domingo, 28 de octubre de 2018

COMUNITAS MATUTINA 28 DE OCTUBRE DOMINGO XXX DEL TIEMPO ORDINARIO


“Jesús le dijo: Vete, tu fe te ha salvado. Al instante recobró la vista y le seguía por el camino”
(Marcos 10: 52)

Lecturas:
1.   Jeremías 31: 7-9
2.   Salmo 125
3.   Hebreos 5: 1-6
4.   Marcos 10: 46-52
A finales de los años noventa en Colombia se dió a conocer el trabajo académico y psicosocial del médico psiquiatra Luis Carlos Restrepo titulado “El derecho a la ternura”[1], en su importante estudio  este profesional descubría una carencia radical en los medios donde la violencia y el conflicto armado hacían constantemente daño en la población. Tal  carencia es simple y al mismo tiempo muy inquietante: el maltrato habitual en las relaciones intrafamiliares, sociales, laborales, políticas, ciudadanos, el irrespeto hacia las personas, el descuido con todas las formas de vida, el desconocimiento de la dignidad de la gente. Son fortuitas estas realidades? Se dan casualmente? O, más bien, hay causas sociales e individuales que se constituyen en factor determinante para que ellas sean tan penosamente permanentes?
Restrepo estudia con rigor académico las causas de la violencia en Colombia, encuentra la incapacidad para reconocer lo diferente y para asumirlo como parte del rico dinamismo de la pluralidad; nos hace conscientes de un individualismo desmedido, en el que el aspecto religioso católico tiene alta cuota de responsabilidad cuando insiste en la búsqueda afanosa de una salvación personal sin referencia a una comunidad; en la cultura egocéntrica que hace entender la vida como una competencia en la que hay que triunfar a toda costa sin pensar en el derecho que tienen los demás al logro de sus ideales. Influye igualmente el machismo que tiene interiorizado el imaginario de que el tratamiento culto y respetuoso es afeminado, manifestación de debilidad y de pérdida de poder, con el consiguiente desconocimiento de lo femenino como extraordinaria posibilidad humana.
Así, el ideal humano que se fragua en esta seudocultura de  es el del que tiene poder mediado por la violencia y la imposición autoritaria sobre los demás, el recurso a las armas como medio para dirimir diferencias y para sofocar lo que esté en coherencia con las verdades únicas de los que mandan (en lo político, en lo religioso, en lo familiar, en lo social, en lo ideológico, en lo económico, en lo cultural).
Dice Restrepo: “Pero nos hemos acostumbrado a una pedagogía del terror. Sabemos desde niños de los cuerpos descuartizados, de los asesinatos que quedan impunes, de la oscura racionalidad y premeditación de la violencia. Desde décadas atrás, hemos sido educados en el miedo y para el miedo. Hoy, todavía, los miles de muertos que registran las estadísticas responden en la mayoría de los casos a personas cuya presencia se ha tornado molesta para algún poder tradicional o emergente que busca quitárselas del paso. Imponiendo el miedo, estos poderes se consolidan. Y nosotros, atrapados en las fascinación que todavía nos produce el autoritarismo cotidiano, seguimos legitimando la violencia al sentir más respeto por un “verracote” armado y dogmático que por un ciudadano desarmado[2].
Ausencia total de ternura, culto y miedo al poder y al poderoso, subestima individual y social del trato digno y delicado, tierno digámoslo en voz alta, desprecio por el diálogo, predominio de los dogmas políticos y sociales, también religiosos, desconocimiento de las búsquedas legítimas de tantos seres humanos empeñados con pasión en la causa de una humanidad emancipada, plena en sus afectos, ecuánime en su voluntad de concertarse para el bien común.
Qué decir desde nuestra fe cristiana a este “desorden de cosas”?  Porque es claro que no nos podemos resignar al universo de distorsiones de Dios, de su voluntad, de sus proyectos, que lo presentan como el intransigente, el autoritario, el vengativo, el implacable, con todas las consecuencias que esto trae para el ser humano, para la imagen de lo cristiano, para las iglesias: “Voy a traerlos de un país del norte, los recogeré de los confines de la tierra. Entre ellos, el ciego y el cojo, la preñada junto con la parida. Volverá una gran muchedumbre. Volverán entre lloros, pero yo los guiaré entre consuelos, los llevaré junto a arroyos de agua por camino llano, en que no tropiecen. Porque yo soy para Israel un padre, y Efraín es mi primogénito[3]. Es la primera lectura de este domingo, es un Dios ciento por ciento volcado a su pueblo, exquisito, fino al máximo, de la mayor delicadeza, el Dios que reencanta a su gente, averiada por la violencia, el exilio forzado, el maltrato, la pobreza, todas las penurias.
Dios nos  ama, así estemos vulnerables, ciegos o cojos, inseguros, pecadores, fracasados, lejanos o cercanos a El. La razón de ese amor es que somos sus hijos, el fruto de sus entrañas creadoras, hechos a su imagen y semejanza, partícipes de su proyecto de vida y de libertad. Cuando hablamos de la misericordia divina no estamos aludiendo a un sentimiento piadoso circunstancial sino a una manera de ser de El, constitutiva de su esencia y de su proceder,  es la que se nos revela plenamente en Jesús. Somos los creyentes cristianos conscientes de este amor y dejamos que la gracia nos llene del mismo hasta transformar nuestros estilos eclesiales y sociales, pasando de la verticalidad jerárquica a la comunión y a la  participación? Está en la base de nuestras motivaciones la ternura como elemento determinante de una nueva cultura en la que el Evangelio tiene toda la potencialidad para transformar el conflicto en búsquedas conjuntas de la justicia, de la equidad, de la fraternidad, de la solidaridad, de la vida en común desde la diferencia?
Dios se manifiesta como compasión y misericordia en Jesús, El consagra nuestra vida a Dios por medio de su ministerio salvador y liberador, él toma la condición humana y se encarna en su aspecto trágico para redimirlo de la ambigüedad de la muerte y del pecado, se hace ternura salvífica: “Todo sumo sacerdote está tomado de entre los hombres y constituído en favor de la gente en lo que se refiere a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados. Es capaz de comprender a ignorantes y extraviados, porque también  él se halla envuelto en flaqueza…”[4]. Es el planteamiento de la segunda lectura.
El asunto de Jesucristo, el Verbo encarnado, no es algo que está en el mundo de la abstracción, de lo inalcanzable para los humanos. El es la concreción de Dios, que toma parte en nuestra historia para hacerse totalmente solidario con ella, nos ofrece un camino de redención que supera el puro precepto religioso, la simple justificación sentimental o un vacío racionalismo abstracto. Dios nos llama en Jesús a esa nueva humanidad, no es el “gurú” superior, omnisciente, sino el hermano mayor que nos dona toda su ternura y nos incluye en ella para hacernos humanos en plenitud, divinos en plenitud.
El relato de la curación del ciego Bartimeo, evangelio de hoy, es un exquisito remate de esta narrativa de la ternura, en la que la fe es el fundamento de los discípulos de Jesús, incluídos nosotros. Dentro de su sobriedad es un texto cargado de detalles muy significativos: “Llegaron a Jericó. Y un día que Jesús salía de allí acompañado de sus discípulos y de una gran muchedumbre coincidió que el hijo de Timeo (Bartimeo), un mendigo ciego, estaba sentado junto al camino[5]. Jericó es una población paso obligado para los peregrinos que venían a Jerusalén desde Galilea, frontera entre ese país galileo despreciado por los judíos y la ciudad santa, es lugar de caminantes que traspasan barreras. El ciego es aludido con nombre propio en Marcos, referencia clara a la identidad del beneficiario del encuentro con Jesús, pobre por su ceguera y por su carencia de medios de subsistencia. El hombre se entusiasma al ver a Jesús y clama: Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí[6], consciente de su fragilidad ve en Jesús la alternativa de resignificación para su vida, volver a ver, rehacerse en su integridad humana.
Bartimeo reconoce a Jesús, según el relato de Marcos, con dos referencias claves con las que el evangelista destaca la divinidad del Maestro: Hijo de David y más adelante: “Rabbuní, quiero ver”[7]. Como suele suceder, no faltan los que ven en un gesto como este inoportunidad e irrespeto (los muy conocidos guardianes de lo sagrado, los que cuidan templos, objetos litúrgicos, sacerdotes, pero no cuidan al ser humano): “Muchos le increpaban para que se callara[8].
El diálogo que sigue tiene su acento en la fe de Bartimeo y en la ternura de Jesús: “Jesús, dirigiéndose a él, le  preguntó: Qué quieres que haga por ti? El ciego respondió: Rabbuní, quiero ver! Jesús le dijo: vete, tu fe te ha salvado! Al instante recobró la vista y le seguía por el camino[9]. Esta fe permite a nuestro hombre pasar de la tiniebla a la luz, del borde del sendero al centro del mismo, a su cauce, de la pasividad de quien mendiga a la actividad de quien sigue a Jesús hasta el final.
Ver con los ojos nuevos de la fe es recibir un don de Dios mediado en Jesús, es la nueva visión de sí mismo, de su autoestima y dignidad, del prójimo como el lugar privilegiado de la realización humana, del Padre-Madre Dios como el dador de esta luminosidad, de Jesús como el nuevo ser divino-humano en el que conseguimos nuestra plenitud, de la realidad histórica como escenario de esa divinización-humanización, en constante proceso de trascendencia.
Tenemos educados los “ojos de la fe” para disipar nuestra ceguera abriéndonos a esta luz? Nos dejamos asumir por la ternura de Jesús  que nos hace luminosos? Tenemos capacidad de iluminar nuestro entorno con la ternura, la misericordia , la compasión, el respeto, la inclusión, el buen trato, la promoción de la dignidad de cada persona?
Los dejamos con este texto de Francisco, nuestro pastor universal, lo que dice ahí fue lo que vivió Bartimeo: “La primera motivación para evangelizar es el amor que de Jesús hemos recibido, esa experiencia de ser salvados por El que nos mueve a amarlo siempre más. Pero, qué amor es ese que no siente la necesidad de hablar del ser amado, de mostrarlo , de hacerlo conocer? Si no sentimos el intenso deseo de comunicarlo, necesitamos detenernos en oración para pedirle a El que vuelva a cautivarnos. Nos hace falta clamar cada día, pedir su gracia para que nos abra el corazón frío y sacuda nuestra vida tibia y superficial. Puestos ante El con el corazón abierto, dejando que El nos contemple, reconocemos esa mirada de amor que descubrió Natanael el día que Jesús se hizo presente y le dijo: Cuando estabas debajo de la higuera te ví (Juan 1: 48)[10]


[1] Restrepo, Luis Carlos. El derecho a la ternura. Arango  Editores, Bogotá 1999.
[2] Restrepo, Luis Carlos. Actuando desde la fragilidad, página 1. En el envío de hoy les adjuntamos este documento.
[3] Jeremías 31: 8-9
[4] Hebreos 5: 1-2
[5] Marcos 10: 46
[6] Marcos 10: 48
[7] Marcos 10: 51
[8] Marcos 10: 48
[9] Marcos 10: 51-52
[10] Francisco. Exhortación Apostólica  Evangelii Gaudium La Alegría del Evangelio, número 264.

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