domingo, 5 de mayo de 2019

COMUNITAS MATUTINA 5 DE MAYO 2019 III DOMINGO DE PASCUA CICLO C


“Ellos abandonaron el Sanedrín contentos por haber sido considerado dignos de sufrir ultrajes por el Nombre. Ni un solo día dejaban de enseñar en el Templo y por las casas, y de anunciar la Buena Nueva de que Jesús es el Cristo”
(Hechos 5: 41-42)

Lecturas:
1.   Hechos 5: 27-42
2.   Salmo 29
3.   Apocalipsis 5: 11-14
4.   Juan 21: 1-19

Es tal la magnitud de la experiencia pascual que el lenguaje normal que utilizamos resulta insuficiente para comunicarla. No hay ni palabras ni conceptos en los que se pueda expresar esa realidad vivida por los discípulos, por eso acudieron al lenguaje simbólico, del que las apariciones son la mejor evidencia. Hay que aprender a desentrañar la fuerza semántica de estos textos, aunando al análisis lingüístico una disposición sincera, dócil al Espíritu, de oración y de discernimiento, dejando que el Resucitado se inserte por completo en nuestro ser y en nuestro quehacer. Desde allí podremos apreciar la riqueza de estos relatos. Sólo así  ellos entrarán a hacer parte fundamental de nuestra vida y la remitirán a la misma Pascua que resignificó de raíz a Pedro y a sus compañeros.
Los escritos del Nuevo Testamento – cuyo común denominador es proclamar que el Crucificado es el Resucitado – no tienen como objeto explicar la materialidad del acontecimiento de la resurrección, ni su historicidad,  sino invitar a vivir la misma experiencia de transformación  que ellos vivieron. Sus núcleos originales son catequesis que presentan los hechos de la pasión, muerte y resurrección de Jesús, con el fin de motivar a muchos a seguir el mismo camino que ellos empezaron  a vivir:   la certeza  creyente de Jesús como el Viviente, animando e inspirando decisivamente  la vida de las comunidades cristianas. Elemento central de esa postura    es descubrir la fuerza arrolladora de esa Vida, Vida de Dios en Jesús para todos los humanos,    intuyendo la profundidad del cambio operado en los discípulos, primeros beneficiarios de la realidad pascual[1].
 A esto aludimos en nuestro comentario de la semana anterior, cuando verificamos  la notable fragilidad de Pedro y de sus compañeros, sus temores e inseguridades y la precaria comprensión que tenían del proyecto de Jesús, y cómo estos límites se disolvieron  en un proceso de transformación-conversión hasta llegar a ser  personas sustancialmente nuevas, con el coraje propio de quien está dispuesto a jugarse la totalidad de sí mismo en aras de un ideal que totaliza su existencia.
 Los Hechos de los Apóstoles son elocuentes en narrar las muchas peripecias , los conflictos y persecuciones, las incomprensiones, recordando que las autoridades judías y romanas no solo pretendieron matar a Jesús,  tenían ellas  el claro propósito de extirparlo de la memoria de los vivos. La crucifixión llevaba implícita la absoluta degradación del condenado y la práctica imposibilidad de que esa persona pudiera ser rehabilitada: “Los trajeron, pues, y los presentaron en el Sanedrín. El Sumo Sacerdote les interrogó; les dijo: Les prohibimos severamente enseñar en ese nombre; sin embargo, ustedes han llenado Jerusalén con su enseñanza y pretenden hacernos culpables de la muerte de ese hombre. Pedro y los apóstoles respondieron: hay que obedecer a Dios antes que a los hombres………Nosotros somos testigos de estos hechos, y también el Espíritu Santo que ha dado a los que le obedecen. Ellos, al oír esto, se consumían de rabia y trataban de matarlos[2].
La genuina gloria del cristianismo no reside en su prestigio social ni en su fortaleza institucional, ni en los muchos influjos que ha podido tener en la configuración de muchas sociedades. Su gloria es la cruz, entendida esta no como la voluntad de un Dios sádico que victimizó a su Hijo y lo entregó a la muerte, sino como la capacidad  de dar vida nueva , vida que es esencialmente liberadora para que el ser humano encuentre su plenitud de sentido, que es lo que queremos denominar con los términos teológicos salvación y liberación.[3]
En esto consiste la causa que el Padre Dios ha querido, y quiere realizar en la mediación de Jesús. En esa cruz, y Jesús en ella con todos los crucificados del mundo, está la autenticidad de la fe cristiana, no por exaltar el sufrimiento en sí mismo sino por la capacidad de afrontarlo para cambiar su significado consagrando en ese amor liberador la posibilidad definitiva de sentido para la humanidad.
Esto lo viven a cabalidad los testigos originales de la Pascua y, con ellos, todos los que en estos veinte siglos de historia cristiana se han negado al vano honor del mundo y a los halagos del poder para empeñar su vida en el servicio y en la solidaridad, en la afirmación de la dignidad de los hijos de Dios y en el testimonio de que el ser humano trasciende definitivamente hacia Dios y hacia el prójimo, como Jesús, sin conformarse con una cómoda religiosidad ritual. El evangelio es un estilo profético, exige audacia, fuerza innovadora, espíritu libre, donación de lo mejor de sí mismo, amor que haga creíble a quien lo vive, configuración con el Señor Jesucristo.
Estos testigos nos transmiten la experiencia de aquella primitiva comunidad, cuya capacidad transformadora fue tal que ellos mismos se empeñaron en comunicarla para que muchos seres humanos a lo largo de los siglos pudieran vivir la misma realidad que en su momento los hizo a ellos partícipes de la humanidad-divinidad del Resucitado: “El Dios de nuestros antepasados resucitó a Jesús, a quien ustedes mataron colgándolo de un madero. Y Dios lo ha exaltado con su diestra como Señor y Salvador, para conceder a Israel la conversión y el perdón de los pecados. Nosotros somos testigos de estos hechos…..”[4]
Como centro de la Palabra de este domingo  tenemos el relato  del capítulo 21 de Juan, la aparición de Jesús a orillas del lago de Tiberíades: “Después de esto, se manifestó Jesús otra vez a los discípulos a orillas del mar de Tiberíades[5]. La expresión “se manifestó” tiene el significado de surgir de la oscuridad, es el amanecer, connotación del despunte del nuevo día que tiene una fuerza simbólica de primer orden:  los discípulos pasan de la percepción sensorial de Jesús y de la oscuridad en la que viven debido al aparente fracaso de la cruz  a la experiencia de la fe pascual, a la luminosidad que trae para ellos la presencia del Resucitado.
Junto a esto, hay que destacar el hecho de que ellos han vuelto a su cotidianidad de pescadores, no imaginan lo que está por suceder, retornan a la sencillez de su rutina.  Eso sí, están juntos, siguen en comunidad, a pesar de la tristeza que los embarga: “Estaban juntos Simón Pedro, Tomás, llamado el Mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los de Zebedeo y otros dos de sus discípulos[6]. Sin que ellos lo aguarden, Jesús se hace presente, gratuidad pura,  iniciativa de El que  los invita a lanzar las redes, porque se sienten desanimados, no han logrado nada en toda la noche, ahora esa    Presencia es eficaz, se traduce en abundancia de vida: “Les preguntó Jesús: muchachos, no tienen nada que comer? Le contestaron: no. El les dijo: echen la red a la derecha de la barca y encontrarán. La echaron, pues, y no conseguían arrastrarla por la gran cantidad de peces[7]. En este resultado,  que es vitalidad, alimento, abundancia, le reconocen: “El discípulo a quien Jesús amaba dijo entonces a Pedro: es el Señor[8].
Jesús es la luz que permite trabajar y dar fruto, su acción en el mundo se ejerce por medio de los discípulos. Las palabras de Jesús son clave para esa fecundidad, cuando siguen sus instrucciones, encuentran pesca y le descubren a El mismo. No es una ideología, tampoco un nuevo “rollo” religioso, es una experiencia transformadora, Jesús sucediendo pascualmente en ellos.
Descubrimos un aspecto fundamental para la vida de la Iglesia, para cada comunidad cristiana. Jesús no suple la responsabilidad de los  creyentes, El no interviene mágicamente para dispensarnos del compromiso de transformar la historia, nos tiende su mano confiando una misión haciéndonos responsables de la misma, dotándonos del Espíritu que nos capacita para ese servicio de anunciar la Buena Noticia. Es el binomio gracia de Dios y respuesta de la libertad humana que se entrelazan para realizar la eficacia del Reino en la historia.
La parte final del texto es el hermoso coloquio entre Jesús y Pedro. Este no había percibido la presencia, pero al oír al otro discípulo se percató enseguida. El cambio de actitud de Pedro se refleja en la expresión “se ató”: “Cuando Simón Pedro oyó que era el Señor, se ató la túnica, que era lo único que llevaba puesto, y se tiró al agua[9].
 Es la misma que utilizó el autor del cuarto evangelio para designar la actitud de servicio de Jesús al atarse el delantal para lavar los pies de los discípulos en el relato de la última cena. Pedro se arroja al agua, después de haberse ceñido el símbolo del servicio, dispuesto a la entrega. Después de las tres negaciones, mientras Jesús es sometido al interrogatorio, ahora Pedro empieza a vivir las consecuencias de la Pascua, la suya es ahora una actitud de resuelto seguimiento del camino de su Señor, con todas las implicaciones de audacia y de entrega apostólica que esto le demanda.
La misión se personaliza en Pedro. Este discípulo recibe de Jesús una representación de toda la Iglesia: tres veces le pregunta si lo ama,  contrapartida de las tres negaciones, el Maestro espera de Pedro una rectificación total: “Insistió por tercera vez: Simón, hijo de Juan , me quieres? Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez: me quieres? Y le dijo: Señor, tú lo  sabes todo; tú sabes que te quiero. Le dijo Jesús: apacienta mis ovejas[10]. Pedro renuncia a aquel ideal de Mesías triunfalista que se había forjado y entiende que la jugada maestra es vivir el mismo servicio salvador de Jesús, también hasta la muerte y muerte de cruz. El pastoreo que Pedro recibe de Jesús indica el sentido del ministerio eclesial, no una constitución de jerarquía y de poder, sino  misión de dar la vida, de ofrecerse sin reservas a cada oveja del rebaño, de no pretender recibir honores y homenajes,  de procurar siempre  que cada uno de los suyos acceda a la plena vitalidad de Dios.
Nunca olvidemos que la Iglesia, antes que jerárquica, es una comunidad de discípulos. Pedro es reconocido como pastor bajo la condición de que acepte su condición fundamental de discípulo y de promotor del discipulado.
Con el paso de los siglos el elemento institucional de la Iglesia se ha fortalecido en exceso, con desmedro de su aspecto carismático y profético, que no es otro que el mismo Señor Resucitado. La institucionalidad tiene sentido si está al servicio del carisma pascual: la comunidad de todos iguales, con diversidad de dones y de ministerios, pero idénticos en la dignidad que el mismo Señor nos confiere, discípulos que mantenemos en vigencia este ideal de no reducir el ser humano a una inercia biológica y social,  siempre afirmando su trascendencia y la  posibilidad de vida definitiva e inagotable en Dios, principio y fundamento que nos hace libres y nos dota de responsabilidad para ser gestores de una historia desbordante de vitalidad pascual.


[1] BOFF, Leonardo. Jesucristo el Liberador: ensayo de cristología crítica para nuestro tiempo. Sal Terrae, Santander España 1994. KASPER, Walter. Jesús el Cristo. Sígueme, Salamanca , 1994. TORRES QUEIRUGA, Andrés. Repensar la resurrección. Trotta, Madrid 2003.
[2] Hechos 5: 27-29 y 32-33
[3] GUTIERREZ MERINO, Gustavo. Teología de la Liberación: perspectivas. CEP Lima 1972. Este libro es el texto clásico y paradigmático de esta tendencia teológica surgida en América Latina después del Concilio Vaticano II. Es plenamente recomendable su lectura y estudio, escrito vigente después de casi cincuenta años de su publicación. Recomendamos especialmente la lectura del capítulo IX “Liberación y salvación”. Su autor, nacido en 1928, es un benemérito fraile dominico, residente en la ciudad de Lima.
[4] Hechos 5: 30-32
[5] Juan 21: 1
[6] Juan 21: 2
[7] Juan 21: 5-6
[8] Juan 21: 7
[9] Juan 21: 7b
[10] Juan 21: 17

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