Lecturas
1.
Hechos
1: 1-11
2.
Salmo
46: 2-9
3.
Efesios
1: 17-23
4.
Lucas
24: 46-53
Esta solemnidad de la Ascensión es un punto sustancial propio
de la madurez pascual: Jesucristo es constituído por Dios Padre como primicia
de todas las creaturas, el primero de la humanidad, cabeza de la comunidad
eclesial y Señor de la historia.
Este señorío pone en tela de juicio todos los ídolos: el
poder, el éxito individual y competitivo, las riquezas materiales, la
afirmación desmedida del ego, los afanes de dominio de unos sobre otros, los
intereses creados, la absolutización de determinados seres humanos, la economía
y las ideologías sin humanismo, la primacía de los estados sobre las
personas……. Y nos abre al carácter definitivo de la vida que trasciende en el
amor hacia la paternidad-maternidad de Dios y hacia cada ser humano, en sus
múltiples diferencias y valores, todos poseedores de una común dignidad.
En este contexto, “ascender” es estar a la diestra de Dios
para garantizar que este proyecto de plenitud para toda la humanidad tenga en
El su referente fundamental de identidad y realización. En Jesucristo se hace
realidad definitiva el encuentro de lo humano con lo divino, gracias a la
iniciativa incondicional, gratuita, del Padre-Madre de todos los humanos: “Y
todo lo puso bajo sus pies y lo dio a la Iglesia, como cabeza sobre todo. Ella
es su cuerpo, plenitud del que lo acaba todo en todos” (Efesios 1:
22-23).
Vale la pena enfatizar en que este paso-ascenso de Jesús no
consiste en despreciar una realidad de segunda clase, que sería nuestra
condición humana y la realidad histórica, para llegar a una de mejor categoría
jerárquica-sagrada. Por el contrario, se trata de que Jesús, como bien lo
sabemos y creemos como realidad esencial de nuestra fe, asume salvífica y
liberadoramente toda nuestra historia y nuestra condición de creaturas, y las
inscribe de modo pleno en el amor de Dios. Quiere esto decir que la exaltación
de Jesús conlleva la exaltación de la humanidad: la historia humana como
antesala de la plenitud!
El Concilio Vaticano II tuvo como uno de sus elementos
centrales de magisterio y proposición para la Iglesia y para la sociedad este
aspecto clave: un ser humano digno en una historia digna y plena de sentido. No
es cristiano distraerse de lo real, de lo histórico, para “mirar al cielo”.
Esto le da significado
al quehacer que nos compromete a trabajar por la inclusión y la equidad, por el
diálogo con el mundo de la ciencia y con las diversas expresiones de la
cultura, por la encarnación responsable en los distintos ámbitos en los que
cada persona se mueve, pero especialmente en aquellos donde el clamor de
justicia es más intenso y apremiante, también donde las vidas de muchos se han
vaciado de sentido y transitan por los senderos peligrosos del absurdo y de la
tragedia sin retorno: Con Jesús “descendemos” a estas realidades para asumirlas
, y con El “ascendemos” para transformar estas señales de muerte en evidencias
contundentes de vida y de trascendencia.
Esta implicación encarnatoria tiene una manifestación
particular en el envío misional que Jesús da a los discípulos y que, por
supuesto, también es imperativo para los cristianos de todos los tiempos de la
historia:” Cuando el Espíritu Santo venga sobre Ustedes, recibirán poder y
saldrán a dar testimonio de mí en Jerusalén, en toda la región de Judea, en
Samaría y hasta en las partes más lejanas de la tierra” (Hechos 1: 8). Se
trata de ir a ser sal de la tierra, luz del mundo, fermento de la nueva humanidad
de Dios.
Los antiguos filósofos escolásticos decían: el bien es
difusivo de sí, lo que es bueno irradia bondad y merece ser difundido para que
muchos, ojalá todos, se beneficien y disfruten de estos dones. Así, los
discípulos primeros que han experimentado la Pascua de Jesús, viviendo ahora
ellos como seres humanos nuevos, reciben de Jesús la intención de difundir la
Buena Noticia para que haya sentido , esperanza, mejor y más digna humanidad,
superación del absurdo y de la frustración de la muerte. No resisten el deseo
de ir y comunicar a muchos las realidades estupendas y decisivas que han vivido
con Jesús y que ahora quieren entregar para que muchos más vivan las inmensas
posibilidades del beneficio pascual.
Por esto, la Iglesia no se debe a sí misma, es lo que quiere
decir el Papa Francisco cuando afirma que debemos dejar de ser una iglesia
autoreferencial y salir a las periferias de la vida y de la realidad: saturarnos de Dios significa
saturarnos del ser humano, de todo lo que lo hace feliz y lo realiza, también de
lo que lo limita y destruye. Experimentando a fondo todo lo humano – en el
mejor estilo del Señor Jesús –
desarrollaremos la sabiduría evangélica que se requiere para ser solidarios,
próximos a todo prójimos, apasionados por su dignidad y por su trascendencia.
Y así también Dios nos habilitará para participar con El de la novedad del
reino, del nuevo orden de vida que Dios instaura entre nosotros a través
del ministerio de Jesús. Con El “ascendemos” al
Padre y nos encontramos con cada hermano para vivir en el espíritu de las
bienaventuranzas.
Justamente este aspecto es el que la Iglesia quiere destacar
cuando hoy canoniza a la madre Laura, una mujer que, desde sus convicciones de
seguimiento de Jesús, descubrió a los indígenas y a los afroamericanos, conoció
sus pobrezas y padecimientos, se adentró en su cultura y sensibilidad, los amó
con pasión y creó para ellos un proyecto apostólico, educativo, social, para
dar el mensaje a los colombianos de la profunda dignidad de estos prójimos. Y
todo esto de modo infatigable, aún con la incomprensión y marcado prejuicio de
algunos obispos y sacerdotes, que no podían entender como una mujer tuviera
estos ímpetus e intrepidez.
Admirable trabajo el de
ella y el de sus abnegadas religiosas que hoy siguen fieles a su compromiso con
el carisma fundacional, y con los destinatarios del mismo: las comunidades
indígenas y afro en más de 20 países del mundo, resueltas, como su fundadora, a
dar lo mejor de sí mismas para que estos prójimos, a menudo afectados por el
desconocimiento de su dignidad, encuentren cauces para vivir libremente su
cultura e identidad, para participar constructivamente en la dinámica social,
para crecer y educarse, para vivir en el desarrollo sostenible, para ser
plenamente humanos e hijos amados de Dios.
Como Laura, también nosotros tenemos la misión de ser
testigos de estas realidades, vale decir, de apostar todo nuestro ser a esta
misión: “Y Ustedes son testigos de esto. Yo les enviaré lo que mi Padre ha
prometido; Ustedes quédense en la ciudad , hasta que se revistan de la fuerza
de lo alto” (Lucas 24: 48-49).
Antonio José Sarmiento Nova,S.J.
Alejandro Romero Sarmiento
No hay comentarios:
Publicar un comentario