Lecturas
1.
Hechos
5: 12-16
2.
Salmo
117: 2-4 y 22-27
3.
Apocalipsis
1: 9-13 y 17-19
4.
Juan
20: 19-31
La evidencia más clara de la resurrección de Jesús es la
nueva manera de ser y de vivir que asumen los discípulos: de su estilo temeroso y ambiguo pasan al
pleno testimonio y a la capacidad de comunicar la vitalidad recibida de la
Pascua. Esta constatación es decisiva para nuestra existencia cristiana y abre
la puerta para que nos preguntemos si estamos viviendo este proceso que
reorienta la totalidad de nuestra existencia.
En qué signos de
nuestra vida se manifiesta esta gozosa realidad? Estamos viviendo nuevas
esperanzas, concreción de ideales apasionantes, motivaciones superiores que nos
sacan de nuestra parálisis y nos hacen generosos, entregados, comprometidos,
inconformes con los desórdenes e injusticias que vemos en todas partes?
En Hechos de los Apóstoles se consigna el testimonio del
entusiasmo de los primeros seguidores de Jesús, y se convierte en texto de
referencia y fundamentación para lo que debe ser el esfuerzo permanente de
encuentro con la originalidad de la fe cristiana. El cristianismo no es un
aparato institucional (este es apenas un medio) ni una colección de
determinaciones jurídicas y morales, reducirlo a esto es empobrecer su esencia
y tornarlo cuestión de decisiones humanas.
Lo central de nuestra fe es el Señor Resucitado!!, El está
presente animando la historia de cada bautizado y de toda la comunidad
creyente, legitimando todo lo nuestro y abriéndolo de modo definitivo a la
trascendencia que se consuma en el Padre Dios. Así mismo, nos habilita para dar
sentido al aspecto precario y doloroso de la vida, y para mirar siempre más allá
del horizonte, en esa permanente dinámica de historia y futuro plena, de
realidad y trascendencia, enmarcado todo ello en el acontecimiento pascual.
Esto trae vida, esperanza, re-significación, nuevo ser,
recuperación de la plena humanidad: “hasta el punto de sacar los enfermos a las
plazas y colocarlos en lechos y camillas, para que al pasar Pedro, siquiera su
sombra cubriese a alguno de ellos. También acudía a Jerusalem mucha gente de
las ciudades vecinas trayendo enfermos y atormentados por espíritus inmundos, y
todos se curaban” (Hechos 5: 15-16).
Estamos tocados por este contagio de vitalidad, conscientes
de nuestros límites pero confiados en que el absurdo y el vacío no son una
posibilidad porque la Pascua de Jesucristo nos ha dotado de un significado
inagotable?
La fragilidad no
desaparece por arte de magia pero ahora tenemos una condición – la propia
del Resucitado – que nos brinda una
nueva mentalidad sobre el aspecto dramático y doloroso de nuestra humanidad. A
esta certeza sólo se puede llegar por gracia de Dios y por una honda
experiencia espiritual, que es mucho más que simple práctica de ritos y
formalidades religiosas.
El Apocalipsis, cuyo lenguaje nos puede resultar de entrada
de difícil comprensión, es una elaboración teológica muy profunda de la
comunidad de Juan para explicitar la convicción pascual del cristianismo
primitivo. Presentado como un combate entre el bien y el mal, y valiéndose de
relatos de visiones y de expresiones sobrecogedoras, quiere poner de presente a
Jesucristo, bajo la figura del cordero, como la plenitud de la historia y de la
humanidad.
Las alusiones a calamidades y similares no tienen nada que
ver con lo que comúnmente se entiende como fin del mundo (este es justamente el
aspecto que atemoriza y aleja del texto), sino con las fuerzas de injusticia
(que se concretaban en el poder político romano y en la intransigencia y
fundamentalismo de la religión judía), en el pecado de utilizar
“interesadamente” a Dios para legitimarse, y en la ausencia de amor y de
misericordia. Digamos que la sustancia de este último libro del Nuevo
Testamento es la de ser una teología de la historia en clave de la plenitud que
Dios realiza para el ser humano en Jesucristo Resucitado: “No temas, soy yo, el Primero y
el Ultimo. El que vive. Estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de
los siglos y tengo las llaves de la Muerte y del Hades” (Apocalipsis 1:
17-18).
La gran intuición de la teología de la liberación, tan
maltratada y mal entendida por muchos, es justamente esta de asumir todo el proceso histórico de
la humanidad en la perspectiva de este Dios empeñadísimo en hacernos
profundamente humanos, generando toda su estrategia de liberación del pecado,
del egoísmo, del desconocimiento del prójimo, del mal encarnado en las
estructuras sociales y políticas, para empezar a construír un mundo equitativo,
solidario, fraterno, como anticipo de la total plenitud a la que estamos
llamados cuando crucemos la frontera de la muerte hacia el Padre de Jesús,
gracias al mérito salvífico-liberador de su pasión y de su muerte.
Volvamos también a los miedos e inseguridades de los
discípulos: “Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, los discípulos
tenían cerradas las puertas del lugar donde se encontraban, pues tenían miedo a
los judíos” (Juan 20: 19), y tomemos también todos nuestros temores,
desconfianzas, vacíos, desencantos y dejémonos sorprender como ellos: “Entonces
se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: La paz con Ustedes”
(Juan 20: 19). En tu vida, en la mía, en nuestras vidas, hay certeza de esta
presencia liberadora, cuya fuerza vital replantea de raíz todas las
deficiencias que maltratan nuestra esperanza?
En el texto joaneo de este domingo también se destacan la
misión de reconciliar con Dios y con los hermanos: “Reciban el Espíritu Santo. A
quienes perdonen los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengan
les quedan retenidos” (Juan 20: 23). Es la entrega del ministerio a la
Iglesia para que ejerza siempre este servicio que restablece la dignidad del
ser humano y posibilita siempre su feliz encuentro con el Padre y con los
prójimos; y el gran interrogante a todas las incredulidades humanas,
tipificadas en Tomás: “si no veo en sus manos la señal de los
clavos y no meto mi dedo en el agujero y mi mano en su costado, no creeré”
(Juan 20: 25). El amor pleno que Dios nos ofrece en Jesús no es materia de
comprobaciones empíricas sino de sentir en el propio ser la acción vitalizadora
y saludable del Resucitado, su compromiso no baja nunca la guardia en este
empeño de hacernos siempre mejores seres humanos, según su propia imagen.
“Dichosos los que no han visto y han creído” ( Juan 20: 28). Bienaventurados los
que se dejan acariciar y transformar por esta incontestable gratuidad!
Hoy agradecemos al Padre por la vida de nuestro hermano
jesuita, el sacerdote Rafael Díaz Ardila, llamado a su plenitud el pasado 28 de
marzo – jueves santo - con 83 años de
edad, sesenta en la Compañía de Jesús, y 49 en ejercicio del ministerio.
Descanse en paz!
Antonio José Sarmiento Nova,SJ
Alejandro Romero Sarmiento
No hay comentarios:
Publicar un comentario