Lecturas
1.
Isaìas 45: 1 y 4 – 6
2.
Salmo 84: 9 – 14
3.
1 Tesalonicenses 1: 1 – 5
4.
Mateo 22: 15 – 21
Cuàles son las prioridades que orientan nuestra
vida, cuàles los
valores que la determinan y le dan estructura y consistencia, o la
desordenan y apartan de su plenitud? Dicho en términos de San Ignacio de
Loyola, cuál es el principio y fundamento que decide nuestro proyecto existencial?
Esta es la gran
cuestión a la que nos lleva el relato evangélico de hoy, en el que los líderes
religiosos de Israel siguen asediando a Jesùs, con cuestiones como esta: “Entonces los fariseos se reunieron para
buscar un modo de enredarlo con sus
palabras. Le enviaron algunos discípulos suyos acompañados de herodianos, que
le dijeron: Maestro, nos consta que eres sincero, que enseñas con fidelidad el
camino de Dios y que no te fijas en la condición de las personas porque eres
imparcial. Dinos tu opinión: es lìcito pagar impuesto al cèsar o no?”
(Mateo 22: 15 – 17).
Seguimos en la explanada del templo de Jerusalén, en
medio de los enfrentamientos de diversos grupos con Jesús. En esta oportunidad,
fariseos y herodianos lo van a poner en un serio compromiso preguntándole sobre
la licitud del tributo al emperador de Roma. En ese tiempo – debemos recordar –
además de los impuestos menores, que eran muchos, los judíos debían pagar el
tributo mayor al César, que era la señal por excelencia de sometimiento y
acatamiento a su poder imperial.
Los dos grupos
eran partidarios de pagarlo: Los
fariseos, porque al hacerlo los romanos les permitían seguir con sus prácticas
religiosas; los herodianos, clase
dirigente del mundo judío, porque mantenían buenas relaciones con Roma y porque
esto les facilitaba seguir con todos sus privilegios.
Sin embargo, otros judíos adoptaban una postura de
oposición radical, basada en motivos propios de su estricta observancia
religiosa. Para los zelotas, el grupo radical considerado abiertamente
subversivo por el imperio, pagarlo era visto como pecado de idolatría, porque
se interpretaba como rendir culto a un Dios distinto de Yavé, y porque se
hipotecaba la dignidad del pueblo arrodillándose servilmente ante el emperador.
Con este presupuesto, se advierte que la pregunta que
hacen a Jesús sobre la licitud de ese pago estaba claramente en función de
detectar si El era respetuoso o no de las autoridades romanas. La cuestión
formulada es insidiosa y maligna, como todas las tretas que le propusieron
estos líderes religiosos, porque no se mueve en el plano de los hechos , sino
en el de los principios, interrogándolo por la licitud o ilicitud de esta
tributación.
Evidentes
triquiñuelas de “expertos” en amañar las leyes y sesgarlas según su
conveniencia, como suele suceder en muchos de nuestros medios judiciales y
jurídicos.
La respuesta del Señor es magistral y transparente: “Jesús,
adivinando su mala intención, les dijo: Por qué me tientan, hipócritas?
Muéstrenme la moneda del tributo. Le presentaron un denario. Y él les dijo: de
quién es esta imagen y esta inscripción? Contestaron: del césar. Entonces les
dijo: Den, pues, al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios”
(Mateo 22: 18 – 21).
Una lectura sutil e interlineal del texto nos permite
detectar que lo propio del César se limita al ámbito de su temporalidad y de su
poder, recordando que la institución estatal, si sirve al bien común y es
respetuosa de los derechos de todos, es deseable y respetable pero no tiene
capacidad de agotar las grandes preguntas humanas por el sentido definitivo de
la existencia, mientras que “lo que es de Dios” sí se sitúa
claramente en este ámbito de lo que es decisivamente salvífico y liberador.
A Dios le importa lo esencial: la felicidad y plenitud
de los humanos, la lógica del servicio y de la solidaridad como rasgos
definitorios del Reino, la superación de la formalidad religiosa en aras de la
conversión del corazón, la vida limpia y honesta, la promoción constante de la
dignidad humana, el ejercicio de la misericordia, la opción preferencial por
los últimos del mundo, la restauración de los corazones afectados por el
pecado, el espíritu de las bienaventuranzas como impronta de la genuina
felicidad, la negativa sistemática a la arrogancia del poder y del éxito
material, la pasión por la justicia.
Estas cosas no
importaban a los insidiosos fariseos y herodianos, pero sí a Jesús y a aquellos
a quienes El llegaba con su ministerio y con su revelación de la realidad
amorosa y cercanísima del Padre – Abba. Exactamente en este sentido va la
respuesta de Jesús!
Podríamos parafrasear el planteamiento de Jesús
con contrapreguntas como estas: Es
lícito poner la ley por encima del ser humano? Es válido imponer a otros cargas
pesadas e insoportables y luego no hacer nada, considerándose ya justificados y
salvados? Tiene legitimidad entrar en discusiones sobre minucias jurídicas
fijándose en la milimetría de la letra y no en la necesidad de vida y de
sentido que tenemos la mayoría de los hombres y mujeres? Es correcto cumplir la
ley al pie de la letra pero no practicar la misericordia, el perdón, la vida
humilde y generosa?
Por aquí es por donde transita el apasionante estilo
de vida que el Maestro trae en nombre del Padre
- Madre Dios, es en este espacio
donde se juegan el genuino sentido de la vida, la auténtica libertad, el
talante que hace del ser humano alguien con trascendencia y significado. Dios
es absoluto para que los humanos seamos libres y dignos, esto es esencial y de
primerísima línea en la misión del Señor
Jesús.
Se pone así en tela de juicio un tipo de religiosidad
basado solamente en rituales y cumplimientos exteriores, en formalidades
doctrinales, en minucias disciplinarias, como camisas de fuerza obligatorias
detrás de las cuales está la imagen de ese Dios neurótico, incapaz de gozar con
la felicidad de la gente, siempre en plan de prohibir y de impedir el
crecimiento armónico de todas las dimensiones de nuestro ser.
Este asunto ha
sido tratado con severidad por los
“maestros de la sospecha” Marx, Freud, Nietzsche, Feuerbach, y por otros
pensadores críticos, cuando desde las ópticas propias de sus disciplinas,
enfocan las alienaciones de la religión, señalando esas inconsistencias de un
tal Dios que anula a los hombres en sus posibilidades de crecimiento y
autonomía, haciéndolos sumisos, apocados, temerosos, poco arriesgados para
vivir en libertad, y negados para disfrutar gozosamente de las maravillas de
las demás personas y de la vida misma.
Por feliz oposición evangélica, dar a Dios lo que es
de Dios equivale a dar al prójimo lo que es del prójimo. Y esto tiene su raíz
en ese haberse manifestado El en la humanidad de Jesús, y en la humanidad de
todos nosotros, porque entendemos, asumimos, vivimos a Dios a través de lo
humano, y esto con rostro de hermano, de prójimo, de compañero de camino, de
buscador de sentido, de reivindicador de dignidad, de constructor de vida y
esperanza.
La hábil salida de Jesús a la cuestión planteada no se
puede entender como la presencia de dos realidades separadas, incluso opuestas,
el plano de lo divino-sagrado, lejano de la realidad, y el de lo
humano-profano, como un ámbito de
segunda categoría. Esta no es la interpretación correcta y no se corresponde
con la intencionalidad suya.
Lo que El
quiere poner de presente es la relatividad de los poderes temporales, a menudo
tan frágiles unos y tan prepotentes y autoritarios otros, ambos sin capacidad
de dotar de sentido pleno la historia humana, pero también - y aquí viene el énfasis que es contundente
en la revelación cristiana – destacar como central que el ser humano y su
historia son el escenario sacramental de Dios, quien se implica en ellos a
través de Jesús para superar esa dualidad y para implicar decisivamente la
divinidad en la humanidad y esta en la divinidad.
Así el proyecto de Dios es dar estatuto de legitimidad a nuestras expectativas y búsquedas, a
nuestros amores y felicidades, a nuestros proyectos de vida, a nuestras luchas
por la dignidad y por la libertad, a nuestra creatividad y a la capacidad
transformadora de la imaginación.
Es también una contestación profética a las idolatrías
como la del mercado y del consumo, al que se le rinde tributo y pleitesía a
costa de la dignidad de tantas personas, y junto con esta, a la moda, la
competencia desleal, la búsqueda desmedida de un éxito individualista que no
sabe de solidaridad, la carrera desaforada del poder, el deseo permanente de
aplausos y reconocimiento, el desprecio por los más débiles.
Ante todo esto
Jesús nos pide mantener una conciencia libre, en permanente proceso de
emancipación, dando a Dios el agrado de construír un mundo más humano,
incluyente, reconocedor de las ricas diferencias de unos y otros, propiciador
del sentido y de la trascendencia, siempre diseñando estrategias de felicidad,
acogiendo a todos sin distingos, significando en todo la paternidad de Dios que
es nuestro principio y fundamento y que se traduce en la maravillosa condición
humana en la que todos nos sentimos hijos y hermanos.
Porque, en este bienaventurado contexto de vitalidad
teologal y humanista: “El amor y la verdad se dan cita, la justicia
y la paz se besan; la verdad brota de la tierra, la justicia se asoma desde el
cielo….La justicia caminará delante de El, la paz seguirá sus pasos”
(Salmo 84 11 – 12 y 14).
Que pasemos por la vida dando lo mejor de nosotros en
función de una ciudadanía responsable,
compartiendo las semillas del
Evangelio para que estas sociedades nuestras sean verdaderamente comprometidas
con la dignidad de cada persona, que nos
insertemos con los hombres y mujeres de las diversas tradiciones religiosas y
culturales en la construcción de un mundo en el que todo ha de estar en función
de esta plenitud de la humanidad, sin agotarnos en tal o cual modelo
sociopolítico o económico.
Esto es dar a Dios lo que es de Dios y al césar lo que
es del césar (Fijémonos: este último va deliberadamente con minúscula!)
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