domingo, 26 de octubre de 2014

COMUNITAS MATUTINA 26 DE OCTUBRE DOMINGO XXX DEL TIEMPO ORDINARIO

Lecturas
1.      Exodo  22: 20 – 26
2.      Salmo 17:  2-4; 47 y 51
3.      1 Tesalonicenses 1: 5 – 10
4.      Mateo 22: 34 – 40

Definitivamente es clarísimo que en la revelación cristiana la fe en Dios y el acatamiento a El  , siguiendo el proyecto de vida que nos propone como camino de plenitud,  tiene una relación directa y de mutua implicación con el reconocimiento del prójimo frágil, disminuido en su dignidad, lo mismo que con el ejercicio constante y creciente de la solidaridad hacia este, buscando siempre su reivindicación y promoción. Ya lo decíamos el domingo anterior, dar a Dios lo que es de Dios conlleva dar al prójimo lo que es del prójimo.
A esto nos remite el texto de Exodo 22: 20 – 26 que se nos propone hoy como primera lectura, escrito  que hace parte de una serie de mandatos en modo imperativo, en los que son esenciales los que están referidos al amor y la misericordia debidos al prójimo: “ No oprimiràs ni maltrataràs  al emigrante, porque también ustedes fueron emigrantes en Egipto. No explotaràs a viudas ni a huérfanos, porque si los explotas, y ellos claman a mì, yo los escucharè” (Exodo 22: 20 – 22).
Los israelitas comprenden y asumen que el Dios  que determina esta ética de la projimidad y del servicio se revela asì: “Si el pobre y el desvalido claman a mì, yo los escucharè, porque yo soy compasivo” (Exodo 22: 26). No es esta  una expresión ocasional o piadosa sino  la definición màs cabal  y elocuente de la personalidad de Yavè Dios, en la que sentir como propios los dolores y sufrimientos de los humanos es el aspecto que nos expresa mejor  su ser y su dedicación  prioritaria a la humanidad.
Digamos que la razón de ser de Dios somos los seres humanos, a El sòlo le interesan nuestra plenitud y realización, por eso todo su proyecto y pedagogìa están orientados a garantizar que, en libertad, acojamos su oferta de sentido superando los afectos desordenados, las esclavitudes, idolatrìas, todo lo que frustra en nosotros ese plan de salvación y de liberación.
La misericordia y la compasión teologales, en cuanto lenguaje de su total solidaridad con todos los humanos, son la clave de comprensión de sus intenciones salvíficas, siempre referidas a nosotros.
Estas consideraciones nos llevan a pensar cuàntas veces se ha deformado a Dios con proyecciones de nuestro egoísmo, presentándolo como inaccesible, demasiado sacral y solemne, iracundo y vengativo, hasta el punto de generar una religiosidad temerosa y sumisa, frecuentemente confrontada  con severidad por los críticos que estudian el fenómeno religioso, detectando si allì el ser humano es libre y digno o alienado y desposeído de su autonomía.
Por eso cabe preguntarnos si Dios, y la experiencia espiritual y religiosa que vivimos como vinculación con El, posibilita nuestra felicidad y nuestra libertad y nos remite al compromiso con nuestros hermanos como consecuencia lógica de esta disposición, o si, penosamente, nos hace inseguros, preocupados por cumplir milimétricamente normas de desmedida rigidez, ocupados màs de las formas exteriores que del crecimiento feliz de nuestra interioridad, desentendidos de la realidad y de la historia cotidiana, de sus dramas y conflictos, como suelen presentarse muchos grupos y personas que se dicen observantes de estos o aquellos caminos religiosos.
Preocupa seriamente que después de tantos esfuerzos de renovación en la acción pastoral, en la reflexión teológica, en la espiritualidad, se sigan dando modelos de relación con Dios descontextualizados de la realidad, de los grandes interrogantes de la humanidad, de las problemáticas que aquejan a millones de personas en el mundo, haciéndose eco de un fundamentalismo que desconoce al mismo ser humano y a su realidad.
Estas son las religiosidades verticales sin referencia existencial y con una débil o nula ética de la fraternidad y de la misericordia.
Pero, gracias a Dios y a la acción liberadora del Espìritu, Jesùs siempre nos conecta con los elementos que definen su misión, a eso nos remite el texto de Mateo, propuesto en este domingo: “ Al enterarse los fariseos de que había tapado la boca a los saduceos, se reunieron alrededor de èl  y uno de ellos le preguntò maliciosamente: Maestro, cuàl es el precepto màs importante de la ley? Le respondió: Amaràs al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el precepto màs importante, pero el segundo es equivalente: Amaràs al prójimo como a tì mismo. De estos dos mandamientos dependen la ley y los profetas” (Mateo 22: 34 – 40).
En esta sencillísima formulación està contenida la enseñanza fundamental de Jesùs: este doble y complementario amor es el indispensable principio unificador que elimina toda fractura y dispersión , criterio básico de discernimiento.
 Si no hay amor efectivo al prójimo, toda proclamación de amor a Dios es falsa, no tiene fundamento en la realidad , no se arraiga en la historia. Al colocar estos dos mandamientos como eje de toda la Escritura, Jesùs pone en primer lugar la actitud filial con respecto a Dios y la solidaridad interhumana como las claves de la genuina religiosidad.
Asì lo vemos expresado por Juan: “ Quien dice que està en la luz mientras odia a su hermano , sigue en tinieblas. Quien ama a su hermano permanece en la luz y no tropieza. Quien odia a su hermano està en tinieblas, camina en tinieblas y no sabe adònde va, porque la oscuridad le ciega los ojos” (1 Juan 1: 9 – 11).
Tambièn el apóstol Santiago participa de esta convicción: “Una religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre consiste en cuidar de huérfanos y viudas en su necesidad y conservarse incontaminado del mundo” (Santiago 1: 27). El culto genuino a Dios, el “adorar al Padre en espíritu y en verdad” (Juan 4: 23), adquiere una forma concreta en la conducta honesta y en la opción preferencial por los pobres y últimos de la sociedad.
 Los elementos aquí propuestos son componentes esenciales de la oferta cristiana, podemos decir que suena a redundancia afirmarlos. En toda catequesis, en toda formulación de la teología, en las realizaciones del ministerio eclesial, siempre salen a relucir. Con esta insistencia podría pensarse que todos los cristianos los tenemos integrados en nuestro modo de proceder; sin embargo, son tales las injusticias de la sociedad, las inequidades, los maltratos a tanta gente, las vejaciones y ofensas a los humildes, y esto en sociedades que se dicen evangelizadas, que se hace imperativo volver constantemente por esta mutua implicación del amor al Padre Dios y a los hermanos que reclaman dignidad.
Cuando en el mundo cristiano reconocemos a algunos y algunas de los nuestros como destacados seguidores de Jesùs estamos explicitando en ellos la excepcional coherencia de su testimonio como hombres y mujeres amantes de Dios y de los hermanos, cultores de la solidaridad, comprometidos con la justicia y con la dignidad humana, volcados misericordiosamente a sus necesidades, en el mejor estilo de identificación con el proyecto original de Jesùs.
Creyentes como Martin Luther King, Madre Teresa de Calcuta, Monseñor Romero, San Alberto Hurtado, Dorothy Day, Dom Helder Càmara, Francisco de Asìs, Pedro Claver, son excepcionales en su vivencia del Evangelio justamente porque han combinado en equilibrio cristocèntrico la honda experiencia de ser hijos de Dios en Jesùs con el compromiso incondicional de servicio a los màs pobres, con la denuncia profética de las injusticias que los hacen víctimas y con la promoción de su humanidad.
Asì mismo, pensamos en tantos cristianos anónimos, hombres y mujeres de buena voluntad, que se dedican infatigablemente a este ejercicio de la projimidad sin buscar recompensas ni reconocimientos sociales. Es la silenciosa satisfacción de vivir en los caminos de Dios amando a sus hijos e inclinándose amorosamente ante ellos para bendecirlos restaurando su dignidad ofendida .
La malicia de la pregunta de los fariseos a Jesùs, buscándole alguna fisura con respecto a su observancia de la ley, encuentra aquí la mejor definición para un estilo de vida que trasciende esas minucias jurídicas y rituales y las supera en el ejercicio de la filiación y de la fraternidad.
El carácter absoluto de Dios no consiste en la demanda tiránica de una exclusividad y de un sometimiento servil. Tal  absolutez es para que seamos libres de todo poder humillante, de toda degradación e inequidad, de toda violencia, de todo ídolo que nos prive de nuestra dignidad.
Los hombres y las mujeres reflejamos el amor de Dios, somos relatos de El, cuando vivimos con todas sus implicaciones  lo filial y lo fraternal, tal como el Señor Jesùs, plenamente divino, plenamente humano, Hijo de Dios y hermano de todos.
Cuando adoramos a Dios estamos dando el máximo testimonio de libertad y de reconocimiento de la saludable relatividad de todas las cosas, que tienen sentido cuando nos remiten al fin para el que hemos sido creados.
 Desde esta experiencia podemos dar una mirada serena a todas las realidades, sin encadenarnos a ellas, valiéndonos de las mismas en cuanto posibilidades de vivir solidariamente, ubicándolas en su justo lugar de instrumentos para la dignidad y para la fraternidad.

La economía, los desarrollos de la ciencia y de la tecnología, los descubrimientos para mejorar la calidad de vida de las personas, el ordenamiento jurídico e institucional, las iglesias y las tradiciones religiosas, el amplio mundo del arte y de las humanidades, la academia, el ejercicio de la política, tienen sentido en la medida en que favorecen  el valor de cada ser humano, y lo hacen propiciando la vida fraterna y comunitaria, desde una pràctica de solidaridad, con la conciencia de que los bienes de la vida, los de la creación, son para ser compartidos por todos en igualdad de condiciones. 

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