“Porque
el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí y por
la Buena Noticia, la salvará”
(Marcos 8: 35)
Lecturas:
1.
Isaías 50: 5-9
2.
Salmo 114
3.
Santiago 2: 14-18
4.
Marcos 8: 27-35
Es
frecuente en nuestros medios de comunicación hacer resonancia a incidentes
notorios en los que la exclamación: Usted no sabe quién soy yo! es
alarde de importancia, de prestigio de alta posición social y política, de presencia
en el mundo del poder, cuando el aludido-a es requerido de presentar sus
documentos, de someterse, como todos, a las determinaciones de la ley, de
cumplir con los requerimientos de
convivencia y de bien común.
Artistas,
políticos, empresarios, hijos de poderosos, hasta algún sacerdote, se han
expuesto a la severidad de la opinión pública con tal exclamación, que es una
afirmación del personaje y de la máscara, no del verdadero ser que está detrás
de tan deplorable envoltorio. Es como si la identidad de una persona dependiera
de su alto escalafón socioeconómico o político, sin aventurarse a explorar en
su verdad más profunda. Y, siempre, los destinatarios de la airada reacción,
son personas humildes, vigilantes, policías, secretarias, a quienes se increpa
por desconocer el fuero propio de sus pretendidos privilegios. Afirmando una
tal seudoidentidad dejan al desnudo su precariedad moral, la vacuidad de ellos
y de su mundo.
Hoy
la Palabra nos lleva por los caminos de la identidad de Jesús, también por la
de nosotros mismos: “Jesús salió con sus discípulos hacia los poblados de Cesarea de
Filipo, y en el camino les preguntó: Quién dice la gente que soy yo? “[1] El
evangelio de Marcos interpreta a Jesús en la clave del secreto mesiánico, misteriosa referencia que alude a una vida dedicada sin reservas al Reino de Dios y a su justicia, a la
humanidad doliente, anunciando que el auténtico sentido de la existencia no se
logra en el mundo del poder, de las riquezas, de la importancia social y de la
lógica de las jerarquías, sino en el servicio, en la donación de la propia
vida, en la cruz, en la opción por los desheredados, en el rechazo de la
mentalidad religiosa acumuladora de méritos a través del cumplimiento
milimétrico de ritos y leyes onerosas. Jesús escandaliza a sus discípulos con
esta manifestación de su identidad.
El
texto de la primera lectura es premonitorio en este orden de cosas, proviene
del profeta Isaías, de un grupo llamado los cánticos del Siervo de Yahvé, en
los que delinea un personaje misterioso,
que termina salvando a su pueblo mediante el sufrimiento y la muerte: “El
Señor abrió mi oído y yo no me resistí ni me volví atrás. Ofrecí mi espalda a
los que me golpeaban y mis mejillas, a los que me arrancaban la barba; no
retiré mi rostro cuando me ultrajaban y escupían”[2]. El
personaje tipificado se entrega a una
misión profética, originada en el mismo Dios, que le demanda la
totalidad del ser, del quehacer, aún a costa de su vida y de su bienestar. La
causa que lo impulsa es superior a estas contingencias, a todo razonamiento
humano, provoca rupturas, es desafiante, abnegada en grado superlativo,
totalmente dolorosa, pero consciente del profundo amor que la motiva y del
propósito liberador que la alienta. Es el mesianismo escandaloso que, siglos
más tarde, se manifiesta en Jesús.
Jesús
escucha las respuestas de Pedro y de sus discípulos: “Algunos dicen que eres Juan el
Bautista, otros que Elías, y otros, alguno de los profetas. Y ustedes, quien
dicen que soy yo? Pedro respondió: Tú eres el Mesías. Jesús les ordenó
terminantemente que no dijeran nada acerca de él” [3].
El evangelista subraya el secreto mesiánico con esta expresión, inspirada en la
lógica de la vida crucificada, en la donación ilimitada del amor, que rompe con
el imaginario triunfalista de sus
discípulos: “Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y
ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; que debía
ser condenado a muerte y resucitar después de tres días; y les hablaba de esto
con toda claridad”[4].
Los
proyectos de vida normales y ordinarios se enrutan por los lados del dinero, de
la comodidad material, de la felicidad garantizada por los indicadores sociales
de triunfo y buena posición, del hacer carrera y ascender, a través de títulos, de relaciones con gente
importante, poco o nada se plantean el asunto del servicio , de la solidaridad,
del crucificarse amorosamente para liberar a los crucificados de su opresión y
de los vejámenes que los afligen. Esto es provocador para las mentalidades
dominantes.
La
acción de Dios consiste en revelar a su servidor lo mucho que va a sufrir pero
asegurándole que se mantendrá junto a él: “Pero el Señor viene en mi ayuda; por eso,
no quedé confundido; por eso, endurecí mi rostro como el pedernal, y sé muy
bien que no seré defraudado”[5].
Esto supone una gran novedad, porque en la mentalidad habitual del
Antiguo Oriente el sufrimiento era visto como castigo de Dios. En cambio, el
Siervo está convencido de que el sufrimiento puede entrar en el plan de Dios,
no como fin en sí mismo, sino como mediación de vida para que haya vida en
abundancia; así, no se rebela, no protesta, da todo de sí mismo.
Si
Pedro hubiera conocido y comprendido este texto de Isaías, no se habría
indignado con las palabras de Jesús, que representan la óptica de Dios,
mientras que él se deja llevar por sentimientos puramente humanos, miedo al
compromiso, miedo a las consecuencias de una opción tan radical: “Pedro,
llevándolo aparte, comenzó a reprenderlo”[6].
Quién es Jesús? La respuesta no puede ser la conclusión de un razonamiento
discursivo, no servirán de nada las más sofisticadas teorías e
interpretaciones, ni aún los razonamientos elaborados con la mayor sensatez.
Sólo una vivencia interna que nos haga descubrir lo que sintió y vivió Jesús –
conocimiento interno le llama San Ignacio de Loyola en sus Ejercicios
Espirituales – podrá llevarnos a captar los alcances de este mesianismo crucificado.
El
, en esta opción, desplegó todas las
posibilidades de su ser. La clave de todo su mensaje es esta: dejarse machacar,
humillar, condenar, por causa del amor siempre mayor, es más humano que hacer
daño a alguien. Los discípulos no lo podían aceptar, escándalo que se hace
mayor cuando dice a Pedro: “Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Porque
tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres. Entonces Jesús,
llamando a la multitud, junto con sus discípulos, les dijo: El que quiera venir
detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque
el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí y por
la Buena Noticia, la salvará. De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero
si pierde su vida?”[7]
Aquí
está la respuesta al interrogante: “Quien dice la gente que soy yo?”[8],
esta es la identidad de Jesús, al revelarla, según el testimonio del evangelio
de Marcos, también nos pregunta por la nuestra. Quiénes somos? Cuáles son los
grandes motivos de nuestra vida? Qué impulsa nuestras decisiones? Cuáles son
nuestras prioridades? Los valores determinantes de las opciones que hacemos?
Cómo vivimos? A qué le apostamos la vida? Vienen a la mente las escenas de
“House of Cards” con su tejido de intrigas, de conductas maquiavélicas, de
personajes con máscaras siniestras, urdiendo planes para lograr finalidades que
no son las del servicio ni las de la solidaridad. Somos personajes de una serie
como esta, o , mejor, estamos dispuestos a escribir nuestro propio evangelio
con el relato de una vida – la propia – que se configura con la de Jesús?
En
contra de lo que cabría esperar, Jesús prohíbe terminantemente decir eso a
nadie. Y en vez de referirse a él mismo
con el titulo de Mesías usa uno distinto: el Hijo del hombre, en el que
destaca el aspecto de su humanidad crucificada; su destino – como consecuencia
de sus opciones y actitudes ante el poder religioso y ante el poder político –
es el del rechazo y la humillación. Esto resulta inaudito para Pedro y los
discípulos. También hoy sigue escandalizando.
Queda
claro que la vida que Jesús nos plantea es la de una coherencia total enmarcada
en la donación de la vida, comunicar sentido a la vida de los seres humanos,
dar razones para la esperanza, dignificar, redimir, transformar, salvar,
liberar. Esto tiene un alto costo porque desinstala, exige renuncias, confronta
el sistema, desmonta privilegios.
Es la fe traducida en obras, según lo dice la
segunda lectura, de la carta de Santiago: “De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir
que tiene fe, si no tiene obras? Acaso esa fe puede salvarlo? De qué sirve si
uno de ustedes, al ver a un hermano o a una hermana desnudos o sin el alimento
necesario, les dice: vayan en paz, caliéntense y coman, y no les da lo que necesitan
para su cuerpo? Lo mismo pasa con la fe:
si no va acompañada de las obras, está completamente muerta”[9].
En
esta pavorosa crisis de credibilidad que vivimos ahora en la Iglesia Católica,
con los inadmisibles escándalos de pederastia y con el silencio de algunos
obispos, con el carrerismo de los que entran al sacerdocio para ser hombres de
poder, no tenemos más alternativa que esta de la coherencia, es imperativo que
nos deshagamos del ego para salvar a la humanidad: “El que quiera venir detrás de
mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”[10]. En
esta invitación descubrimos el ser de Jesús, su honda identidad, y con él podremos responder con rotunda claridad:
Ustedes no saben quien soy yo?
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