Lecturas
1.
Hechos
2: 1-11
2.
Salmo
103 : 1 y 24;29-34
3.
1
Corintios 12: 3-7 y 12-13
4.
Juan
20: 19-23
El texto de Juan que se nos propone en esta solemnidad de
Pentecostés es definitivamente provocador y apasionante, porque lo que se
evidencia en él es la realidad maravillosa, vital, plena de Dios, que es el
Espíritu, el que nos hace sabios y libres, el que posibilita en nosotros la
nueva creación, el que nos dota de talante profético y de imaginación creadora.
Hagamos simplemente el seguimiento del mismo, detectemos su
pre-texto y su con-texto y hagamos el ejercicio de cotejarlo con nuestro relato
de vida: ”Al atardecer de aquel día” (Juan 20:19), cuando la oscuridad
invade todo, cuando las tinieblas hacen que perdamos el aliento, cuando
recuerdos problemáticos, heridas no curadas, miedos ancestrales, egoísmos no
resueltos , idolatrías que nos someten, nos llevan a un estado de opacidad y
ceguera.
Pero, por oposición, es “el primer día de la semana” (Juan
20:19), es el tiempo en el que todo se hace nuevo, la irrupción de la nueva
creación, es la novedad radical del ser y de la historia que rescata de la
muerte, de la injusticia, del pecado, del sin sentido, y transforma todas esas
señales de desencanto en la nueva manera de vivir que es propia del Señor
Resucitado.
También hay que tener en cuenta que “estaban los discípulos con las puertas bien
cerradas” (Juan 20:19), miedos, durezas aparentes, intransigencias,
egos inflados, posturas de autosuficiencia, engreimiento, absolutización de
realidades que no salvan, máscaras, son
- entre muchas – señales indicativas de esa cerrazón, trasunto – por
supuesto – de una inmensa vulnerabilidad y de un notable miedo a la libertad.
Nos dejamos llenar de miedos y desconfianzas, de
inseguridades e imaginarios limitantes, todo esto hasta el punto de
constituirse en impedimentos de nuestra felicidad y de nuestro legítimo derecho
a una existencia con sentido.
Qué hacer? Se impone correr el riesgo de la libertad, de romper con ese tinglado que nos paraliza , la
“osadía
de dejarse llevar” – en palabras
del inolvidable Padre Arrupe – , aquí es donde cabe escuchar esa voz que dice:
“La
paz esté con ustedes. Como el Padre me envió , así yo los envío a ustedes”
(Juan 20: 21). Advirtiendo con meridiana
claridad que esa paz no es conformismo ni ausencia de tensión y de
confrontación.
La paz que proviene de Jesús – el legítimo don del Espíritu –
remueve la conciencia, desarma las seguridades, inclusive las religiosas y
morales, nos saca de la zona de confort, pone en tela de juicio nuestros
valores y prioridades, y nos remite a una vida de autonomía, de opciones y
actuaciones consistentes con el ímpetu renovador que se origina en el mismísimo
Dios. Esto es Pentecostés!!
Ese Jesús a quien escuchamos es nuestra verdadera identidad.
En el descubrimos la dimensión más profunda y esclarecedora de todo lo real y
de nuestra biografía, porque El, gracias al dinamismo del Espíritu – nos revela
en simultaneidad salvadora el verdadero ser de Dios, en cuanto padre y madre, y
también lo específico de nuestra condición humana.
Este es el contenido de eso que los orientales han llamado la
iluminación de la conciencia, donde se llega al nivel de la sabiduría, del
despojo del falso yo, para dejar que Dios establezca en nosotros la
coincidencia con El a través de su hijo Jesús.
Así, basta escuchar esa voz que nace de nuestro fondo común y compartido
para que notemos cómo esta vida nuestra se empieza a transformar.
Es el “aliento” que vuelve a nosotros, el soplo vital del
Espíritu que irrumpe con intensidad, como en aquella mañana de Pentecostés: “De
repente vino del cielo un ruido, como de viento huracanado, que llenó toda la
casa donde se alojaban” (Hechos 2: 2).
A la luz de esto vamos
a revisar críticamente todo letargo y adormecimiento, ese mundo de ritualismos
y formalidades, también el excesivo cuidado de la imagen, lo que ha dado en
llamarse “políticamente correcto”, no siempre plausible desde la perspectiva
ético – moral, y el pacato temor a anunciar la Buena Noticia como es ella
en verdad.
Cuáles son aquellos aspectos de nuestra vida, también de la
Iglesia, que demandan este estremecimiento del Espíritu? Qué es lo que frena el
impacto liberador del Evangelio, lo que hace que el proyecto de Jesús no sea
atractivo porque es presentado m de modo más religioso que profético? Cómo sacudirnos de esa pesadez institucional y
hacer que todo lo normativo y reglamentario se sature del Espíritu para que
cumpla con su verdadera función?
Cómo dejar atrás el anquilosamiento, el predominio en
nosotros del personaje sobre la verdad del ser?
Estas y muchas otras cuestiones cobran definitiva prioridad en esta
lógica del Espíritu, porque es la apuesta del Señor Jesús, la de configurar
hombres y mujeres libres para Dios, para la humanidad, para una existencia
creadora y generadora de sentido y de esperanza.
Miremos este mundo de fundamentalismos políticos y
religiosos, de mapas mentales que determinan con egoísmo la vida de las
personas, de modelos sociales que legitiman la injusticia, de silencios
miedosos que socavan la intrepidez de la profecía de Jesús, de utilizaciones y
manipulaciones de Dios para justificar ideologías excluyentes, dogmatismos sin
base liberadora, afán de erigirse unos
como dominadores de los otros, y contrastémoslo todo con la intervención del
Espíritu: es el tiempo de hacer explícita la intención divina de acoger a todos
los humanos, en el más puro ecumenismo; es el tiempo de llamar a las cosas por
su nombre; es el tiempo de no empobrecer la condición humana con estereotipos que no favorecen la dignidad;
es el tiempo de ser verdaderamente hijos de Dios y prójimos dispuestos a dar lo
mejor de sí mismos para que en cada ser humano brille la dignidad del creador.
“Aparecieron lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre
cada uno de ellos. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en
lenguas extranjeras, según el Espíritu les permitía expresarse” (
Hechos 2: 3-4). Hacer una interpretación
literal del texto es empobrecerlo
convirtiéndolo en la simple anécdota de un prodigio inexplicable, pero
si corremos el riesgo de dar el salto cualitativo nos vamos a encontrar con la
acción teologal que saca al ser humano de su estrechez:
-
Es
el descubrimiento feliz de que Dios no es patrimonio de una élite, sino
beneficio liberador para todos los seres humanos, es la universalidad de la
salvación, iniciativa del Señor que traspasa toda frontera.
-
Es
así mismo el reconocimiento de lo diverso y plural inherente al ser humano, sus
múltiples culturas y lenguaje, la riqueza incontenible de estas realidades, la
diversa fecundidad de Dios y de sus creaturas,
-
Pero
es también la constatación de que en esa desbordante diversidad hay un
principio unificante que viene a ser como la savia que da coherencia y armonía
– lo uno en lo múltiple – a toda la realidad de los humanos, de la creación, de
la historia: “Existen diversos dones espirituales, pero un mismo Espíritu; existen
ministerios diversos, pero un mismo Señor; existen actividades diversas, pero
un mismo Dios que ejecuta todo en todos” (1 Corintios 12: 4 – 6).
Una muy buena y densa reflexión para este Pentecostés puede
partir de la pregunta: porqué sofocamos a Dios, al Espíritu, por qué lo
limitamos con nuestros esquemas que constriñen, porque los revestimos de
ideologías seudorreligiosas tan poco compatibles con la libertad de Jesús?
Miremos más bien – y que esto sea elemento fundante de
nuestra esperanza – al Espíritu que anima la Iglesia y la hace creativa, la
sana de sus inconsistencias y la remite siempre al Evangelio; al que suscita la
profecía y el carisma siempre en clave de la Buena Noticia; al que lo hace todo
nuevo; al que nos despierta de la pasividad y nos lanza a la misión, al que
suscita al Señor Jesús tan profunda y radicalmente humano porque es radical y
profundamente divino, y nos inserta salvíficamente para que participemos de esa
misma misión e identidad, hecho en el que supera la precariedad humana en
trance de muerte y se abre a la plenitud del Padre, para ser salvada – liberada
y justificada.
Examinemos con la óptica del Espíritu las desuniones,
discordias, rupturas, descalificaciones, excomuniones, entre unos cristianos y
otros, y asumamos esta pluralidad de denominaciones desde una perspectiva de
recuperación permanente de lo original cristiano.
El auténtico diálogo ecuménico es el que pasa por reconocer
que “todo
lo realiza el mismo y único Espíritu repartiendo a cada uno como quiere. Como
el cuerpo, que siendo uno, tiene muchos miembros, y los miembros, siendo
muchos, forman un solo cuerpo, así también Cristo” (1 Corintios 12:
11-12).
Sin incurrir en un pacifismo ingenuo podemos decir que cada
interpretación cristiana – gracias al don del Espíritu – tiene una honesta
intención de aproximarse de la mejor manera a la genuina realidad de Jesús.
Así católicos,
ortodoxos, luteranos, anglicanos, metodistas, bautistas, reformados,
presbiterianos,pentecostales, van
haciendo énfasis en elementos que los otros desconocen o disminuyen. Y en
todo ese inmenso tejido se va construyendo cabalmente el verdadero ser y
quehacer del Señor: “Todos nosotros, judíos o griegos, esclavos o
libres, nos hemos bautizado en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo, y
hemos bebido un solo Espíritu” (1 Corintios 12: ).
Y – por supuesto – desde esta riquísima diversidad cristiana
podemos estar abiertos por el Espíritu a sus inagotables evidencias en la
multiplicidad humana, espiritual, religiosa, de todas las creaturas de Dios. Un
seguidor de Jesucristo se legitima si es dueño de una vigorosa identidad
evangélica, en la que destacan la más generosa apertura y respeto a todos los
credos, a todas las sabidurías, a todos los humanismos.
Alejandro Romero Sarmiento – Antonio José Sarmiento Nova,S.J.
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