“Pero
desde el principio de la creación Dios los hizo varón y mujer. Por eso, el
hombre dejará a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos no
serán sino una sola carne”
(Marcos 10: 2-16)
Lecturas:
1.
Génesis 2: 18-24
2.
Salmo 127
3.
Hebreos 2: 9-11
4.
Marcos 10: 12-16
Todo en la revelación de Dios a la humanidad, todo en
la misión de Jesús, está orientado a reivindicar al ser humano, a levantarlo, a
configurarlo en una creciente y constante dignidad. De Dios no procede nada
aplastante ni humillante. Esta revelación no es el surgimiento de una divinidad
lejana de la realidad, enaltecida en una corte imperial, que reclama sumisiones
degradantes. Es claro y contundente el hecho de un Dios que se implica
histórica, existencial, encarnatoriamente, en la humanidad y en su historia,
para integrarlas en su plan de plenitud.
Las lecturas de este domingo – en coherencia con esta
afirmación inicial – toman esta bandera para afirmar tal dignidad en la
perspectiva del amor y de la complementariedad del varón y de la mujer: “Después
dijo el Señor Dios: no conviene que el hombre esté solo. Voy a hacerle una
ayuda adecuada. Y el Señor Dios modeló con arcilla del suelo a todos los
animales del campo y a todos los pájaros del cielo, y los presentó al hombre
para ver qué nombre les pondría. Porque cada ser viviente debía tener el nombre
que le pusiera el hombre” [1].
Con el ejercicio de “nombrar” a las creaturas vivientes Dios asocia al ser
humano a la tarea de la creación, de dar un sentido a la vida que se origina en
El, de constituírlo señor de la realidad creada. Es un acto de la más profunda
dignidad.
Y consuma ese acto de creación y nombramiento creando
a la mujer: “El Señor Dios hizo caer sobre el hombre un profundo sueño, y cuando
este se durmió, tomó una de sus costillas y cerró con carne el lugar vacío.
Luego, con la costilla que había sacado del hombre, el Señor Dios formó una
mujer y se la presentó al hombre. El hombre exclamó: Esta sí que es hueso de
mis huesos y carne de mi carne. Se llamará Mujer porque ha sido sacada del
hombre”[2] La importancia de este
detalle consiste en establecer que la mujer ha sido hecha de la misma carne que
el varón, de la misma dignidad.
La palabra hebrea para designar Mujer es la forma
femenina de varón (varona), hecho que confirma la identidad y el valor humanos
de ambos. Desafortunadamente, en la antigüedad y en muchos tiempos de la
historia, la inferioridad femenina era aceptada. El relato bíblico, en cambio,
muestra que tal hecho no corresponde a la intención original del Creador, sino
que es una imperfección introducida por el pecado y por el egoísmo. El varón y
la mujer participan de un mismo destino, de un mismo valor, de una misma
condición y explican la íntima relación que los une, fundada en el amor, en la
complementariedad, en el atractivo mutuos.
Adán acoge con un clamor eufórico a la compañera que
corona el resto de creaturas a las que ha pasado revista y dado nombre: “Esta
sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!”[3]. Ese grito es
la expresión saludable de la tendencia a unirse en una sola carne los seres que
son semejantes, hechos para amarse, para crecer, para ser felices, para
emprender juntos el maravilloso proyecto del amor en pareja. Tiene la
connotación de salir del hogar de origen para formar uno nuevo, un novedoso
escenario de felicidad y de ayuda recíproca: “Por eso el hombre deja a su
padre y a su madre y se une a su mujer, y los dos llegan a ser una sola carne” [4].
Se impone la libre renuncia a amores laterales para vivir plenamente el don de
ser el uno para el otro y de significar con esa entrega la plenitud relacional
del varón y de la mujer.
En esa diversidad de lo femenino y de lo masculino se
manifiesta la riqueza de la condición humana, siempre llamada al vínculo, a la
comunión, al encuentro del amor, tarea que se conquista desde el ejercicio de
una libertad responsable y comprometida con la felicidad de quienes optan por
ese camino de realización. El matrimonio es el ámbito propio de este vínculo,
aunque ahora, desde la sensibilidad propia de esa libertad, no se habla de una
sola forma de relación varón-mujer, los avances de las ciencias sociales y
humanas, las búsquedas de sentido también permiten abrirse a otras
posibilidades. Esto es materia de grandes debates, de movimientos libertarios y
de reivindicaciones.
En esta relación matrimonial se despliegan los
dinamismos más potentes de los seres humanos, que son-somos sexuados por
nuestra misma naturaleza. Bien entendido que la sexualidad es mucho más que
unos atributos biológicos externos, es una condición de identidad, una manera
de ser, una sensibilidad femenina o masculina, una visión de la vida y de la
comunión humana.
Así las cosas, la capacidad de varón y de mujer reside
en la posibilidad de darse al otro y de ayudarle a ser él-ella , sintiendo que
en ese darse se realiza la plenitud de ambos. Este es un camino de humanización
ilimitado. El ejercicio de la sexualidad persigue el bien del otro, no es una
relación de usar al otro para satisfacer el gusto y el interés personales,
hacerlo así degrada la dignidad femenino-masculina y convierte a la pareja en
un desencuentro utilitario. Si una relación de pareja no está fundamentada en
el genuino amor no tiene nada de humana. Por eso se imponen una exquisita
humanidad, una exquisita espiritualidad, que desarme las tendencias
destructivas del ego absolutizado, hedonista, cosificante, para dar el paso al
ejercicio de la alteridad enamorada, el misterio apasionante de la comunión
amorosa y plena de dignidad en el uno y en el otro.
Sabemos bien acerca de los múltiples factores de
crisis en las relaciones conyugales: la mentalidad sociocultural que no
favorece la permanencia feliz en los compromisos de totalidad, el machismo que
promueve varones “triunfadores” coleccionando mujeres para exhibirlas como
trofeos de su virilidad, la inmadurez emocional y la baja en calorías
espirituales, el prescindir del sentido de la trascendencia, la
hipererotización de la sexualidad dejando al descubierto una vulgar
instintividad desbordante de egoísmo, la
mujer que se cree el cuento de que su belleza es un icono de atractivo físico y
se convierte en muñeca de exposición, los elementos de carencia de
oportunidades de crecimiento en lo económico, en lo laboral. Nada de esto puede
eludirse a la hora de estudiar la relación varón-mujer para explorar seriamente
alternativas de felicidad y sentido en la perspectiva de la felicidad conyugal.
En octubre de 2014 se reunió en Roma el Sínodo de la
Familia, convocado por el Papa Francisco, bajo el lema “Los desafíos pastorales
de la familia en el contexto de la familia”. De ese contexto resulta el
conocido documento llamado “Amoris Laetitia: sobre el amor en la familia”,
publicado el 19 de marzo de 2016, que es ahora la carta de navegación de
matrimonio y familia en la Iglesia Católica. La familia es el ámbito original
del ser humano, esto es clave en el desarrollo de cada persona, en su
referencia constructiva a la sociedad y,
en el caso cristiano, en su responsabilidad eclesial.
El evangelio de hoy – tomado de Marcos – también
transita por este mismo camino. Los fariseos, siguiendo su estilo habitual,
ponen a prueba a Jesús, malintencionadamente: “Es lícito al hombre divorciarse
de su mujer? El les respondió: qué es lo que Moisés les ha ordenado? Ellos
dijeron: Moisés permitió redactar una declaración de divorcio y separarse de
ella. Entonces Jesús les respondió: Si Moisés les dio esta prescripción fue
debido a la dureza del corazón de ustedes. Pero desde el principio de la
creación, Dios los hizo varón y mujer. Por eso, el hombre dejará a su padre y a
su madre, y se unirá a su mujer, y los dos no serán sino una sola carne. De
manera que ya no son dos, sino una sola carne. Que el hombre no separe lo que
Dios ha unido”[5]
La respuesta de Jesús es significativa cuando caemos
en cuenta de que, tanto en el judaísmo como en el mundo grecorromano, el
repudio de la mujer era algo corriente, incluso regulado por la ley. Si Jesús
les respondía que no era lícito, lo iban a acusar de estar contra la ley. Por
eso les devuelve la pregunta y les dice que la ley de Moisés es provisional,
porque ahora se ha inaugurado un nuevo orden de vida en el que la dignidad del
ser humano es fundamental, espacio en el que el varón y la mujer hacen parte
sustancial de la armonía y el equilibrio de la creación. Todo conduce
resueltamente a una afirmación profética de la dignidad de este vínculo, y de
los seres humanos que se encuentran y se aman. Jesús protege al ser humano de
sus propios caprichos egoístas.
Con su respuesta , Jesús desautoriza a los maestros de
la ley, que pensaban que la mujer podía ser rechazada por cualquier pretexto
surgido del pecado de los varones, nunca de ella. Junto con eso, relativiza las
pretensiones de absolutez de la ley mosaica. Al defender a la mujer, Jesús se
pone de parte de los “sin derechos”, tira por tierra la soberbia de los
fariseos que despreciaban a la mujer y no veían en ella más que una utilidad
doméstica y una realidad de sexo físico para engendrar hijos.
Cuando los discípulos, que tampoco terminaban de
captar los alcances de las afirmaciones de Jesús, le preguntaron sobre lo que
acababa de pasar, su respuesta es contundente: “El que se divorcia de su mujer y
se casa con otra, comete adulterio contra aquella; y si una mujer se divorcia
de su marido y se casa con otro, también comete adulterio”[6].
Esto es bien costoso de entender, incluso en la sociedad actual, con mayor
razón. Una vez más debemos decir que Jesús, en su enseñanza, está protegiendo
la dignidad humana, la del varón y de la mujer, para prevenirlos de no tomar en
serio el vínculo conyugal.
Justamente uno de los puntos clave que aborda el Papa
Francisco en la exhortación “Amoris Laetitia” es el de las parejas que han
fracasado en su relación matrimonial y desean emprender un nuevo vínculo, como
expresión de su derecho a la felicidad. Es una realidad social y eclesial que
hay que afrontar con criterios muy delicados de misericordia y de comprensión
de la fragilidad humana, con apertura clara a esta vocación de plenitud que
anida en cada varón y en cada mujer.
Consideremos con atención este texto de la referida
exhortación: “Los divorciados en nueva unión, por ejemplo, pueden encontrarse en
situaciones muy diferentes, que no han de ser catalogadas o encerradas en
afirmaciones demasiado rígidas sin dejar lugar a un adecuado discernimiento
personal y pastoral. Existe el caso de una segunda unión consolidada en el
tiempo, con nuevos hijos, con probada fidelidad, entrega generosa, compromiso
cristiano, conocimiento de la irregularidad de su situación y gran dificultad
para volver atrás sin sentir en conciencia que se cae en nuevas culpas. La
Iglesia reconoce situaciones en que cuando el hombre y la mujer, por motivos
serios - como, por ejemplo, la educación
de los hijos – no pueden cumplir la obligación de la separación. También está
el caso de los que han hecho grandes esfuerzos para salvar el primer matrimonio
y sufrieron un abandono injusto, o el de los que han contraído una segunda
unión en vista a la educación de los hijos, y a veces están subjetivamente
seguros en conciencia de que el
precedente matrimonio, irreparablemente destruido, no había sido nunca válido.
Pero otra cosa es una nueva unión que viene de un reciente divorcio, con todas
las consecuencias de sufrimiento y de confusión que afectan a los hijos y a
familias enteras, o la situación de alguien que ha fallado reiteradamente a sus
compromisos familiares. Debe quedar claro que este no es el ideal que el
Evangelio propone para el matrimonio y para la familia. Los Padres sinodales
han expresado que el discernimiento de los pastores siempre debe hacerse
distinguiendo adecuadamente, con una mirada que discierna bien las situaciones.
Sabemos que no existen recetas sencillas”[7]
La extensa cita
es una invitación al discernimiento, al ejercicio responsable de la
misericordia, de la lucidez evangélica, de adoptar como propios los criterios
del Señor Jesús. El camino cristiano es por esencia incluyente, no de
permisividad facilista, tampoco de intransigencia legalista. La relación del
varón y de la mujer, que se consagra en el matrimonio, es merecedora siempre de
la más cualificada atención pastoral. Matrimonios serios y felicidad en
saludable binomio siempre.
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