domingo, 19 de mayo de 2019

COMUNITAS MATUTINA 19 DE MAYO 2019 V DOMINGO DE PASCUA


“En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros”
(Juan 13: 35)

Lecturas:
1.   Hechos 14: 19-28
2.   Salmo 144
3.   Apocalipsis 21: 1-5
4.   Juan 13: 31-35

La gran tentación que tenemos los seres humanos con la realidad  esencial del amor es que este  se nos pueda volver  un lugar común, una retórica de circunstancias, un lenguaje bonito que  hablamos sin mayores implicaciones de compromiso y responsabilidad real con  otros seres humanos concretos, principalmente – siempre lo decimos, recordemos que  es un leitmotiv evangélico – con aquellos a quienes se  niega la eficacia del amor.
El evangelio de este domingo tiene como planteamiento central este asunto, definitivo para quienes tomen en serio su humanidad y  -  junto con ello y dentro de ello -  el seguimiento de Jesús. Son palabras que así,  dichas  con la llaneza con la  que lo propone el texto, parecen algo muy leve, pero no es así.
 Lo que aquí se presenta es una exigencia de primer orden para configurar la existencia  del ser humano en el máximo grado posible de autenticidad. Por eso   haremos el esfuerzo de presentarlo en toda su radicalidad: “Les doy un mandamiento nuevo: ámense los unos a los otros. Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros. En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos: en el amor que se tengan los unos a los otros[1].
Estas palabras son sacadas de un discurso de Jesús en el cuarto evangelio, exactamente después del gesto simbólico del lavatorio de los pies. Recordemos que esta acción de Jesús tiene el valor de paradigma central en su propuesta. Aquí, la diferencia entre el maestro y los discípulos no queda abolida, es puesta de manifiesto de forma evidente. Sólo reconociendo que el discípulo no es mayor que su señor, ni el enviado más grande que quien lo envía, es posible apreciar la inversión de valores propuesta por Jesús. El es el maestro que ahora asume frente a sus discípulos el papel de siervo, y lo constituye como actitud fundante de la existencia cristiana: “Si yo, que soy el Señor y Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado el ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes[2]. El ministerio de la Iglesia es el  servicio amoroso, nunca el encumbramiento de vanagloria y de poder. El lavatorio de los pies es un texto programático para esta misión.
Este elemento es esencial en la cristología del evangelio de Juan.  Cuando la  comunidad que da origen a este texto  está diciendo esto  es porque ya lo ha vivido a fondo y porque reconoce en ese rasgo una característica inherente a la identidad de Jesús y al proyecto de vida de quienes desean hacerse sus discípulos. Solo el que hace suya la vida de Dios – como Jesús – será capaz de desplegarla en sus relaciones con los demás. La manifestación de esa vitalidad es el amor efectivo a todos los seres humanos. Si esto no se da en la Iglesia, en la multitud de denominaciones cristianas, no hay seguimiento de Jesús ni discipulado ni legítima confesión de fe.
Durante siglos hemos insistido demasiado en cuestiones accidentales, en cumplimiento de normas, principalmente prohibiciones, en rituales y en doctrinas, sin preocuparnos de enmarcar estas realidades en el contexto original del amor de Dios mediado en Jesús y comunicado a todos para que lo convirtamos en el centro de nuestros proyectos de vida. No quiere decir que las normas , la liturgia, el cuerpo doctrinal, deban pasar a segundo plano y desestimarse, pero sí impone una clarificación de las mismas en la dinámica del amor que da la vida definitiva del Padre, si ellas tienen como cimiento el amor adquieren todo su sentido, si no, están fuera del proyecto de Dios. Es rasgo distintivo de los cristianos, lo dice claramente Jesús en el texto evangélico que nos ocupa este domingo: “En esto todos reconocerán que ustedes son mis discípulos, en el amor que se tengan los unos a los otros[3]. Sólo el amor es digno de fe[4]
El amor que pide Jesús tiene que manifestarse en todos los aspectos de la existencia. La nueva comunidad no se caracterizará por su fortaleza institucional, su distintivo  será el amor manifestado y vivido. Jesús no funda un club de perfectos cuyos miembros deban ajustarse a unos estatutos, sino una comunidad que experimenta a Dios como Padre. Así, cada discípulo se configura con él, haciéndose hijo y hermano, como él.
“Ahora el Hijo del hombre ha sido glorificado y Dios ha sido glorificado en él. Si Dios ha sido glorificado en él, también lo glorificará en sí mismo, y lo hará muy pronto[5] A qué gloria alude? Dónde está  esa gloria? Esta   se da donde sucede el amor sin reservas, como en el caso de Jesús, que hace de toda su vida una donación de sí mismo, en nombre del Padre y de cada ser humano, y se propone como modelo del nuevo ser varón-mujer  que surge en el reino de Dios y su justicia. Original de Juan es que esa gloria no se manifiesta en actos espectaculares de poder sino en la conducta de dar la vida para que todos lo tengan en abundancia.
La credibilidad del cristianismo está mediada en aquellos hombres y mujeres que hacen de su vida una ofrenda constante y creciente de sí mismos para participar a muchos la vitalidad teologal, que es dignidad, libertad, sentido de vida, trascendencia. Queda entonces claro que no se trata de una majestad exaltada por razones de poder , es el Dios crucificado[6] para quien morir por amor a los demás es su mayor gloria, porque es la mayor manifestación posible de amor. La gloria de Jesús no es algo posterior a su muerte, es esa misma muerte por amor. En consecuencia, dar gloria a Dios es vivir en esa misma perspectiva de amorosa donación.
Cuando el Papa Francisco, con sus conocidas expresiones de “Iglesia en salida”, “pastores con olor a oveja”, “Iglesia que debe renunciar a ser autorreferencial”, nos pone dede frente a este mandato determinante de Jesús, y nos recuerda con exigencia  que es un imperativo de la vida según el Evangelio.
 Todo su lenguaje de no a la economía de la exclusión y a la idolatría del dinero, su fuerte y profético llamado de atención sobre el modelo socioeconómico que “descarta” millones de seres humanos”, es directamente proporcional a este mandamiento nuevo del amor: “La Iglesia en salida es la comunidad de discípulos misioneros que primerean, que se involucran, que acompañan, que fructifican y festejan. “Primerear”, sepan disculpar este neologismo. La comunidad evangelizadora experimenta que el Señor tomó la iniciativa, la ha primereado en el amor y, por eso, ella sabe adelantarse, tomar la iniciativa sin miedo, salir al encuentro, buscar a los lejanos y llegar a los cruces de los caminos para invitar a los excluídos. Vive un deseo inagotable de brindar misericordia, fruto de haber experimentado la infinita misericordia del Padre y su fuerza difusiva. Atrevámonos un poco más a primerear! Como consecuencia, la Iglesia sabe involucrarse. Jesús lavó los pies a sus discípulos. El Señor se involucra e involucra a los suyos, poniéndose de rodillas ante los demás para lavarlos…..”[7]
El destacado entusiasmo apostólico de Pablo y Bernabé sólo puede tener explicación en este dinamismo del amor: hacer frente a la que eran sometidos por las autoridades judías y romanas, fundar nuevas comunidades de creyentes, cuidarlas y conservarlas, pasar las fronteras del exclusivismo judío y hacer de la Buena Noticia de Jesús una realidad universal, ecuménica, dirigida a todos los seres humanos, servir con delicadeza a cada persona, dedicarse con preferencia a los enfermos y empobrecidos, son elocuentes evidencias de su deseo de dar la vida para significar que con Jesús ha llegado un nuevo orden de vida – siempre liberador y salvador – para toda la humanidad: “Al día siguiente, partió con Bernabé rumbo a Derbe. Después de haber evangelizado esta ciudad y haber hecho numerosos discípulos, volvieron a Listra, a Iconio y a Antioquía de Pisidia. Confortaron a sus discípulos y los exhortaron a perseverar en la fe, recordándoles que es necesario pasar muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios[8]. Tal  conducta apostólica es modélica para las comunidades cristianas de todos los tiempos de la historia.
La donación del amor  no se puede reducir a “los mismos con los mismos”, constituyendo,  como se suele decir con ironía,  “una sociedad de elogios mutuos”, pecado en el que a menudo incurrimos constiuyendo grupos cristianos de autocontemplación, con cierto complejo de superioridad moral y religiosa, señalando con actitud condenatoria a quienes no creen y viven como ellos. No se trata de amar solamente a quienes nos resultan simpáticos porque participan de nuestras convicciones. El amor cristiano es desbordante, no sabe de límites, se orienta a los seres humanos de todas las condiciones, creencias, identidades, contextos, culturas.
El texto de Apocalipsis – segunda lectura – alienta nuestra esperanza con su magnífica visión: “Después ví un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar ya no existe más…..Esta es la morada de Dios entre los hombres: El habitará con ellos, y ellos serán su pueblo; Dios mismo estará con ellos y será su Dios. El secará todas sus lágrimas y no habrá más muerte, ni pena, ni queja, ni dolor, porque todo lo de antes pasó[9].
Es la gran meta de nuestros esfuerzos por transformar las realidades de muerte y desamor que nos rodean, redimiendo al mundo con la fuerza pascual del Resucitado. Todo el trabajo por la justicia, por la promoción de la dignidad humana, por el perdón y la reconciliación, tiene raigambre pascual y amorosa. El Evangelio es creíble cuando nosotros, los cristianos, nos dejamos de retóricas piadosas , de moralismos y de elitismo religiosos, para insertarnos en las realidades dramáticas del ser humano, haciendo lo posible para levantarlos de sus penurias, aprendiendo nosotros también de ellos, de sus maneras de dar vida y de resucitar. Es el mundo nuevo que surge desde Jesús.
En esta hora dolorosa, causada por el escándalo de sacerdotes y religiosos que abusan de niños y adolescentes, y defraudan con máxima gravedad a familias que han confiado en ellos, y por obispos y superiores que, con falso sentido de protección de la imagen eclesial, silencian estos casos, ofendiendo más a las víctimas, debemos volver al origen de nuestra fe, con la esperanza de una purificación radical.
 Amando a las víctimas, reivindicándolas en su dignidad, asumiendo posturas de altísima exigencia ante los  pederastas, dejando de lado el silencio ominoso,  llevando vidas transparentes, experimentando a fondo el amor de Dios y del prójimo, insertándonos amorosamente en la realidad del ser humano, recuperaremos el camino de la credibilidad. Porque lo nuestro es el ser humano, en nombre de Dios, como Jesús, con el profetismo propio de los cielos nuevos y de la tierra nueva.



[1] Juan 13: 34-35
[2] Juan 13: 14-15
[3] Juan 13: 35
[4] Von BALTHASAR, Hans Urs. Sólo el amor es digno de fe. Ediciones Sígueme, Salamanca 1995.
[5] Juan 13: 31-32
[6] MOLTMANN, Jürgen. El Dios crucificado: la cruz de Cristo como base y crítica de la teología cristiana. Ediciones Sígueme, Salamanca 2010. SOBRINO,Jon. El principio misericordia: bajar de la cruz a los pueblos crucificados. UCA Editores. San Salvador, 2012.
[7] Papa FRANCISCO. Exhortación Apostólica La Alegría del Evangelio (Evangelii Gaudium), número 24.
[8] Hechos 14: 21-22
[9] Apocalipsis 21: 1 y 3-4

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