“En esto todos reconocerán que ustedes son mis
discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros”
(Juan 13: 35)
Lecturas:
1.
Hechos 14: 19-28
2.
Salmo 144
3.
Apocalipsis 21: 1-5
4.
Juan 13: 31-35
La gran tentación que tenemos los seres humanos con la
realidad esencial del amor es que este se nos pueda volver un lugar común, una retórica de circunstancias,
un lenguaje bonito que hablamos sin
mayores implicaciones de compromiso y responsabilidad real con otros seres humanos concretos, principalmente
– siempre lo decimos, recordemos que es
un leitmotiv
evangélico – con aquellos a quienes se niega la eficacia del amor.
El evangelio de este domingo tiene como planteamiento
central este asunto, definitivo para quienes tomen en serio su humanidad y -
junto con ello y dentro de ello -
el seguimiento de Jesús. Son palabras que así, dichas con la llaneza con la que lo propone el texto, parecen algo muy leve,
pero no es así.
Lo que aquí se
presenta es una exigencia de primer orden para configurar la existencia del ser humano en el máximo grado posible de
autenticidad. Por eso haremos el esfuerzo de presentarlo en toda su
radicalidad: “Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo
los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros. En esto todos
reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a
los otros”[1].
Estas palabras son sacadas de un discurso de Jesús en
el cuarto evangelio, exactamente después del gesto simbólico del lavatorio de
los pies. Recordemos que esta acción de Jesús tiene el valor de paradigma
central en su propuesta. Aquí, la diferencia entre el maestro y los discípulos
no queda abolida, es puesta de manifiesto de forma evidente. Sólo reconociendo
que el discípulo no es mayor que su señor, ni el enviado más grande que quien
lo envía, es posible apreciar la inversión de valores propuesta por Jesús. El es
el maestro que ahora asume frente a sus discípulos el papel de siervo, y lo
constituye como actitud fundante de la existencia cristiana: “Si
yo, que soy el Señor y Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben
lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo
que yo hice con ustedes”[2].
El ministerio de la Iglesia es el
servicio amoroso, nunca el encumbramiento de vanagloria y de poder. El
lavatorio de los pies es un texto programático para esta misión.
Este elemento es esencial en la cristología del
evangelio de Juan. Cuando la comunidad que da origen a este texto está diciendo esto es porque ya lo ha vivido a fondo y porque
reconoce en ese rasgo una característica inherente a la identidad de Jesús y al
proyecto de vida de quienes desean hacerse sus discípulos. Solo el que hace
suya la vida de Dios – como Jesús – será capaz de desplegarla en sus relaciones
con los demás. La manifestación de esa vitalidad es el amor efectivo a todos
los seres humanos. Si esto no se da en la Iglesia, en la multitud de
denominaciones cristianas, no hay seguimiento de Jesús ni discipulado ni legítima
confesión de fe.
Durante siglos hemos insistido demasiado en cuestiones
accidentales, en cumplimiento de normas, principalmente prohibiciones, en
rituales y en doctrinas, sin preocuparnos de enmarcar estas realidades en el
contexto original del amor de Dios mediado en Jesús y comunicado a todos para
que lo convirtamos en el centro de nuestros proyectos de vida. No quiere decir
que las normas , la liturgia, el cuerpo doctrinal, deban pasar a segundo plano
y desestimarse, pero sí impone una clarificación de las mismas en la dinámica
del amor que da la vida definitiva del Padre, si ellas tienen como cimiento el
amor adquieren todo su sentido, si no, están fuera del proyecto de Dios. Es
rasgo distintivo de los cristianos, lo dice claramente Jesús en el texto
evangélico que nos ocupa este domingo: “En esto todos reconocerán que ustedes son
mis discípulos, en el amor que se tengan los unos a los otros”[3].
Sólo el amor es digno de fe[4]
El amor que pide Jesús tiene que manifestarse en todos
los aspectos de la existencia. La nueva comunidad no se caracterizará por su
fortaleza institucional, su distintivo será el amor manifestado y vivido. Jesús no
funda un club de perfectos cuyos miembros deban ajustarse a unos estatutos,
sino una comunidad que experimenta a Dios como Padre. Así, cada discípulo se
configura con él, haciéndose hijo y hermano, como él.
“Ahora el Hijo del hombre ha sido glorificado y Dios ha sido glorificado
en él. Si Dios ha sido glorificado en él, también lo glorificará en sí mismo, y
lo hará muy pronto”[5]
A qué gloria alude? Dónde está esa
gloria? Esta se da donde sucede el amor sin reservas, como
en el caso de Jesús, que hace de toda su vida una donación de sí mismo, en
nombre del Padre y de cada ser humano, y se propone como modelo del nuevo ser
varón-mujer que surge en el reino de
Dios y su justicia. Original de Juan es que esa gloria no se manifiesta en
actos espectaculares de poder sino en la conducta de dar la vida para que todos
lo tengan en abundancia.
La credibilidad del cristianismo está mediada en
aquellos hombres y mujeres que hacen de su vida una ofrenda constante y
creciente de sí mismos para participar a muchos la vitalidad teologal, que es
dignidad, libertad, sentido de vida, trascendencia. Queda entonces claro que no
se trata de una majestad exaltada por razones de poder , es el Dios crucificado[6]
para quien morir por amor a los demás es su mayor gloria, porque es la mayor
manifestación posible de amor. La gloria de Jesús no es algo posterior a su
muerte, es esa misma muerte por amor. En consecuencia, dar gloria a Dios es
vivir en esa misma perspectiva de amorosa donación.
Cuando el Papa Francisco, con sus conocidas
expresiones de “Iglesia en salida”, “pastores con olor a oveja”, “Iglesia que
debe renunciar a ser autorreferencial”, nos pone dede frente a este mandato
determinante de Jesús, y nos recuerda con exigencia que es un imperativo de la vida según el
Evangelio.
Todo su
lenguaje de no a la economía de la exclusión y a la idolatría del dinero, su
fuerte y profético llamado de atención sobre el modelo socioeconómico que
“descarta” millones de seres humanos”, es directamente proporcional a este
mandamiento nuevo del amor: “La Iglesia en salida es la comunidad de
discípulos misioneros que primerean, que se involucran, que acompañan, que
fructifican y festejan. “Primerear”, sepan disculpar este neologismo. La
comunidad evangelizadora experimenta que el Señor tomó la iniciativa, la ha
primereado en el amor y, por eso, ella sabe adelantarse, tomar la iniciativa
sin miedo, salir al encuentro, buscar a los lejanos y llegar a los cruces de
los caminos para invitar a los excluídos. Vive un deseo inagotable de brindar
misericordia, fruto de haber experimentado la infinita misericordia del Padre y
su fuerza difusiva. Atrevámonos un poco más a primerear! Como consecuencia, la
Iglesia sabe involucrarse. Jesús lavó los pies a sus discípulos. El Señor se
involucra e involucra a los suyos, poniéndose de rodillas ante los demás para
lavarlos…..”[7]
El destacado entusiasmo apostólico de Pablo y Bernabé
sólo puede tener explicación en este dinamismo del amor: hacer frente a la que
eran sometidos por las autoridades judías y romanas, fundar nuevas comunidades
de creyentes, cuidarlas y conservarlas, pasar las fronteras del exclusivismo
judío y hacer de la Buena Noticia de Jesús una realidad universal, ecuménica,
dirigida a todos los seres humanos, servir con delicadeza a cada persona,
dedicarse con preferencia a los enfermos y empobrecidos, son elocuentes
evidencias de su deseo de dar la vida para significar que con Jesús ha llegado
un nuevo orden de vida – siempre liberador y salvador – para toda la humanidad: “Al
día siguiente, partió con Bernabé rumbo a Derbe. Después de haber evangelizado
esta ciudad y haber hecho numerosos discípulos, volvieron a Listra, a Iconio y
a Antioquía de Pisidia. Confortaron a sus discípulos y los exhortaron a
perseverar en la fe, recordándoles que es necesario pasar muchas tribulaciones
para entrar en el Reino de Dios”[8].
Tal conducta apostólica es modélica para
las comunidades cristianas de todos los tiempos de la historia.
La donación del amor
no se puede reducir a “los mismos con los mismos”, constituyendo, como se suele decir con ironía, “una sociedad de elogios mutuos”, pecado en el
que a menudo incurrimos constiuyendo grupos cristianos de autocontemplación,
con cierto complejo de superioridad moral y religiosa, señalando con actitud
condenatoria a quienes no creen y viven como ellos. No se trata de amar
solamente a quienes nos resultan simpáticos porque participan de nuestras
convicciones. El amor cristiano es desbordante, no sabe de límites, se orienta
a los seres humanos de todas las condiciones, creencias, identidades,
contextos, culturas.
El texto de Apocalipsis – segunda lectura – alienta
nuestra esperanza con su magnífica visión: “Después ví un cielo nuevo y una tierra
nueva, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar ya
no existe más…..Esta es la morada de Dios entre los hombres: El habitará con
ellos, y ellos serán su pueblo; Dios mismo estará con ellos y será su Dios. El
secará todas sus lágrimas y no habrá más muerte, ni pena, ni queja, ni dolor,
porque todo lo de antes pasó”[9].
Es la gran meta de nuestros esfuerzos por transformar
las realidades de muerte y desamor que nos rodean, redimiendo al mundo con la
fuerza pascual del Resucitado. Todo el trabajo por la justicia, por la
promoción de la dignidad humana, por el perdón y la reconciliación, tiene
raigambre pascual y amorosa. El Evangelio es creíble cuando nosotros, los
cristianos, nos dejamos de retóricas piadosas , de moralismos y de elitismo
religiosos, para insertarnos en las realidades dramáticas del ser humano,
haciendo lo posible para levantarlos de sus penurias, aprendiendo nosotros
también de ellos, de sus maneras de dar vida y de resucitar. Es el mundo nuevo
que surge desde Jesús.
En esta hora dolorosa, causada por el escándalo de
sacerdotes y religiosos que abusan de niños y adolescentes, y defraudan con
máxima gravedad a familias que han confiado en ellos, y por obispos y
superiores que, con falso sentido de protección de la imagen eclesial,
silencian estos casos, ofendiendo más a las víctimas, debemos volver al origen
de nuestra fe, con la esperanza de una purificación radical.
Amando a las
víctimas, reivindicándolas en su dignidad, asumiendo posturas de altísima
exigencia ante los pederastas, dejando
de lado el silencio ominoso, llevando
vidas transparentes, experimentando a fondo el amor de Dios y del prójimo,
insertándonos amorosamente en la realidad del ser humano, recuperaremos el
camino de la credibilidad. Porque lo nuestro es el ser humano, en nombre de
Dios, como Jesús, con el profetismo propio de los cielos nuevos y de la tierra
nueva.
[6] MOLTMANN,
Jürgen. El Dios crucificado: la cruz de Cristo como base y crítica de la
teología cristiana. Ediciones Sígueme, Salamanca 2010. SOBRINO,Jon. El
principio misericordia: bajar de la cruz a los pueblos crucificados. UCA
Editores. San Salvador, 2012.
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