“No es un Dios de
muertos, sino de vivos, porque para El todos viven”
(Lucas
20: 38)
Lecturas:
1.
2 Macabeos 7: 1 – 14
2.
Salmo 16: 1 – 8
3.
2 Tesalonicenses 2: 16 a 3: 5
4.
Lucas 20: 27 – 38
La clave de comprensión
de las lecturas de este domingo es la vitalidad definitiva de Dios, garantía que
da sentido total a la existencia humana, respuesta al gran interrogante por el
significado pleno de nuestra vida, respaldo a quienes viven en la rectitud y en
la justicia, y título de eternidad que legitima la no disolución de la persona
en el momento de la muerte. Este es un asunto crucial para todos nosotros, lo
constatamos en nuestra cotidianidad, y lo descubrimos en el esfuerzo de las
tradiciones espirituales y filosóficas para responder cabalmente a esta que
podemos afirmar es la cuestión por excelencia de la humanidad.
Si vamos a un encuentro
con la naturaleza, descubrimos maravillados la cadena interminable de la
vida y el dinamismo interno de ella misma para transmitirse de unos seres a
otros; esta, en la inagotable diversidad de sus manifestaciones, es un
renacimiento permanente. En este hecho fundamental podemos percibir la
proyección de eternidad que es la base de nuestra esperanza, en ese continuo
morir y resucitar las especies afirman con su propia identidad este prodigio
avasallador.
Sin embargo, gran
compañera de la vida es la muerte, con toda su correlatividad de limitaciones,
precariedad, contingencia, lugar donde estamos siempre en plan de pregunta, de
búsqueda, de afirmación de que no es posible que tanta maravilla sea
perecedera. El sabio jesuita Teilhard de Chardin (1881-1955) decía: “la
muerte no es un accidente sobrevenido de manera fortuita: forma parte
integrante, por construcción, del proceso de la creación”.
Don Miguel de Unamuno
(1864 – 1936), el maestro del sentimiento trágico de la vida, rebelándose
frente a la muerte y diciendo, que con razón, contra la razón o sin ella, no le
daba la gana de morirse, que haría falta que lo cesaran de la vida, porque él
no pensaba dimitir. Esta insurrección unamuniana es la que habita en la mayoría
de los humanos, nos experimentamos finitos, frágiles, pero simultáneamente deseosos de la vida sin
fin, de la permanencia en nuestro ser original.
En otras palabras, el
pensador Baruch Spinoza (1632 – 1677), tomando la vocería de la humanidad,
afirma que: “Un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría
no es una meditación de la muerte, sino de la vida”.
La primera lectura de
hoy, del libro segundo de los Macabeos, nos pone ante una historia donde la
muerte y la vida se juntan en misterioso binomio: “Siete hermanos fueron apresados
junto con su madre. El rey, para forzarlos a probar carne de puerco (prohibida
por la Ley), los flageló con azotes y nervios de buey. Uno de ellos, hablando
en nombre de los demás, decía así: Qué quieres preguntar y saber de nosotros? Estamos dispuestos a morir antes que violar
las leyes de nuestros antepasados” (2 Macabeos 7: 1 – 2).
El relato se inscribe
en el contexto de las luchas sostenidas contra los soberanos seleúcidas – entre
ellos Antíoco Epifanes – para conseguir la libertad religiosa y política del
pueblo judío, ahora dominados por estos invasores, deseosos de sofocar su
inquebrantable confianza en Dios y su fidelidad a la Ley. Esto nos conecta de
inmediato con los mártires y testigos de todos los tiempos de la historia,
enfrentados a los poderes que no soportan su rectitud y el carácter
insobornable de sus conciencias.
Así, uno después de
otro, estos hermanos Macabeos, con su heroica madre a la cabeza, van pasando al
martirio de modo inquebrantable, con afirmaciones como esta: “Tú,
criminal, nos privas de la vida presente, pero el Rey del mundo, a nosotros que
morimos por sus leyes, nos resucitará a una vida eterna” (2 Macabeos 7:
9).
De ese mismo talante
son estas palabras de nuestro admirado mártir, el Beato Oscar Arnulfo Romero
(1917 – 1980), pastor que dió la vida por su gente, de modo cruento, como
Jesús: “Sí, he sido frecuentemente amenazado de muerte, pero debo decirles que
como cristiano no creo en la muerte sin resurrección. Si me matan, resucitaré
en el pueblo salvadoreño. Se lo digo sin ninguna jactancia, con la más grande humildad.
Ojalá, sí, se convencieran de que perderán su tiempo. Un obispo morirá, pero la
Iglesia de Dios, que es el pueblo, no perecerá jamás”.
Testimonios como este
abundan en la historia cristiana, en sus diversas épocas, evidencias elocuentísimas
de la esperanza que nos anima para dar sentido y resignificar esta fragilidad
que es inherente a nuestro ser.
Cada vez que parte un ser querido, o vivimos
nuestras propias situaciones límite, inevitablemente vivimos la pregunta mayor
por la razón de nuestra vida, y nos ponemos en búsqueda de la respuesta, de la
que hacen parte tantas bellas historias de fe y de amor, de donación amorosa de
la existencia, de ofrendas con heroísmo, desde los primeros siglos del
cristianismo hasta nuestros días.
Para los judíos no hubo
una idea clara de la resurrección en los comienzos de su historia. Son los
últimos escritos del Antiguo Testamento, los más próximos al tiempo de Jesús,
los que empiezan a dar fe de esta certeza en la vida eterna, como Daniel, 2
Macabeos y Sabiduría. Contribuyó mucho a implantar esta convicción la idea de
que quienes morían por ser fieles a Dios y a sus mandamientos debían recibir
una recompensa definitiva. Justamente, estos hermanos Macabeos y su madre
acreditan con su martirio la confianza en este Dios que respalda plenamente su
fidelidad con el premio de una vitalidad que se inserta totalmente en El y que,
en consecuencia, es inagotable.
Pasando al evangelio,
nos encontramos con las habituales trampas que los hombres religiosos judíos
pretender ponerle a Jesús: “Se acercaron algunos de los saduceos, los
que sostienen que no hay resurrección, y le preguntaron: Maestro, Moisés nos
dejo escrito que si a uno se le muere un hermano casado y sin hijos, deberá
tomar como mujer a la viuda para dar descendencia a su hermano…….”
(Lucas 20: 27 – 28).
Estos saduceos eran uno
de los grupos religiosos contemporáneos de Jesús, pertenecían a la aristocracia
social y económica, su visión religiosa era profundamente conservadora y
discrepaban totalmente de todo movimiento de reivindicación de los pobres y humildes,
lo que da a entender que los mensajes y actitudes de Jesús en relación con los
excluídos les repugnaban hasta el escándalo.
El les responde,
limitándose a indicar la diferencia radical entre la vida presente y la futura:
“Los
hijos de este mundo toman mujer o marido, pero los que lleguen a ser dignos de
tener parte en aquel mundo y en la resurrección de entre los muertos, ni ellos
tomarán mujer ni ellos marido, ni pueden ya morir , porque son como ángeles, y
son hijos de Dios por ser hijos de la resurrección” (Lucas 20: 34 –
36).
A la luz de este texto,
la comparación con los ángeles significa que la humanidad en estas condiciones , que proceden de Dios mismo, pasa
a una forma nueva de existencia, inmortal, en la que no están sujetos a las
leyes del matrimonio ni a las de procreación, con lo que desarma la capciosa
cuestión que le proponen los saduceos, dando el salto cualitativo de Dios como
el garante por excelencia del ser humano que vive en justicia y rectitud, y
poniendo en tela de juicio la obsesión legalista propia de estos personajes.
La mezquindad de estos
hombres, siempre preocupados por los rigores del cumplimiento legal y ritual,
sin horizontes para captar la realidad de un Dios misericordioso y compasivo,
desbordante de vida y de solidaridad, es puesta una vez más al descubierto por
la sagacidad de Jesús, que no es simple estrategia sino comunicación del nuevo
orden de vida del que El es portador, el reino de Dios y su justicia, proyecto
que totaliza al ser humano cuando ofrece su libertad para ser abarcado por El.
La razón de nuestro ser
no está en nosotros, sino en ese al que llamamos el Totalmente Otro, es Dios de
quien venimos afirmando con la mayor ilusión y esperanza que es el principio y
fundamento de todo lo que somos y hacemos, conscientes de que lo limitado y
frágil nos es propio , haciendo de ese ámbito la plataforma de nuestra
proyección a lo eterno, a lo definitivo.
Los discípulos de Jesús
vivieron el fracaso y el desconcierto de la muerte trágica de su maestro, y
tuvieron que descender al abismo de esta desolación, pero en la experiencia
pascual este hombre crucificado se redimensionó, gracias a la legitimación
salvífica del Padre Dios, y los implicó a ellos en este nuevo y total sentido
de vida, la que no se termina, porque es la propia de Dios.
El remate de la
respuesta de Jesús a los saduceos es contundente: “No es un Dios de muertos, sino
de vivos, porque para El todos viven” (Lucas 20: 38), lenguaje que es
de la misma naturaleza que el de Pablo, en la segunda lectura de hoy: “Que
el mismo Señor nuestro, Jesucristo, y Dios, nuestro Padre, que nos ha amado y
nos ha dado gratuitamente una consolación eterna y una esperanza dichosa, los
consuele y los afiance en toda obra y
palabra buena” (2 Tesalonicenses 3: 16).
Transitamos por la vida
entre luces y sombras, con esperanza trabajamos por implantar el reino en esta
historia nuestra, reconociendo la dignidad de todos los humanos, viviendo en
radical projimidad y servicio, haciéndonos solidarios de quienes sufren para
restaurarlos en su integridad, sabedores de que el Dios de la vida, revelado en
Jesucristo, es nuestro respaldo, el único que no falla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario