Lecturas
1.
Génesis
12: 1-4
2.
Salmo
32: 4-5 y 18-22
3.
2
Timoteo 1: 8-10
4.
Mateo
17: 1-9
Recuerdan Ustedes que el domingo anterior hablamos de las
consecuencias sociales del pecado individual? De la traducción estructural del egoísmo de
las personas?
Así, hacemos memoria de algo que los obispos católicos de
América Latina constataron en su II asamblea general, realizada en agosto de
1968 en Medellín: “Existen muchos estudios sobre la situación del hombre latinoamericano.
En todos ellos se describe la miseria que margina a grandes grupos humanos. Esa
miseria, como hecho colectivo, es una injusticia que clama al cielo”
(Conclusiones de la II Asamblea General del Episcopado Latinoamericano. Documento
de Justicia, No. 1) y: “A
todo ello debe agregarse la falta de solidaridad, que lleva, en el plano
individual y social, a cometer verdaderos pecados, cuya cristalización aparece
evidente en las estructuras injustas que caracterizan la situación de América
Latina” (Ibidem, No. 2, al final).
El pecado, en cuanto ruptura de la opción fundamental por
Dios y su proyecto, des-figura la realidad social y colectiva del ser humano.
Viene entonces la afirmación desmedida de hombres y mujeres que se ven a sí
mismos como la medida de todo, prescindiendo de la relacionalidad con Dios, con
los demás, con la naturaleza, despojando todo esto de su intención original que
es la de los vínculos fraternos y solidarios, del hábitat como espacio de la
dignidad, de la mesa compartida, del compromiso con la projimidad que es
inherente a cada persona. A tal punto, que este egoísmo es el que estructura la
dinámica de la sociedad…….!!!!
La bella figura del paraíso, del hombre y la mujer , a
quienes se refiere así el Génesis: “Entonces dijo Dios: hagamos a los seres
humanos a nuestra imagen y semejanza….” (Génesis 1: 26) se torna, por
efecto del pecado, en rivalidad, destrucción, competencia malsana,
acaparamiento egoísta, exclusión, egolatría, inequidad, y la imagen de Dios
desaparece.
Esto golpea en su misma raíz el proyecto amoroso del Padre,
su opción preferencial por cada una de sus creaturas, pero, al mismo tiempo, lo
indigna y lo lleva a suscitar constantemente el retorno a ese fundamento. Por
eso, la historia bíblica es un testimonio dialéctico del esfuerzo divino por
dar vida y mantenernos vivos, por acariciar con eficacia liberadora todo lo que
El ha creado, por desarrollar una pedagogía permanente de rescate de la
sustancia original de los humanos y de la creación.
Y en contraste, en el mismo texto bíblico, se propone la
narrativa dolorosa de quienes se niegan a esta vitalidad, sometiendo su
libertad a la idolatría, hipotecando todo lo digno que hay en la humanidad,
negándose violentamente a la acción de Dios y del hermano, prostituyendo la
religión, volteando y des-configurando
la belleza inicial de los propósitos teologales.
Esta es la biografía de la humanidad. La Biblia no es un
texto para ser leído y asumido en clave de pasado, es para verlo desde el presente con perspectiva
de futuro, sin olvidar la historia paradigmática que lo originó.
En este cont-texto
podemos acceder cabalmente al pre-texto decisivo de Dios cuando, en el Señor
Jesús, decide que todos los humanos, sin excepción, respetando siempre
autonomías y decisiones, se habiliten para ser trans-figurados, regresados
felizmente a la hermosura con la que surgieron de la intención divina.
El pecado es una
des-gracia, el amor de Dios presente en la creatura, es la gracia, como dice
acertadamente Leonardo Boff en su libro “Gracia y experiencia humana” (Editorial
Trotta. Madrid, 2001): “La gracia es encuentro, apertura, salida,
libertad en acto; pero va siempre acompañada de una amenaza, que significa
des-gracia. Puede darse el des-encuentro, la clausura, el rechazo del diálogo,
el en-si-mismamiento. Gracia y des-gracia son posibilidades para la libertad
humana. Ese es el misterio de la creación. Misterio absoluto e indescifrable
para la razón. La gracia da a todo su
sentido pleno. Es la luz que ilumina y aclara todo. La des-gracia es el absurdo
absoluto. Es la carencia de toda luz….” (Obra citada, pags. 18-19).
Pero….. nos lo afirman los profetas y testigos de la fe, Dios
aunque se indigna y nos confronta, no pierde su confianza en la condición
humana y por eso lo apuesta todo por nosotros, direccionando siempre nuestra
historia a su figura original. Este es el sentido de la misión del Señor
Jesucristo, y es el significado del hermoso relato que nos trae este domingo el
Evangelio de Mateo: “ Seis días después, tomó Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, los llevó a una montaña
muy alta a solas y se transfiguró en su presencia. Su rostro brillaba como el
sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz” (Mateo 17: 1-2).
En El nuestra vida adquiere nuevamente la dignidad querida
por el Padre, somos re-creados, a-graciados, embellecidos en nuestro ser. Este
es el punto de llegada de eso que llamamos conversión, punto central que nos
plantea la pedagogía cuaresmal, que no es el fruto de emociones momentáneas, de
pronto surgidas de una experiencia muy emocional, tipo relámpago, que brilla
con intensidad pero que luego desaparece en el olvido, sino una decisión de
afianzarnos de modo constante y creciente en los caminos de Dios.
Convertirse a Dios es aceptar, en el mayor ejercicio de
madurez y libertad, vivir una humanidad estupenda, solidaria, centrada en el
Padre y en los prójimos, teniendo como referencia fundante el ser y el quehacer
del trans-figurado por excelencia, el Señor Jesús: “Este es mi hijo amado, en quien
he puesto todas mis complacencias, escúchenlo” (Mateo 17: 5).
De ahí nuestra insistencia en romper con ese esquema de una
cuaresma sombría, pesimista, basada en prácticas externas, a menudo
desprovistas de contenido espiritual, para dar el paso cualitativo a la
dimensión de la esperanza en Aquel que es todo para nosotros, el dador de
gracia y de sentido, el hacedor de la figura original hermosa, armónica,
integrada, trascendente, y el eterno recuperador de la misma cuando el pecado ha
dado al traste con la gracia del comienzo.
Exactamente a eso se refiere Pablo, cuando alecciona a su
discípulo entrañable, Timoteo: “Dios nos ha salvado y nos ha llamado a una
vocación santa, no por nuestras obras, sino por su propia voluntad y por la
gracia que nos ha sido dada desde la eternidad en Jesucristo. Esta gracia se ha
manifestado ahora en la aparición de nuestro Salvador, Jesucristo, que ha
destruido la muerte y ha hecho irradiar la vida y la inmortalidad mediante el
anuncio del Evangelio, de cual yo he sido constituído mensajero, apóstol y
maestro” (2 Timoteo 1: 9-11).
Este es el contenido preciso de lo que estamos llamando
trans-figuración! Tal es le genuina perspectiva cuaresmal!
Por eso, se impone estar atentos a los llamados de Dios, en
la cotidianidad, en las experiencias felices o en las dolorosas, en las
situaciones límite, en las personas, en el amor o en el des-amor, en el
lenguaje contundente de la realidad, en los clamores de quienes nos llaman la
atención porque su dignidad ha sido sustraída, en la banalidad de la sociedad
de consumo, en los inaceptables hechos de corrupción, o en la coherencia y
santidad de las gentes buenas y generosas.
Estas convocatorias invitan a una “salida”: “El Señor dijo a Abraham : deja tu tierra, tus
parientes, y la casa de tu padre, y vete a la tierra que yo te indicaré”
(Génesis 12: 1), y la acompaña con una promesa, generadora de la mayor
esperanza: “Yo haré de ti un gran pueblo, te bendeciré y haré famoso tu nombre,
que será una bendición. Bendeciré a los que te bendigan , y maldeciré a los que
te maldigan. Por ti serán benditas todas las naciones de la tierra”
(Génesis 12: 2-3).
De dónde tenemos que salir? De qué zonas de comodidad debemos
desinstalarnos? A qué debemos renunciar? Qué rupturas nos pide Dios? Cuáles son
esos núcleos de nuestro ser y quehacer
que nos frenan la “salida” hacia Dios? Nos sentimos muy apegados a este universo
confortable, egoísta, insensible y nos produce inmenso miedo pensar en que para
ser libres debemos romper con todo eso?
O, más bien, nos sentimos
“pro-vocados” por Dios, su
llamada nos confronta, nos pone en situación de autocrítica, nos remite a la
mayor honestidad y sinceridad con nosotros mismos, aún frágiles y con algo de
temor nos lanzamos, como Abraham, a esta aventura de la
libertad, animados por la promesa y por
la bendición? La nuestra, es una intención resuelta de estar regresando
siempre a la figura original, sabedores de que es el Dios Padre de Jesús el
que, en este último nos trans-figura, haciendo concreta y factible la misma
promesa hecha a nuestro padre en la fe?
Una hermosísima y profunda biografía de San Ignacio, titulada
“Ignacio
de Loyola, solo y a pie” , de José Ignacio Tellechea Idígoras, nos
relata la vida de este apasionante
místico del siglo XVI, a quien la vida le quebró sus seguridades, le “movió el
piso” decimos nosotros, quedándose sin ellas inquieto y desasosegado,
poniéndole en tela de juicio lo que él mismo llamó después “el vano honor del
mundo”.
Ese mismo Dios que movió a Abraham, el que se nos reveló en
Jesús, también planteó a Ignacio la “salida” de su ego, de su mundanidad
egoísta, de sus afanes de hacer carrera de poder, de su exagerada autoestima, e
hizo de él un peregrino, un caminante , hombre “sólo y a pie”, que se
marchó – gozoso y esperanzado - detrás
de la promesa y de la bendición, deseoso de ser trans-figurado con el Hijo.
Alejandro Romero Sarmiento
- Antonio José Sarmiento
Nova,S.J.
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