“Porque
el mismo Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar su
vida en rescate por una multitud”
(Marcos 10: 45)
Lecturas:
1.
Isaías 53: 10-11
2.
Salmo 32
3.
Hebreos 4: 14-16
4.
Marcos 10: 35-45
La primera lectura de este domingo, tomada de la
segunda parte del profeta Isaías, presenta la misión de un siervo sufriente, de
un imaginado redentor del pueblo de Dios que ofrece su vida, la dona, para ver
el nacimiento de una nueva posibilidad de vida: “El Señor quiso aplastarlo con
el sufrimiento. Si ofrece su vida en sacrificio de reparación, verá su
descendencia, prolongará sus días y la voluntad del Señor se cumplirá por medio
de él”[1].
Es preciso aclarar – para superar la tentación de una
interpretación fatalista y masoquista – que este texto nos habla más de
esperanza, de tenacidad y de lucha que de un sufrimiento pasivo o de
resignación. La misión de quien sirve al Señor no es ver su cuerpo destrozado
sino servir de puente para que las nuevas generaciones – la descendencia – se
inspiren en su estilo de vida, solidario y servicial hasta el extremo. Se trata
de una nueva generación de personas comprometidas con la causa de Dios en favor
de la libertad y de la dignidad de su pueblo, el pueblo afligido por las
opresiones de los injustos. El texto delinea el ideal de un siervo justo.
Sabemos bien que se está marcando un contraste fuerte
con la expectativa “normal” de aquellos israelitas, quienes, después de la
cadena de vicisitudes y fracasos, aguardan un Mesías triunfante que los libere
de todas sus tragedias y les restituya la gloria de su pasado, aplastando a los
enemigos y haciendo valer su poder sobre ellos. No es esta la visión de los
llamados “cantos del siervo de Yahvé”, propios de Isaías, de los que este es el
segundo. Aquí se está diseñando un servir que se juega la totalidad de su vida,
sin pretender para sí ni gloria ni poder, sino ofrenda de la vida para dar de
esta en abundancia. El modelo que aquí se propone defrauda esas expectativas
triunfalistas.
Muchos siglos después se presenta Jesús y su vida se
inscribe en esta lógica. Así lo testimonia el pasaje de la carta a los Hebreos,
segunda lectura de hoy: “Porque no tenemos un sumo sacerdote incapaz
de compadecerse de nuestras debilidades; al contrario, él fue sometido a las
mismas pruebas que nosotros, a excepción del pecado”[2]. Reconoce el
autor de este escrito la implicación encarnatoria de Jesús, de su misión, al
proclamar que ha experimentado a fondo todo lo humano, apropiándoselo para
redimirlo de la ambigüedad de la muerte y del pecado, hasta el punto de
conectar sensiblemente con el dramatismo que agobia a la humanidad cuando esta
no vislumbra un horizonte de sentido y de esperanza.
La teología de la carta a los Hebreos hace hincapié en
el carácter sacerdotal de Jesús, en cuanto mediador de salvación, esta no es
una consideración abstracta. Este sacerdocio toma todo lo humano, se dedica a
lo humano, se inserta en lo humano, reconoce sus frustraciones, vacíos,
dolores, dramas, absurdos, experimenta esto en profundidad y de esa cruz emerge
portando a la humanidad hacia Dios para recrearla salvándola y liberándola de
ese dominio. El sacerdocio de Jesús no es un desempeño de formalidad ritual
sino una ofrenda salvífica de la propia vida para llevar la condición humana
hacia Dios y hacia sí misma, hacia el prójimo, instaurando así el dinamismo de
la salvación.
El modo sacerdotal del judaísmo era el de unos hombres
constituídos en poder religioso, dotados de competencias especiales para mediar
entre los seres humanos y Dios y, en consecuencia, superiores sobre el común de los mortales, no
era una condición en la que se ofrecía la vida del mediador sino en la que se
ostentaba esa “jurisdicción religiosa” como criterio de mayor categoría.
También hoy , en el mundo de los sacerdotes católicos y en el de los pastores
de las iglesias evangélicas y protestantes, permanece un preocupante rezago de
esa supremacía, el sacerdocio entendido como una casta que tiene la concesión
exclusiva de administrar a Dios. Eso debe revisarse en su raíz para dar el paso
cualitativo a un sacerdocio de ministerio, de servicio que es lo que significa
esta bella palabra.
Si leemos con
atención la carta a los Hebreos, si la estudiamos con actitud de discernimiento
, nos vamos a encontrar con una referencia al sacerdocio de Jesús sustancial y cualitativamente distinta, es la mediación
que da toda la vida sin reservarse nada para comunicar a todos la vitalidad de
Dios, la lógica de lo sacerdotal no es la del poder religioso sino la de la
donación de la vida por amor a toda la humanidad, como en el bienaventurado
caso de los nuevos santos, Pablo VI y San Romero de América.
Jesús comprende todas nuestras debilidades y las
resignifica pascualmente, esto transforma el sentimiento trágico de la vida en
una convicción de esperanza: “Vayamos, entonces, confiadamente al trono
de la gracia, a fin de obtener misericordia y alcanzar la gracia de un auxilio
oportuno”[3].
De qué manera Jesús logra esto? El texto de Marcos,
evangelio de este domingo, es altamente esclarecedor. El establece con claridad
su diferencia con el espíritu del mundo , lo hace ante sus discípulos imbuídos
de deseos de poder, de posicionamiento, de fama: “Santiago y Juan, los hijos de
Zebedeo, se acercaron a Jesús y le dijeron: Maestro, queremos que nos concedas
lo que te vamos a pedir. El les respondió: qué quieren que haga por ustedes?
Ellos le dijeron: Concédenos sentarnos uno a tu derecha y el otro a tu
izquierda, cuando estés en tu gloria”[4].
Pretenciosos jóvenes!
No se trata de “creer” doctrinas sino de centrar la
propia vida sobre la base del amor-servicio, no se trata de valerse de los
demás como trampolín para lograr los propios y mezquinos intereses, Jesús rompe
esa mentalidad con su afirmación: “Al contrario, el que quiera ser grande, que
se haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero, que se haga
servidor de todos. Porque el mismo Hijo del hombre no vino para ser servido,
sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud”[5].
Definitivamente Jesús y sus discípulos no están en la
misma longitud de onda. Estos se manifiestan ambiciosos, llenos de afectos
desordenados, buscadores del poder sin pudor alguno. Cuando Santiago y Juan
piden a Jesús ser puestos a su lado, los demás se indignan: “Los
otros diez, que habían oído a Santiago y a Juan, se indignaron contra ellos”[6], señal
inequívoca de su mezquina sensibilidad, su inconformidad no era profética,
deseaban los mismos puestos, la suya es una actitud de envidia, pero eran
cobardes y no tenían el valor de manifestarla, buscaban a Dios para su
provecho.
Es impresionante el resumen que hace Jesús de la
manera de utilizar el poder en el mundo: “Ustedes saben que aquellos a quienes se
considera gobernantes dominan a las naciones como si fueran sus dueños, y los
poderosos les hacen sentir su autoridad. Entre ustedes no debe ser así”[7].
Una vez más nos encontramos de frente con la ruptura radical que se deriva del Evangelio
, camino para un estilo de vida más y más humano, más y más divino: servir es
la determinación central de este proyecto, darse a la humanidad para hacerla
más libre en el amor del Padre, no guardar nada para sí, no aspirar a ser
importante según las categorías del vano honor del mundo, entregar toda la vida
por amor, en esto reside la sacerdotalidad de Jesús, y la condición sacerdotal
de la Iglesia, de cada comunidad de creyentes, de cada cristiano en particular,
siguiendo la definición del Concilio Vaticano II: “Los bautizados, en efecto, por el
nuevo nacimiento y por la unción del Espíritu Santo, quedan consagrados como
casa espiritual y sacerdocio santo para que ofrezcan, a través de las obras
propias del cristiano, sacrificios espirituales y anuncien las maravillas del
que los llamó a su luz admirable. Por tanto, todos los discípulos de Cristo, en
oración continua y alabanza a Dios, han de ofrecerse a sí mismos como
sacrificio vivo, santo y agradable a Dios”[8]
Al comprender lo que Dios era en él, al percibirlo
como don total, Jesús hizo el más profundo descubrimiento de su vida y nos lo
ofreció como legado definitivo. Entendió que la grandeza del ser humano
consiste en la posibilidad de darse como Dios se da, ese es el fin supremo de
la humanidad, entregarse totalmente, definitivamente. Cuando descubre que la
base de su ser es el mismo Dios, descubre la necesidad de superar el apego al
falso yo. El ego desordenado es una creación narcisista, que compulsivamente
busca su afirmación desmedida. Cuando nos liberamos de ese ego dominante nos
empezamos a identificar con el Ser absoluto, con Dios.
Mientras esto no suceda seguiremos en el mismo plano
de los dos hermanos, los hijos del Zebedeo, estaremos como los discípulos:
desbocados por el poder y por las riquezas. Para Jesús la máxima gloria es
vivir y desvivirse en beneficio del prójimo: “El que quiera ser el primero que
se haga servidor de todos”[9].
Con esta invitación Jesús no va tras una recompensa,
esta es para él el gozo del amor radical, “hasta la muerte y muerte de cruz”,
para que muchos encuentren su plenitud en Dios y en el prójimo, como lo vivió
martirialmente San Romero de América en la ofrenda plena de su vida de pastor
para la vida de sus hermanos salvadoreños, sus pobres del alma, humillados por
el poder injusto y violento de sus gobernantes.
“Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño”,
frase de nuestro santo que expresa el hondo convencimiento que tenía sobre las
consecuencias de su misión en el
contexto tan difícil que vivió y en el que no vaciló en ser, como Jesús,
todo para todos, don de Dios para la vida de su pueblo.
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