“Ellos abandonaron el Sanedrín contentos por haber
sido considerado dignos de sufrir ultrajes por el Nombre. Ni un solo día
dejaban de enseñar en el Templo y por las casas, y de anunciar la Buena Nueva
de que Jesús es el Cristo”
(Hechos 5: 41-42)
Lecturas:
1.
Hechos 5: 27-42
2.
Salmo 29
3.
Apocalipsis 5: 11-14
4.
Juan 21: 1-19
Es tal la magnitud de la experiencia pascual que el
lenguaje normal que utilizamos resulta insuficiente para comunicarla. No hay ni
palabras ni conceptos en los que se pueda expresar esa realidad vivida por los
discípulos, por eso acudieron al lenguaje simbólico, del que las apariciones
son la mejor evidencia. Hay que aprender a desentrañar la fuerza semántica de
estos textos, aunando al análisis lingüístico una disposición sincera, dócil al
Espíritu, de oración y de discernimiento, dejando que el Resucitado se inserte
por completo en nuestro ser y en nuestro quehacer. Desde allí podremos apreciar
la riqueza de estos relatos. Sólo así ellos entrarán a hacer parte fundamental de
nuestra vida y la remitirán a la misma Pascua que resignificó de raíz a Pedro y
a sus compañeros.
Los escritos del Nuevo Testamento – cuyo común
denominador es proclamar que el Crucificado es el Resucitado – no tienen como
objeto explicar la materialidad del acontecimiento de la resurrección, ni su
historicidad, sino invitar a vivir la
misma experiencia de transformación que
ellos vivieron. Sus núcleos originales son catequesis que presentan los hechos
de la pasión, muerte y resurrección de Jesús, con el fin de motivar a muchos a
seguir el mismo camino que ellos empezaron
a vivir: la certeza
creyente de Jesús como el Viviente, animando e inspirando decisivamente la vida de las comunidades cristianas.
Elemento central de esa postura es descubrir la fuerza arrolladora de esa
Vida, Vida de Dios en Jesús para todos los humanos, intuyendo la profundidad del cambio operado en
los discípulos, primeros beneficiarios de la realidad pascual[1].
A esto aludimos
en nuestro comentario de la semana anterior, cuando verificamos la notable fragilidad de Pedro y de sus
compañeros, sus temores e inseguridades y la precaria comprensión que tenían
del proyecto de Jesús, y cómo estos límites se disolvieron en un proceso de transformación-conversión
hasta llegar a ser personas
sustancialmente nuevas, con el coraje propio de quien está dispuesto a jugarse
la totalidad de sí mismo en aras de un ideal que totaliza su existencia.
Los Hechos de
los Apóstoles son elocuentes en narrar las muchas peripecias , los conflictos y
persecuciones, las incomprensiones, recordando que las autoridades judías y
romanas no solo pretendieron matar a Jesús, tenían ellas el claro propósito de extirparlo de la memoria
de los vivos. La crucifixión llevaba implícita la absoluta degradación del
condenado y la práctica imposibilidad de que esa persona pudiera ser
rehabilitada: “Los trajeron, pues, y los presentaron en el Sanedrín. El Sumo
Sacerdote les interrogó; les dijo: Les prohibimos severamente enseñar en ese
nombre; sin embargo, ustedes han llenado Jerusalén con su enseñanza y pretenden
hacernos culpables de la muerte de ese hombre. Pedro y los apóstoles
respondieron: hay que obedecer a Dios antes que a los hombres………Nosotros somos
testigos de estos hechos, y también el Espíritu Santo que ha dado a los que le
obedecen. Ellos, al oír esto, se consumían de rabia y trataban de matarlos”[2].
La genuina gloria del cristianismo no reside en su
prestigio social ni en su fortaleza institucional, ni en los muchos influjos
que ha podido tener en la configuración de muchas sociedades. Su gloria es la
cruz, entendida esta no como la voluntad de un Dios sádico que victimizó a su
Hijo y lo entregó a la muerte, sino como la capacidad de dar vida nueva , vida que es esencialmente
liberadora para que el ser humano encuentre su plenitud de sentido, que es lo
que queremos denominar con los términos teológicos salvación y liberación.[3]
En esto consiste la causa que el Padre Dios ha
querido, y quiere realizar en la mediación de Jesús. En esa cruz, y Jesús en
ella con todos los crucificados del mundo, está la autenticidad de la fe
cristiana, no por exaltar el sufrimiento en sí mismo sino por la capacidad de
afrontarlo para cambiar su significado consagrando en ese amor liberador la
posibilidad definitiva de sentido para la humanidad.
Esto lo viven a cabalidad los testigos originales de
la Pascua y, con ellos, todos los que en estos veinte siglos de historia
cristiana se han negado al vano honor del mundo y a los halagos del poder para
empeñar su vida en el servicio y en la solidaridad, en la afirmación de la
dignidad de los hijos de Dios y en el testimonio de que el ser humano
trasciende definitivamente hacia Dios y hacia el prójimo, como Jesús, sin
conformarse con una cómoda religiosidad ritual. El evangelio es un estilo
profético, exige audacia, fuerza innovadora, espíritu libre, donación de lo
mejor de sí mismo, amor que haga creíble a quien lo vive, configuración con el
Señor Jesucristo.
Estos testigos nos transmiten la experiencia de
aquella primitiva comunidad, cuya capacidad transformadora fue tal que ellos
mismos se empeñaron en comunicarla para que muchos seres humanos a lo largo de
los siglos pudieran vivir la misma realidad que en su momento los hizo a ellos
partícipes de la humanidad-divinidad del Resucitado: “El Dios de nuestros antepasados
resucitó a Jesús, a quien ustedes mataron colgándolo de un madero. Y Dios lo ha
exaltado con su diestra como Señor y Salvador, para conceder a Israel la
conversión y el perdón de los pecados. Nosotros somos testigos de estos hechos…..”[4]
Como centro de la Palabra de este domingo tenemos el relato del capítulo 21 de Juan, la aparición de Jesús
a orillas del lago de Tiberíades: “Después de esto, se manifestó Jesús otra
vez a los discípulos a orillas del mar de Tiberíades”[5].
La expresión “se manifestó” tiene el significado de surgir de la oscuridad, es
el amanecer, connotación del despunte del nuevo día que tiene una fuerza simbólica
de primer orden: los discípulos pasan de
la percepción sensorial de Jesús y de la oscuridad en la que viven debido al
aparente fracaso de la cruz a la
experiencia de la fe pascual, a la luminosidad que trae para ellos la presencia
del Resucitado.
Junto a esto, hay que destacar el hecho de que ellos
han vuelto a su cotidianidad de pescadores, no imaginan lo que está por
suceder, retornan a la sencillez de su rutina. Eso sí, están juntos, siguen en comunidad, a
pesar de la tristeza que los embarga: “Estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado
el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los de Zebedeo y otros dos de sus
discípulos”[6]. Sin que ellos lo
aguarden, Jesús se hace presente, gratuidad pura, iniciativa de El que los invita a lanzar las redes, porque se
sienten desanimados, no han logrado nada en toda la noche, ahora esa Presencia es eficaz, se traduce en abundancia
de vida: “Les preguntó Jesús: muchachos, no tienen nada que comer? Le
contestaron: no. El les dijo: echen la red a la derecha de la barca y
encontrarán. La echaron, pues, y no conseguían arrastrarla por la gran cantidad
de peces”[7]. En este resultado, que es vitalidad, alimento, abundancia, le
reconocen: “El discípulo a quien Jesús amaba dijo entonces a Pedro: es el Señor”[8].
Jesús es la luz que permite trabajar y dar fruto, su
acción en el mundo se ejerce por medio de los discípulos. Las palabras de Jesús
son clave para esa fecundidad, cuando siguen sus instrucciones, encuentran
pesca y le descubren a El mismo. No es una ideología, tampoco un nuevo “rollo”
religioso, es una experiencia transformadora, Jesús sucediendo pascualmente en
ellos.
Descubrimos un aspecto fundamental para la vida de la
Iglesia, para cada comunidad cristiana. Jesús no suple la responsabilidad de
los creyentes, El no interviene
mágicamente para dispensarnos del compromiso de transformar la historia, nos
tiende su mano confiando una misión haciéndonos responsables de la misma,
dotándonos del Espíritu que nos capacita para ese servicio de anunciar la Buena
Noticia. Es el binomio gracia de Dios y respuesta de la libertad humana que se
entrelazan para realizar la eficacia del Reino en la historia.
La parte final del texto es el hermoso coloquio entre
Jesús y Pedro. Este no había percibido la presencia, pero al oír al otro
discípulo se percató enseguida. El cambio de actitud de Pedro se refleja en la
expresión “se ató”: “Cuando Simón Pedro oyó que era el Señor, se ató la túnica, que era lo
único que llevaba puesto, y se tiró al agua”[9].
Es la misma que
utilizó el autor del cuarto evangelio para designar la actitud de servicio de
Jesús al atarse el delantal para lavar los pies de los discípulos en el relato
de la última cena. Pedro se arroja al agua, después de haberse ceñido el
símbolo del servicio, dispuesto a la entrega. Después de las tres negaciones,
mientras Jesús es sometido al interrogatorio, ahora Pedro empieza a vivir las
consecuencias de la Pascua, la suya es ahora una actitud de resuelto
seguimiento del camino de su Señor, con todas las implicaciones de audacia y de
entrega apostólica que esto le demanda.
La misión se personaliza en Pedro. Este discípulo
recibe de Jesús una representación de toda la Iglesia: tres veces le pregunta
si lo ama, contrapartida de las tres
negaciones, el Maestro espera de Pedro una rectificación total: “Insistió
por tercera vez: Simón, hijo de Juan , me quieres? Se entristeció Pedro de que
le preguntara por tercera vez: me quieres? Y le dijo: Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero. Le dijo
Jesús: apacienta mis ovejas”[10].
Pedro renuncia a aquel ideal de Mesías triunfalista que se había forjado y
entiende que la jugada maestra es vivir el mismo servicio salvador de Jesús,
también hasta la muerte y muerte de cruz. El pastoreo que Pedro recibe de Jesús
indica el sentido del ministerio eclesial, no una constitución de jerarquía y
de poder, sino misión de dar la vida, de
ofrecerse sin reservas a cada oveja del rebaño, de no pretender recibir honores
y homenajes, de procurar siempre que cada uno de los suyos acceda a la plena
vitalidad de Dios.
Nunca olvidemos que la Iglesia, antes que jerárquica,
es una comunidad de discípulos. Pedro es reconocido como pastor bajo la
condición de que acepte su condición fundamental de discípulo y de promotor del
discipulado.
Con el paso de los siglos el elemento institucional de
la Iglesia se ha fortalecido en exceso, con desmedro de su aspecto carismático
y profético, que no es otro que el mismo Señor Resucitado. La institucionalidad
tiene sentido si está al servicio del carisma pascual: la comunidad de todos
iguales, con diversidad de dones y de ministerios, pero idénticos en la
dignidad que el mismo Señor nos confiere, discípulos que mantenemos en vigencia
este ideal de no reducir el ser humano a una inercia biológica y social, siempre afirmando su trascendencia y la posibilidad de vida definitiva e inagotable
en Dios, principio y fundamento que nos hace libres y nos dota de
responsabilidad para ser gestores de una historia desbordante de vitalidad
pascual.
[1] BOFF,
Leonardo. Jesucristo el Liberador: ensayo de cristología crítica para nuestro
tiempo. Sal Terrae, Santander España 1994. KASPER, Walter. Jesús el Cristo.
Sígueme, Salamanca , 1994. TORRES QUEIRUGA, Andrés. Repensar la resurrección.
Trotta, Madrid 2003.
[3] GUTIERREZ
MERINO, Gustavo. Teología de la Liberación: perspectivas. CEP Lima 1972. Este
libro es el texto clásico y paradigmático de esta tendencia teológica surgida
en América Latina después del Concilio Vaticano II. Es plenamente recomendable
su lectura y estudio, escrito vigente después de casi cincuenta años de su
publicación. Recomendamos especialmente la lectura del capítulo IX “Liberación
y salvación”. Su autor, nacido en 1928, es un benemérito fraile dominico, residente
en la ciudad de Lima.
[8]
Juan 21: 7
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