“Pero llega la hora (ya
estamos en ella), en que los adoradores
verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere
el Padre que sean los que le adoren”
(Juan
4:23)
Lecturas:
1.
Exodo 17: 3-7
2.
Salmo 94: 1-9
3.
Romanos 5: 1-2 y 5-8
4.
Juan 4: 5-42
La experiencia de confiar en Dios – la fe – no es una minimización ni un sometimiento del ser humano, sino la gran posibilidad de acceder al sentido definitivo de la vida, a la genuina humanización , a la auténtica libertad. El ser humano ,siempre en búsqueda de significado pleno para su ser y para su quehacer, vive sediento de una realidad que le colme esta constante peregrinación existencial. Esto es lo que quieren decir las lecturas de hoy con el denso simbolismo del agua, según lo refieren los relatos del Éxodo y del evangelio de Juan, en la muy conocida escena del diálogo de Jesús con la mujer samaritana.
Conocemos bien el
significado de la historia de los israelitas atravesando el desierto – en el
Exodo – guiados por Moisés hacia la tierra prometida, resumen de todas sus
esperanzas. Pero – como sucede en toda biografía humana – este proceso no se da
sin crisis y angustias, producto de la lejanía de la respuesta final y de la
natural actitud de querer encontrar la felicidad cuanto antes y a menor costo.
Esto se plasma con
claridad en la narración de la primera lectura: “Pero el pueblo, sediento,
murmuraba de Moisés: por qué nos has sacado de Egipto para matarnos de sed a
nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados? Entonces Moisés clamó a Yahvé
y dijo: Qué puedo hacer con este pueblo? Por poco me apedrean” (Exodo
17:3-4), expresión que refleja muy bien el carácter paradigmático de toda la
historia del Exodo y de la teología y la antropología que hay en él, es la
condición humana expresada con notable elocuencia en sus gozos y esperanzas,
también en sus dolores y vacíos, en sus plenitudes y en sus carencias.
Qué o quién podrá
calmar con creces estas expectativas? Cómo conectamos esta historia con la
nuestra? Cuáles son las dimensiones insatisfechas de nuestro ser? Dónde
hallamos las respuestas? Cuáles son esas realidades con las que pretendemos
encontrar sentido y plenitud?
Ante los grandes dramas
humanos , como Auschwitz y otros de naturaleza parecida, se suele hablar del
silencio de Dios. Es lo que plantea la excelente película “Silencio” del
director Martin Scorsese, que por estos días se empieza a proyectar en las
salas de cine de nuestro país. Qué hacer cuando la vida nos pone en situaciones
límite, cuando el mal invade y domina los escenarios de la historia? Esta es la
protesta de los israelitas ante Moisés, cuando la sed y las insatisfacciones
les hacían dudar de un Dios que para ellos estaba callado.
La respuesta se
significa en la roca del Horeb que empieza a manar agua: “Yo estaré allí ante ti, junto a
la roca del Horeb; golpea la roca y saldrá agua para que beba el pueblo”
(Exodo 17:6), elemento vital, esencial para la calidad de vida de todos los
humanos y de todos los seres vivos, adquiere así el sentido de Dios como
saciedad del espíritu humano siempre anhelante de plenitudes y felicidades sin
término.
Conviene estar alerta
ante esto porque es el asunto por excelencia de la humanidad, asunto que ocupa
las respuestas que provienen de las diversas tradiciones religiosas y
espirituales, de los juiciosos esfuerzos de la filosofía, de las múltiples
maneras como el ser humano canaliza su pregunta fundamental por el sentido de
la existencia.
Algunos lo responden
desde el sentimiento trágico de la vida indicando que esta carencia esencial no
tiene alternativa de respuesta, dejando a la humanidad expuesta al absurdo
definitivo. Otros construyen paraísos efímeros en la cultura de lo fácil, en el
bienestar material, en el poder y en el dinero, o en religiosidades
fundamentadas en miedos e inferioridades, haciendo de sus dioses divinidades
que se solazan con la precariedad humana mirándola con desprecio.
Entremos así en la
riqueza espiritual y teologal de este clásico relato del evangelio de
Juan, anticipando que este evangelista
también nos acompañará durante el IV y V domingo de cuaresma, con las historias
del ciego de nacimiento y de la resurrección de Lázaro. Son relatos muy propios
de la teología del cuarto evangelio, que es ciento por ciento simbólico,
estrategia que desplaza a la realidad no para ignorarla sino para hacerla más
contundente en su posibilidad de expresar cabalmente la intención que Dios se
trae a través de la persona de Jesús.
Jesús – en nombre de
Dios – es agua que calma la sed (samaritana), luz que abre a la auténtica
luminosidad (ciego de nacimiento), vida que trasciende todas las contingencias
a las que estamos expuestos los humanos, siendo la más dramática la de la
muerte (Lázaro).
En Juan no hay símiles
sino identificaciones que el evangelista maneja mediante sofisticadas
composiciones teológicas, del estilo de “Yo soy el buen pastor” (Juan
10:11), “Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá” (Juan
11:24), “Yo soy el camino, la verdad, y la vida” (Juan 14:5), con las
que este autor y la comunidad primitiva
de creyentes en la que él está arraigado dan a entender que Jesús es la
manifestación plena de Dios y respuesta a las infatigables búsquedas humanas de
significado, trascendiendo las barreras religiosas de aquel tiempo y de todos
los tiempos de la historia.
Tenemos presente que
los judíos veían con profundo desprecio a los samaritanos porque los
consideraban herejes y blasfemos, en cuanto se habían separado del culto
central del templo de Jerusalén e históricamente habían permitido la entrada de
otras creencias y prácticas religiosas. Para un judío los samaritanos eran una
maldición.
Jesús rompe con esta
segregación, también con la de un varón pidiendo de beber a una mujer: “Llegó
entonces una mujer de Samaría a sacar agua. Jesús le dijo: dame de beber. La
samaritana le respondió: cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy
una mujer de Samaría? (Es que los judíos no se tratan con los samaritanos)”
(Juan 4: 7-9), con esta sencilla plática se abre el asunto central de todo el
relato: la superación del aislamiento y del fundamentalismo de las religiones,
cuando estas se pretenden poseedoras exclusivas de la verdad de Dios y de la
mediación de salvación, desconociendo las posibilidades que tengan las otras en
este mismo sentido.
Viene así una pregunta
delicada: cuál es la religión verdadera? Qué es lo que determina esta
condición? Jesús llega al núcleo profundo de la religación del ser humano con
Dios con estas palabras y contenidos: “Créeme, mujer, que llega la hora en que ni
en este monte ni en Jerusalén adorarán al Padre. Ustedes adoran lo que no
conocen, nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los
judíos. Pero llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores
verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad….” (Juan 4:
21-23).
Como esto último es tan
sensible, vale la pena aclarar que no se
trata de despreciar la diversidad religiosa, ni los valores de sentido y
trascendencia que hay en las múltiples tradiciones de fe, ayudando a las mismas
a esclarecerse y a superar algunos aspectos que en no pocos momentos de la
historia las han hecho antipáticas, justamente cuando algunas de ellas se
erigen en monopolizadoras de Dios y de las verdades que lo quieren formular.
El Concilio Vaticano II
en su declaración sobre la libertad religiosa “Dignitatis Humanae”, dijo:” Este
Concilio declara que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa.
Esta libertad consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de
coacción, tanto por parte de individuos como de grupos sociales y de cualquier
potestad humana, y esto de tal manera que en materia religiosa ni se obligue a
nadie a obrar contra su conciencia, ni se la impida que actúe conforme a ella
en privado o en público, sólo o asociado con otros, dentro de los límites
debidos. Declara, además, que el derecho a la libertad religiosa está realmente
fundado en la dignidad misma de la persona humana, tal como se la conoce por la
palabra revelada de Dios y por la misma razón humana” (CONCILIO
VATICANO II. Declaración sobre la Libertad Religiosa, “Dignitatis Humanae,
Número 2).
En el diálogo de Jesús
con la samaritana se habla de tres pozos o fuentes de agua: los de Moisés y
Jacob que son limitados e incompletos, y el de Jesús que es decisivo e
inagotable, aludiendo con ello al carácter pleno de la manifestación que Dios
hace de sí en la persona de Jesús, como satisfacción total de la sed humana de
salvación y de sentido.
Jesús trasciende las
fronteras de las religiones y es constituído por Dios en oferta salvífica
universal. El es el agua viva que sustituye a la ley y al templo de los judíos,
y también al culto samaritano. Tal es la
clave de comprensión de este hermoso relato: “Todo el que beba de esta agua
volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le dé no tendrá sed
jamás, pues el agua que yo le dé se convertirá en el en fuente de agua que
brota para vida eterna” (Juan 4: 13-14).
En la conversación hay
referencias a los cinco maridos que ha tenido esta mujer, alusión a los
diferentes cultos religiosos que llegaron a Samaría, hecho que no es obstáculo
para que el Padre se mantenga incondicional en su oferta a esta comunidad, Dios
no baja la guardia en su intención salvadora, ningún límite ni abandono de los
que solemos tener los humanos impide a Dios permanecer siempre gratuito,
siempre dispuesto para responder a nuestra sed de vida. El es la respuesta que
no tiene fin.
Jesús es el lugar del
encuentro con Dios, El es la vitalidad definitiva, este culto nuevo suprime las
distancias religiosas y nos lleva a la vida como ámbito de esta religación.
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