COMUNITAS MATUTINA
DOMINGO 14 DE
ABRIL
III DE
PASCUA
Lecturas
1.
Hechos
de los Apóstoles 5: 27-32 y 40-41
2.
Salmo
29:2-6 y 11-13
3.
Apocalipsis
5: 11-14
4.
Juan
21: 1-14
Esta semana tuve la oportunidad de leer el libro “El
don de la paz”, escrito por el Cardenal Joseph Bernardin
(1928-1996), quien fuera sacerdote de la diócesis de Charleston, obispo
auxiliar de Atlanta, arzobispo de Cincinnati, y finalmente, arzobispo de
Chicago y cardenal de la iglesia, hasta su muerte, ocurrida en noviembre de
1996.
Es un texto de notable sencillez, en el que el cardenal nos
habla - con sincera convicción
evangélica – de dos hechos destacados de su vida: la calumnia, dirigida contra él por un exseminarista de
Cincinnati, por abuso sexual, y la posterior reconciliación y reconocimiento de
la falsedad por parte del acusador; y luego, después de superada esta crisis,
el anuncio del cáncer pancreático, con el que luchó poco más de un año,
experiencia que vino a ser la síntesis de todo su ser de creyente y sacerdote.
El libro es particularmente conmovedor porque es escrito en
sus meses finales, con la conciencia de su progresivo deterioro, pero con la
certeza felicísima de la presencia del Señor, lo que es definitivamente su
sustento y la raíz de la admirable fortaleza con la que afrontó el primer
momento que afectó su credibilidad, y la noticia de la enfermedad, que desde el
primer momento se mostró muy agresiva y de imposible superación.
Dice el cardenal: “La acusación me dejó perplejo y
anonadado. Traté de pasar por alto los rumores no confirmados y volví a mi
trabajo, pero tan extravagante acusación contra mis ideales y compromisos más
profundos siguió acaparando mi atención. Ciertamente, casi no podía pensar en
otra cosa mientras mis ayudantes continuaban dándome nuevos detalles de los
rumores que circulaban. Me senté en silencio durante un momento y me hice una
simple pregunta: Era esto lo que el Señor había preparado para mí, afrontar
acusaciones falsas acerca de algo que yo sabía que nunca había sucedido?
También fueron espurios los cargos que padeció el propio Jesús, pensé. Pero
todo parecía ser una pesadilla completamente irreal. No podía creer que me
estuviera sucediendo a mí” (BERNARDIN,Joseph L. El don de la paz.
Planeta. Barcelona,1998;página 34).
Traigo esto a colación para verificar una realidad de muerte,
de inmenso sufrimiento, que hace víctima del pecado a una persona justa e
inocente, que tomó muy en serio su vida de sacerdote y obispo, y que en el
contexto de la iglesia católica de Estados Unidos se distinguió por su
rectitud, por ser un hombre de avanzada eclesial, y por su cercanía
comprometida al mundo de los pobres. Y como él, tantos inocentes en
circunstancias parecidas.
Es el caso de Jesús, a
quien la rabia desaforada de los dirigentes religiosos judíos hace padecer la
mayor ignominia de la historia. Así, los invito a recuperar en su oración
situaciones similares, , no para un ejercicio de autocastigo ni para revivir el
dolor por sí mismo, sino para destacar la acción pascual de Nuestro Señor
Jesucristo, cuyo dolor y cruz inscribe salvíficamente todos los sufrimientos
humanos, para transformarlos de hechos de muerte en acontecimientos de sentido
y de vitalidad definitiva.
Proclama el Apocalipsis: “Digno es el cordero degollado de recibir el
poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la alabanza”
(Apocalipsis 5: 12). Con esta expresión
se hace patente que el dolor extremo sufrido por Jesús, su honda desolación, el
abandono y humillación, no se traducen en la victoria de los malvados que le
condenaron, sino en la decisiva legitimación de todo su ser que realiza el
Padre Dios al resucitarlos y constituírlo en Señor de la historia.
Cómo esta historia del cardenal Bernardin, o parecidas
vividas por tantos seres humanos, injustamente acusados, se transforma en un
relato de esperanza, de amor, de libertad? Al participar de la pasión del “cordero
degollado” también El nos implica en su plenitud y en el bienaventurado
suceso de la vida que nunca se termina, donde se demuestra que la última
palabra sobre nuestra vida no la tienen los siniestros señores de la muerte,
sino el Padre de Jesús, que es padre de todos los humanos, sin excepción,
incluyendo aquellos que se resisten a la iniciativa de su misericordia.
Algo parecido podemos experimentar al leer el texto de Hechos
Apóstoles, primera lectura de este domingo: “Los trajeron, pues, y los
presentaron en el sanedrín. El sumo sacerdote les interrogó y les dijo: les
prohibimos severamente enseñar en ese nombre…… Pedro y los apóstoles
respondieron: hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hechos
5: 27 y 29), y más adelante:
“Ellos abandonaron el sanedrín contentos por haber sido considerados dignos de
sufrir ultrajes por el Nombre” (Hechos 5: 41).
Cuando sentimos indignación y desencanto por las
incoherencias bien conocidas de vatileaks, manejos deshonestos en el banco del
Vaticano, estratagemas de poder, pompa ceremonial, pederastia y ocultamiento de
la misma, alejamiento de las realidades del sufrimiento, intransigencia
dogmática, el Señor nos llama a mirar con esperanza a estos primeros
discípulos, que luego de la experiencia pascual se transformaron en valientes
testigos de Jesús, y también a todos los hombres y mujeres que asumen su
condición de cristianos con el mayor empeño y honestidad. Y en esta mirada se
re-significa y la desilusión se vuelve lenguaje de esperanza.
Por eso el relato del
cardenal Bernardin es teologal y resucitado, porque él deposita su abatimiento
en el “cordero degollado” y, como Pedro y los apóstoles, tiene la
osadía de dejarse llevar por El, superando el natural temor a las acciones
pecaminosas de la difamación y la injusticia.
Con frecuencia encontramos que la voluntad de muchos seres
humanos en contra de otros es injusta, intransigente, desconocedora de su
dignidad y sus derechos, aplasta, violenta, destruye. Por eso, en nombre de
Dios, la objeción de conciencia que muchos hermanos nuestros, de incuestionable
rectitud, han ejercido cuando se han visto en circunstancias de contradicción,
en la alternativa de someterse a las determinaciones de los malvados, o de seguir su conciencia
comprometida con Dios, lo que finalmente expresa la definitividad pascual de
sus convicciones.
La historia discreta, silenciosa, de tantos creyentes dignos,
fieles, pulcros, es ratificación esperanzadora de la acción del resucitado,
como aval absoluto de Dios para el ser humano a través de Jesús. Por eso me ha
calado tan hondo la lectura del relato del cardenal Bernardin, de quien tomo
estas palabras: “Durante todo mi ministerio me he centrado en Jesús: su mensaje, los
acontecimientos de su vida y sus relaciones con el mundo. Ahora más que nunca
me centro en su cruz, en su sufrimiento, que no sólo fue real sino también
redentor y donante de vida. Jesús fue humano. Sintió el dolor como lo sentimos
nosotros. Y, sin embargo, a pesar de todo, transformó el sufrimiento humano en
algo grandioso: en capacidad para caminar con los afligidos y vaciarse de sí
mismo, a fin de que su Padre amante pudiera trabajar más plenamente a través de
él” (BERNARDIN,Joseph L. Op.cit. página 61).
La propuesta para este domingo y para los días que siguen, es
que oremos desde este tipo de realidades, donde parece que todo se hace
absurdo, donde la tentación de la desesperación está a la mano, donde la
oscuridad humana. En esas debilidades es donde adquiere toda su dimensión
salvadora y liberadora la cruz del Señor Jesús, y la eficacia que ella contiene
para iluminar, para re-encantar, para dar sentido y para remitirnos a la
trascendencia amorosa del Padre.
Por eso es tan conveniente identificarnos siempre con los
discípulos, de quienes ya conocemos sus límites y temores, como los nuestros, y
participar con ellos de la felicidad que se evidencia en los relatos
evangélicos de las apariciones del Resucitado, cada uno de ellos portador de un
matiz de vida, de contundente esperanza pascual, como en el de hoy, que podemos
verificar en el contraste: “Fueron y subieron a la barca, pero aquella
noche no pescaron nada” (Juan 21:3), y “El les dijo: echen la red a la
derecha de la barca y encontrarán. La echaron, pues, y no conseguían
arrastrarla por la gran cantidad de peces” (Juan 21: 6).
Es clarísimo que no se trata de una promoción del
milagrerismo y de la magia seudorreligiosa, sino de la confianza profunda en el
Padre a través del ministerio de Jesús. Esto es fundamental para una existencia
cristiana cargada del más genuino significado evangélico, porque la relación
con el Padre a través de Jesús, en el ámbito de la comunidad de los creyentes,
es un asentimiento firme a la gratuidad que de ellos nos viene, pero también
una afirmación de nuestra libertad responsable y de nuestra iniciativa, vale
decir de nuestras posibilidades de madurez y de seriedad humana.
Y en este campo particular de la crisis, del dolor, de la
aparente pérdida del sentido, esta relación de doble y complementario contenido
teologal y antropológico, es el más apasionante encuentro, gracia de Dios y
respuesta inteligente de nuestra parte! Como lo expresan con singular belleza
evangélica la historia del cardenal Bernardin, y las muchas historias de
nuestros dolores redimidos!
Antonio José Sarmiento Nova,S.J.
Alejandro Romero Sarmiento
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