domingo, 7 de abril de 2013

COMUNITAS MATUTINA DOMINGO 7 DE ABRIL II DE PASCUA



Lecturas
1.      Hechos 5: 12-16
2.      Salmo 117: 2-4 y 22-27
3.      Apocalipsis 1: 9-13 y 17-19
4.      Juan 20: 19-31
La evidencia más clara de la resurrección de Jesús es la nueva manera de ser y de vivir que asumen los discípulos:  de su estilo temeroso y ambiguo pasan al pleno testimonio y a la capacidad de comunicar la vitalidad recibida de la Pascua. Esta constatación es decisiva para nuestra existencia cristiana y abre la puerta para que nos preguntemos si estamos viviendo este proceso que reorienta la totalidad de nuestra existencia.
 En qué signos de nuestra vida se manifiesta esta gozosa realidad? Estamos viviendo nuevas esperanzas, concreción de ideales apasionantes, motivaciones superiores que nos sacan de nuestra parálisis y nos hacen generosos, entregados, comprometidos, inconformes con los desórdenes e injusticias que vemos en todas partes?
En Hechos de los Apóstoles se consigna el testimonio del entusiasmo de los primeros seguidores de Jesús, y se convierte en texto de referencia y fundamentación para lo que debe ser el esfuerzo permanente de encuentro con la originalidad de la fe cristiana. El cristianismo no es un aparato institucional (este es apenas un medio) ni una colección de determinaciones jurídicas y morales, reducirlo a esto es empobrecer su esencia y tornarlo cuestión de decisiones humanas.
Lo central de nuestra fe es el Señor Resucitado!!, El está presente animando la historia de cada bautizado y de toda la comunidad creyente, legitimando todo lo nuestro y abriéndolo de modo definitivo a la trascendencia que se consuma en el Padre Dios. Así mismo, nos habilita para dar sentido al aspecto precario y doloroso de la vida, y para mirar siempre más allá del horizonte, en esa permanente dinámica de historia y futuro plena, de realidad y trascendencia, enmarcado todo ello en el acontecimiento pascual.
Esto trae vida, esperanza, re-significación, nuevo ser, recuperación de la plena humanidad: “hasta el punto de sacar los enfermos a las plazas y colocarlos en lechos y camillas, para que al pasar Pedro, siquiera su sombra cubriese a alguno de ellos. También acudía a Jerusalem mucha gente de las ciudades vecinas trayendo enfermos y atormentados por espíritus inmundos, y todos se curaban” (Hechos 5: 15-16).
Estamos tocados por este contagio de vitalidad, conscientes de nuestros límites pero confiados en que el absurdo y el vacío no son una posibilidad porque la Pascua de Jesucristo nos ha dotado de un significado inagotable?
 La fragilidad no desaparece por arte de magia pero ahora tenemos una condición – la propia del  Resucitado – que nos brinda una nueva mentalidad sobre el aspecto dramático y doloroso de nuestra humanidad. A esta certeza sólo se puede llegar por gracia de Dios y por una honda experiencia espiritual, que es mucho más que simple práctica de ritos y formalidades religiosas.
El Apocalipsis, cuyo lenguaje nos puede resultar de entrada de difícil comprensión, es una elaboración teológica muy profunda de la comunidad de Juan para explicitar la convicción pascual del cristianismo primitivo. Presentado como un combate entre el bien y el mal, y valiéndose de relatos de visiones y de expresiones sobrecogedoras, quiere poner de presente a Jesucristo, bajo la figura del cordero, como la plenitud de la historia y de la humanidad.
Las alusiones a calamidades y similares no tienen nada que ver con lo que comúnmente se entiende como fin del mundo (este es justamente el aspecto que atemoriza y aleja del texto), sino con las fuerzas de injusticia (que se concretaban en el poder político romano y en la intransigencia y fundamentalismo de la religión judía), en el pecado de utilizar “interesadamente” a Dios para legitimarse, y en la ausencia de amor y de misericordia. Digamos que la sustancia de este último libro del Nuevo Testamento es la de ser una teología de la historia en clave de la plenitud que Dios realiza para el ser humano en Jesucristo Resucitado: “No temas, soy yo, el Primero y el Ultimo. El que vive. Estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos y tengo las llaves de la Muerte y del Hades” (Apocalipsis 1: 17-18).
La gran intuición de la teología de la liberación, tan maltratada y mal entendida por muchos, es justamente  esta de asumir todo el proceso histórico de la humanidad en la perspectiva de este Dios empeñadísimo en hacernos profundamente humanos, generando toda su estrategia de liberación del pecado, del egoísmo, del desconocimiento del prójimo, del mal encarnado en las estructuras sociales y políticas, para empezar a construír un mundo equitativo, solidario, fraterno, como anticipo de la total plenitud a la que estamos llamados cuando crucemos la frontera de la muerte hacia el Padre de Jesús, gracias al mérito salvífico-liberador de su pasión y de su muerte.
Volvamos también a los miedos e inseguridades de los discípulos: “Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, los discípulos tenían cerradas las puertas del lugar donde se encontraban, pues tenían miedo a los judíos” (Juan 20: 19), y tomemos también todos nuestros temores, desconfianzas, vacíos, desencantos y dejémonos sorprender como ellos: “Entonces se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: La paz con Ustedes” (Juan 20: 19). En tu vida, en la mía, en nuestras vidas, hay certeza de esta presencia liberadora, cuya fuerza vital replantea de raíz todas las deficiencias que maltratan nuestra esperanza?
En el texto joaneo de este domingo también se destacan la misión de reconciliar con Dios y con los hermanos: “Reciban el Espíritu Santo. A quienes perdonen los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengan les quedan retenidos” (Juan 20: 23). Es la entrega del ministerio a la Iglesia para que ejerza siempre este servicio que restablece la dignidad del ser humano y posibilita siempre su feliz encuentro con el Padre y con los prójimos; y el gran interrogante a todas las incredulidades humanas, tipificadas en Tomás: “si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero y mi mano en su costado, no creeré” (Juan 20: 25). El amor pleno que Dios nos ofrece en Jesús no es materia de comprobaciones empíricas sino de sentir en el propio ser la acción vitalizadora y saludable del Resucitado, su compromiso no baja nunca la guardia en este empeño de hacernos siempre mejores seres humanos, según su propia imagen.
“Dichosos los que no han visto y han creído” ( Juan 20: 28). Bienaventurados los que se dejan acariciar y transformar por esta incontestable gratuidad!
Hoy agradecemos al Padre por la vida de nuestro hermano jesuita, el sacerdote Rafael Díaz Ardila, llamado a su plenitud el pasado 28 de marzo – jueves santo -  con 83 años de edad, sesenta en la Compañía de Jesús, y 49 en ejercicio del ministerio. Descanse en paz!
Antonio José Sarmiento Nova,SJ
Alejandro Romero Sarmiento

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