio de una vitalidad que se inserta totalmente en El y que, en consecuencia, es inagotable.
Pasando al evangelio, nos encontramos con las habituales trampas que los hombres religiosos judíos pretender ponerle a Jesús: “Se acercaron algunos de los saduceos, los que sostienen que no hay resurrección, y le preguntaron: Maestro, Moisés nos dejo escrito que si a uno se le muere un hermano casado y sin hijos, deberá tomar como mujer a la viuda para dar descendencia a su hermano…….” (Lucas 20: 27 – 28).
Estos saduceos eran uno de los grupos religiosos contemporáneos de Jesús, pertenecían a la aristocracia social y económica, su visión religiosa era profundamente conservadora y discrepaban totalmente de todo movimiento de reivindicación de los pobres y humildes, lo que da a entender que los mensajes y actitudes de Jesús en relación con los excluídos les repugnaban hasta el escándalo.
El les responde, limitándose a indicar la diferencia radical entre la vida presente y la futura: “Los hijos de este mundo toman mujer o marido, pero los que lleguen a ser dignos de tener parte en aquel mundo y en la resurrección de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellos marido, ni pueden ya morir , porque son como ángeles, y son hijos de Dios por ser hijos de la resurrección” (Lucas 20: 34 – 36).
A la luz de este texto, la comparación con los ángeles significa que la humanidad en estas  condiciones , que proceden de Dios mismo, pasa a una forma nueva de existencia, inmortal, en la que no están sujetos a las leyes del matrimonio ni a las de procreación, con lo que desarma la capciosa cuestión que le proponen los saduceos, dando el salto cualitativo de Dios como el garante por excelencia del ser humano que vive en justicia y rectitud, y poniendo en tela de juicio la obsesión legalista propia de estos personajes.
La mezquindad de estos hombres, siempre preocupados por los rigores del cumplimiento legal y ritual, sin horizontes para captar la realidad de un Dios misericordioso y compasivo, desbordante de vida y de solidaridad, es puesta una vez más al descubierto por la sagacidad de Jesús, que no es simple estrategia sino comunicación del nuevo orden de vida del que El es portador, el reino de Dios y su justicia, proyecto que totaliza al ser humano cuando ofrece su libertad para ser abarcado por El.
La razón de nuestro ser no está en nosotros, sino en ese al que llamamos el Totalmente Otro, es Dios de quien venimos afirmando con la mayor ilusión y esperanza que es el principio y fundamento de todo lo que somos y hacemos, conscientes de que lo limitado y frágil nos es propio , haciendo de ese ámbito la plataforma de nuestra proyección a lo eterno, a lo definitivo.
Los discípulos de Jesús vivieron el fracaso y el desconcierto de la muerte trágica de su maestro, y tuvieron que descender al abismo de esta desolación, pero en la experiencia pascual este hombre crucificado se redimensionó, gracias a la legitimación salvífica del Padre Dios, y los implicó a ellos en este nuevo y total sentido de vida, la que no se termina, porque es la propia de Dios.
El remate de la respuesta de Jesús a los saduceos es contundente: “No es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para El todos viven” (Lucas 20: 38), lenguaje que es de la misma naturaleza que el de Pablo, en la segunda lectura de hoy: “Que el mismo Señor nuestro, Jesucristo, y Dios, nuestro Padre, que nos ha amado y nos ha dado gratuitamente una consolación eterna y una esperanza dichosa, los consuele y los afiance en toda obra y  palabra buena” (2 Tesalonicenses 3: 16).
Transitamos por la vida entre luces y sombras, con esperanza trabajamos por implantar el reino en esta historia nuestra, reconociendo la dignidad de todos los humanos, viviendo en radical projimidad y servicio, haciéndonos solidarios de quienes sufren para restaurarlos en su integridad, sabedores de que el Dios de la vida, revelado en Jesucristo, es nuestro respaldo, el único que no falla.

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