domingo, 28 de abril de 2013

COMUNITAS MATUTINA DOMINGO 28 DE ABRIL V DE PASCUA



Lecturas
1.      Hechos 14: 21-27
2.      Salmo 144:8-13
3.      Apocalipsis 21: 1-5
4.      Juan 13: 31-35
El texto del evangelio se inscribe en el ámbito de la última cena de Jesús con sus discípulos (todo el capítulo 13 de San Juan), en el que El manifiesta su testamento y destaca cuál debe ser el distintivo que los identifique como sus seguidores. Esto, lo sabemos bien, puede quedarse en un lugar común y convertirse  en bonitas frases sin incidencias de cambio en la vida de las personas, como es tan penosamente fercuente.
Por eso, qué significa “Les doy este mandamiento nuevo: que se amen unos a otros como yo los he amado. Sí, ámense unos a otros. En esto reconocerán todos que Ustedes son mis discípulos: si se aman unos a otros” ?(Juan 13: 34-35) Es un slogan para salir del paso y añadirlo al universo de las retóricas religiosas o su densidad genera en nosotros una nueva manera de ser?
Qué movió a Jesús a asumir el drama de su pasión con esa inmensa cuota de sufrimiento y humillación?  Y a quienes se han señalado en su seguimiento qué es lo que ha decidido sus vidas hasta el  punto del martirio y del heroísmo? Porque el amor no es cualquier capricho subjetivo o el sometimiento indigno a la manipulación de otros. Quien ama es capaz de vaciarse de sí mismo, despojándose de apegos y haciéndose libre para dar sentido a la vida de las personas amadas.
Esta identificación en el amor no es como una convivencia anodina basada en aquello que se suele decir de “sociedad de elogios mutuos”  sino en la disposición incondicional para dotar de significado trascendente a las personas  constituídas en prójimos, en la capacidad de renunciar a la propia comodidad para hacer posible que otros superen situaciones de extrema dificultad, penurias, soledades, impactos negativos en su autoestima, carencias de ilusión, etc.  Aunque parezca muy trajinado, lo que queremos decir y preguntar es si –como Jesús – estamos dispuestos a jugarnos la vida por amor a personas concretas.Esto es lo que nos hace creíbles, no la belleza física, ni los títulos académicos, ni el éxito social, ni otras razones mundanas : sólo el amor es digno de fe! Y esto es lo que Dios Padre realiza en la historia de Jesús.
En la iglesia el prestigio no se decide por la importancia institucional, ni por la solemnidad de la liturgia, este se hace efectivo cuando hay hombres y mujeres que se configuran con Jesús en esta determinación del amor desmedido, sobreabundante, radical, para que otros tengan acceso a la vitalidad del Padre y al ejercicio concreto de su dignidad.
En esta honda crisis que afecta a la Iglesia Católica, por los muy conocidos escándalos, se impone que volvamos por los fueros de este legado del Señor: visibilizar la solidaridad, hacernos presentes en las crudas realidades de la pobreza y marginalidad, acompañar a los abandonados, ser instrumento de Dios para transmitir su vitalidad, renunciar a privilegios, dejar de lado vanidades y autosuficiencias. Las diversas intervenciones del papa Francisco tienen una clarísima dirección en este sentido.
Por otra parte, la lectura de Hechos de los Apóstoles evidencia aplicaciones particulares de todo esto: con verdadero celo misional los primeros discípulos fundan comunidades de creyentes y se dedican a su cuidado y formación, las dotan del ministerio de los presbíteros para su presidencia y pastoreo, ayudan a generar en ellas las condiciones de la fe adulta y propician también la apertura – como ya se indicaba el domingo anterior – a nuevos cristianos procedentes del mundo que no era judío, en una clara señal que acredita la intención universal e incluyente del proyecto del Padre Dios: “animaban a los discípulos y los invitaban a perseverar en la fe; les decían: nos es necesario pasar por muchas pruebas para entrar en el reino de Dios. En cada Iglesia designaron presbíteros y después de orar y ayunar, los encomendaron al Señor en quien habían creído” (Hechos 14: 22-23).
Una nota que identifica el genuino ser de la Iglesia es su capacidad para engendrar nuevas comunidades de cristianos, donde el asunto clave no está en los aspectos simplemente numéricos, sino en la calidad de la evangelización, en la sinceridad de su vida espiritual, en el conocimiento cabal del Evangelio, en la celebración litúrgica debidamente preparada y participada, en la práctica de la vida comunitaria y en la proyección de servicio y fraternidad.
 Por eso, las diócesis y parroquias no se pueden reducir a la administración eclesiástica o a ser centrales prestadoras de servicios religiosos, su verdadero ser y quehacer radica en su dinamismo de comunión y participación en torno al Señor Jesús y en su real capacidad para formar seres humanos plenamente configurados con El.
La Iglesia está presente en la historia humana para significar con eficacia a Jesucristo, y para ser portadora sacramental de la salvación-liberación que el Padre Dios nos comunica a través de El. Esto tiene relación directa con la generación del mayor sentido y esperanza para vivir, asumiendo como propios los aspectos dolorosos de la condición humana, y transformándolos en oportunidad de vida y trascendencia. No en vano dice el Apocalipsis: “Después, tuve la visión del cielo nuevo y de la nueva tierra. Pues el primer cielo y la primera tierra ya pasaron….” (Apocalipsis 5: 1), y más adelante:” esta es la morada de Dios entre los hombres, fijará desde ahora su morada en medio de ellos y ellos serán su pueblo y él mismo será Dios con ellos. Enjugará toda lágrima de sus ojos y ya no existirá ni muerte, ni duelo, ni gemidos, ni penas, porque todo lo anterior ha pasado” (Apocalipsis 5: 3-4).
Son palabras que testifican la conciencia que tuvo la comunidad cristiana primitiva de la radical novedad acontecida en Jesucristo y del asumir al ser humano y a su historia para garantizar que su vida no está expuesta a la frustración definitiva, sino remitida siempre  al futuro pleno de Dios.
Esto, lo sabemos, llega a su plenitud cuando pasemos la frontera de la vida-muerte hacia la bienaventuranza eterna, pero se empieza a construír en esta historia nuestra de cada día en la que vamos realizando signos evangélicos que anticipan esa consumación.
Cuando amamos y somos amados, cuando trabajamos con pasión por la justicia, cuando nuestra vida es creíble por el amor, cuando portamos sentido y razones de vida para otros, cuando somos honestos e impecables, estamos significando el reino definitivo. Y esto es posible gracias a Aquel que todo lo hace felizmente nuevo.
Antonio José Sarmiento Nova,SJ
Alejandro Romero Sarmiento

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