Lecturas
1.
Zacarías
12:10-11 y 13:1
2.
Salmo
62: 2-9
3.
Gálatas
3: 26-29
4.
Lucas
9: 18-25
La pregunta y planteamiento que hace Jesús a sus discípulos
en el texto de Lucas nos ponen frente a elementos
sustanciales del proyecto cristiano. Quién es Jesús para sus discípulos y para
nosotros? Qué implicaciones tiene la respuesta que damos a tal interrogante?
La inercia sociocultural en la que se ve envuelto el
cristianismo hace que este se “acomode” al tejido social y se convierta en algo
común y corriente, una práctica ritual, unas determinadas costumbres, unas
creencias no procesadas reflexiva y críticamente, una manera “tranquila” de
vivir esta fe.
Así como en el mundo árabe la inmensa mayoría de la población
es musulmana, entre nosotros, cultura occidental, América Latina, la mayor
parte de la población es cristiana, y, específicamente católica, como
consecuencia de la conquista y colonización hecha por parte de España y
Portugal, reinos en su momento de
mayoría católica, convencidos de que su verdad religiosa debía estar de la mano
de la implantación de su verdad política.
Esto se vive como la pertenencia a una institución que presta
servicios religiosos y que brinda un tipo de seguridad, tanto en el plano de la
identidad personal y colectiva, como en el de la respuesta a las preguntas que
suscita el asunto clave de la muerte. Sin embargo, no impacta el cambio de la sociedad, en
términos de una mayor autenticidad, de más coherencia en todos los planos del
diario vivir,de una humanidad definitivamente trascendente, solidaria, y comprometida
con el proyecto de vida que se propone en los textos bíblicos y en la
revelación judeocristiana, en el ministerio público de Jesús.
Ordinariamente se asocia el ser buen cristiano con personas
de conducta adaptada al sistema, no problemáticas, soportes del orden y del
sistema establecido, juiciosas, cumplidoras del deber, sumisas. Mucho de este
estilo de práctica cristiana se queda en el simple nivel de lo religioso, sin
tener una genuina experiencia de Dios o una dinámica espiritual que cambie
cualitativamente la vida de quienes
están involucrados en estas realidades.
En otros casos, el silencio u omisión de los cristianos, ha
servido de respaldo a sistemas y situaciones de injusticia, convirtiéndose en
cómplices de sistemas y organizaciones contrarios a los valores del Evangelio.
En todas estas actitudes están comprensiones deficientes de Jesús, de su misión, de su identidad, de su
ministerio. De ahí que se imponga una constante revisión del significado del
Señor, dejando que sea El mismo quien nos interpele, provocando el saludable
discernimiento que se requiere para acceder a su verdad esencial.
Aquí es donde puede entrar con fuerza la cuestión de Jesús: “Quién
dice la multitud que soy yo?” (Lucas 9: 18), o “Y Ustedes, quién dicen que soy
yo?” (Lucas 9: 20).
La pregunta que
les-nos hace no es asunto casual,
desconectado de una intención, se trata de escudriñar el tipo de lógica y
actitud con las que estamos captándolo a El y a su propuesta de vida, si es una
versión acomodada a nuestros intereses, a determinada mentalidad que
distorsiona su intención original, o si corresponde con lo que el Padre Dios
plantea, derribando nuestro imaginario
de “tranquilidad religiosa”. Cuestión que confronta y provoca rupturas porque remite
a lo fundamental de su ser y de su
misión.
A lo largo de estos veinte siglos de historia cristiana
muchas interpretaciones se han dado sobre la persona de Jesús, su ser, su identidad. Muchas de ellas
incompletas o sesgadas, lo que llevó a la Iglesia de los primeros siglos a
pronunciarse magisterialmente , de modo particular en los concilios de Nicea y
Calcedonia, para definir su realidad como verdaderamente Dios, verdaderamente
humano, saliendo al paso a las presentaciones incompletas, unas demasiado
espiritualistas, otras excesivamente reduccionistas y simplificadoras, como
muchas que se ven con alta frecuencia en nuestros días, en los grupos de gran
entusiasmo emocional, con sus prédicas exaltadas, su interpretación literal de
la Biblia y su talante fundamentalista,
tanto en la iglesia católica como en muchos grupos de inspiración pentecostal y
carismática.
Veamos lo que dice Jesús a sus discípulos, a propósito de sus
respuestas: “El Hijo del Hombre tiene que padecer mucho, ser rechazado por los
ancianos, sumos sacerdotes y maestros de la ley, tiene que ser condenado a
muerte y resucitar al tercer día. Y a todos les decía: El que quiera seguirme,
niéguese a sí mismo, cargue con su cruz cada día y sígame. El que quiera salva
su vida la perderá; pero quien pierda su vida por mí la salvará. De qué le vale
al hombre ganar el mundo entero si se pierde o se malogra él?” (Lucas
9: 22-25).
Seguir a Jesús – lo hemos dicho con reiterada frecuencia – es
contracultural. No es por los lados de la vida fácil, del poder, del prestigio
social, de la comodidad material, de los beneficios del dinero, del
cumplimiento ritual, de la ausencia de solidaridad, del acatamiento de los
mínimos religiosos, como se lo sigue a El y a su invitación, claramente
definida en las palabras referidas de Lucas.
Jesús salva y da sentido desde la donación de su vida, y esta
es cruenta, exigente, extrema, dolorosa, crucificada, sin poder mundano, en
perspectiva de servicio, del amor máximo, de la pasión total y profunda por el
ser humano y por la reconstrucción de todo lo suyo, en la clave del Padre y de
los hermanos.
El demanda la totalidad de lo que somos para quienes deseamos
seguir su camino, y este no es fácil ni de privilegios, aquí se renuncia al
vano honor del mundo y se empeña todo de uno mismo, no en vano autocastigo masoquista sino en la máxima ofrenda del amor
para dar sentido a la vida de los demás, para rescatar el sentido de lo
esencial de Dios que es al mismo tiempo lo esencial de la humanidad que se despoja
de arrogancias y poderes. Tal es la sabiduría de la cruz, en palabras de San
Pablo.
El nos deja claro que su misión es “desempoderada”, si se
mira desde la óptica humana de escalafones y jerarquías; de vaciamiento de sí
mismo, de renuncia a toda pretensión de afirmarse sobre los demás; de servicio
humilde para destacar que lo que nos hace auténticamente humanos y nos remite a
Dios es convertirnos en servidores de una mejor y más excelente humanidad, cuyo
diseño se ofrece en el Evangelio. Humanidad llamada a consumarse plenamente en
el amor del Padre y en la construcción de vínculos fraternales, bajo la
inspiración del Espíritu.
Consideremos la densidad de este texto paulino: “Tengan
entre Ustedes los mismos sentimientos de Cristo Jesús, quien, a pesar de su
condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios, sino que se vació de sí y
tomó la condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres. Y mostrándose
en figura humana se humilló, se hizo obediente hasta la muerte, y una muerte en
cruz .Por eso Dios lo exaltó y le concedió un nombre superior a todo nombre,
para que, ante el nombre de Jesús, toda rodilla se doble, en el cielo, en la
tierra y el abismo; y toda lengua confiese : Jesucristo es Señor!, para gloria
de Dios Padre” (Filipenses 2: 5-11). Aquí reside la esencia del señorío
de Jesús.
Este tipo de lógica fue
la que inspiró vidas como las de
Francisco de Asís, Teresa de Jesús, Ignacio de Loyola, Francisco Javier,
Laura Montoya, Carlos de Foucauld, Monseñor Romero, el Padre Arrupe, quienes con su relato vital expresan con
elocuencia el alcance liberador y amoroso de estas afirmaciones.
Evangélicamente
hablando la vida vale la pena si se la apuesta a este ideal y si se entiende y asume que el mismo conlleva
despojarse de lo superfluo, de lo que es motivo de vanidad, de lo que desconoce
la entrega a los mínimos del mundo, crucificándose con El y como El para ser
don y ofrenda de esperanza y de sentido. Sólo el amor es digno de fe!
Y es también, siguiendo el espíritu del texto de Gálatas, una
oferta incluyente, que integra fraternalmente las diferencias, que no clasifica
ni etiqueta, que acoge a todos en la comunión gozosa de los hijos de Dios: “Por
la fe en Cristo Jesús todos Ustedes son hijos de Dios. Los que se han bautizado
consagrándose a Cristo se han revestido de Cristo. Ya no se distinguen judío y griego,esclavo y
libre, hombre y mujer, porque todos Ustedes son uno con Cristo Jesús” (Gálatas
3: 26-28).
En el seguimiento de Jesús también se compromete el
reconocimiento de la diversidad que es
propia de todos los humanos, la riqueza étnica y cultural, la diversidad de
caminos espirituales y religiosos, el patrimonio humanista y sapiencial, los
múltiples aportes para construír la sociedad, los desarrollos de las ciencias y
las artes, la inmensa creatividad de las comunidades, realidades todas que
expresan la multiforme acción del Espíritu y que invitan a tejer lazos, a crear
vínculos y encuentros, cercanías y projimidades. El Evangelio es por definición dialogante,
comunitario, fraterno, promotor del abrazo y la comunión.
Este mismo Espíritu que cruza fronteras , inspira el diálogo,
nos abre a lo diverso, nos congrega y hace posible la experiencia de unidad en
la pluralidad. Ecumenismo, diálogo interreligioso, multiculturalidad, apertura de mente y corazón, elementos que
identifican al auténtico seguidor de Jesús y a una humanidad que trasciende de
sí misma hacia Dios y hacia todos los hermanos.
Antonio José Sarmiento Nova,S.J. – Alejandro Romero Sarmiento
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