domingo, 5 de octubre de 2014

COMUNITAS MATUTINA 5 DE OCTUBRE DOMINGO XXVII DEL TIEMPO ORDINARIO



Lecturas
1.      Isaías 5: 1 – 7
2.      Salmo 79: 9 – 20
3.      Filipenses 4: 6 – 9
4.      Mateo  21: 33 – 43
La imagen de la viña es hondamente familiar para la mayoría de los pueblos del Cercano Oriente, para ellos es la parcela de tierra cultivada con especial esmero, porque de allí se deriva el sustento básico para la familia. Ese patrimonio era también la forma de sentirse vinculado a su grupo social y fundamentaba igualmente su derecho de ciudadanía, su arraigo en un territorio, su compromiso con un grupo social, determinante de  su sentido de identidad: “Voy a cantar en nombre de mi amigo un canto de amor a su viña: mi amigo tenía una viña en fértil terreno. Removió la tierra, la limpió de piedras y plantó buenas cepas; construyó en medio una torre y cavó un lagar.” (Isaías 5: 1 – 2).
Este es un vínculo similar al que nuestros campesinos tienen con sus terrenos, a los que dedican lo mejor de sus esfuerzos, ámbito de su trabajo y de su realización individual y social, espacio en el que crece su familia. Poseerla es sentido de vida y razón que da significado a todo su proyecto existencial, el lugar donde se generan humanidad y cultura, la realidad que los hace desarrollar el sentimiento de pertenencia al mundo, a su comunidad.
Desde ahí se comprende la ilusión con la que el viñador, el agricultor, se entregan a la faena de la  preparación del terreno, de la siembra, del cultivo, de la recolección de la cosecha, de la que se esperan siempre los mejores resultados.
Que nos sirvan estas comparaciones para reflexionar sobre cuáles son nuestras “viñas”, los lugares de sentido en los que se desarrolla nuestra vida, en los que nos vamos haciendo verdaderamente humanos, en los que trascendemos, en los que  todo lo nuestro adquiere decisivo significado: la relación de pareja, los hijos, la calidez de la vida hogareña, los estudios, el trabajo, la pasión por el conocimiento, los talentos y cualidades que poseemos, las grandes motivaciones  que animan nuestro ser y quehacer, la capacidad de creación y de expresión, las causas nobles para servir a nuestros prójimos, los ideales que estructuran nuestros proyectos de vida, el reino de Dios y su justicia, la lucha por la dignidad humana, las personas con quienes estamos comprometidos en el amor y la amistad.
En estos lugares existenciales somos cultivadores de una nueva y esperanzadora manera de vida, de clarísima procedencia teologal, espacios en los que la esperanza y la ilusión de vivir significativamente tienen su ámbito de crecimiento.
Sin embargo, esta expectativa de fecundidad, de buenos frutos , se ve truncada por la presencia del mal, del pecado, del desorden que resulta de la libertad que se ejerce sin principio y fundamento: “Y esperó que diera uvas pero dio frutos agrios” (Isaías 5: 2). Qué sentimos cuando nuestras “viñas” no dan los resultados anhelados, cuando los suyos son “frutos agrios”, contradicciones, traiciones, desamores, injusticias?
  Es la frustración y el dolor que se sienten cuando aquello en lo que nos habíamos empeñado tanto resulta al revés, especialmente cuando son personas concretas las que intervienen para que lo esperado se malogre: “La viña del Señor Todopoderoso es la casa de Israel, son los hombres de Judá su plantación preferida. El esperó de ellos derecho, y ahí tienen: asesinatos; esperó justicia y ahí tienen: lamentos” (Isaías 5: 7).
 El profeta anuncia el desencanto de Dios por las abominaciones, egoísmos, injusticias, idolatrías, deslealtades, incoherencias, olvido de la opción fundamental, alejamiento de los compromisos adquiridos en la alianza.
Cuando miramos la realidad contemporánea a qué nos lleva esta imagen de la “viña decepcionante”?
 Qué nos dicen los permanentes clamores de justicia y de dignidad de millones de seres humanos que viven en el abandono y en la miseria?
 Qué pensar de los excesos de las sociedades de bienestar, de sus derroches en el consumo y en la ostentación de una capacidad adquisitiva, a menudo lograda con despojos a los más pobres o con procedimientos de clara inmoralidad?
Y qué de las decisiones injustas de gobiernos y conglomerados económicos, cuyas prioridades son el capital, la producción, el mercado, sin compadecerse de las necesidades apremiantes de tantas personas?
La facilidad con la que muchos se olvidan de la fundamentación ética de la vida, el tratar a los seres humanos como objetos, la cosificación de la sexualidad, el maltrato infantil, el desplazamiento forzado, las decisiones judiciales amañadas, las componendas de los políticos, la malversación de fondos, los escándalos financieros, la corrupción en el manejo de los recursos públicos, la vida vacía y sin valores, son – entre muchas penosas realidades – evidencias de estos “frutos agrios” que van en contravía de la generosidad con la que el buen Dios y tantos hombres y mujeres dignos se han esmerado en cultivar las relaciones sociales, la formación moral de las personas, la dotación de una institucionalidad respetuosa de la dignidad de todos, un ordenamiento social favorecedor del bien común.
Por eso, las palabras de Isaías, y las de los modernos profetas que desafían la insensibilidad y la indolencia de tantos, producen sinsabor, desasosiego, amargura, desencanto. No las escuchemos con actitud de tristeza, de sentimiento de fracaso, si bien son dolorosas, asumámoslas como un remezón de conciencia, como un llamado a despertar , como un reto a nuestra responsabilidad, como una estimulante provocación de Dios que quiere volver por los fueros de su viña bien cultivada y, en consecuencia, bien fecunda, productiva, generosa, digna del esfuerzo de los sabios viñadores.
En esa misma línea de exigencia y reto va el texto del Evangelio de Mateo, que propone la parábola de los viñadores homicidas. Para una mejor comprensión de este pasaje es preciso tener en cuenta que los capítulos 21 a 25 de este evangelista forman un bloque compacto en el que el autor quiere mostrar la tensión creciente entre Jesús y las autoridades judías, preparando el desenlace de su pasión y de su muerte.
 Es claramente un género de controversia que  quiere desnudar la intransigencia y cerrazón de los dirigentes del judaísmo, y su dureza de mente y de corazón ante la nueva lógica de vida propuesta por Jesús.
Como bien sabemos, los escritos evangélicos son compuestos en fechas muy posteriores a los hechos de la vida de Jesús y de su entorno que les dan origen. Cuando se escriben y hacen públicos ya están conformadas las primeras comunidades de seguidores suyos, con una identidad que , aunque incipiente, ya es definida en términos de su identificación existencial con el Crucificado – Resucitado. Ya se vive una abierta contradicción entre el judaísmo tradicional y estos grupos del cristianismo primitivo.
En este orden de cosas, comprendemos mejor el señalamiento que el relato hace a los líderes religiosos del templo, sacerdotes, maestros de la ley, escribas, fariseos, como responsables directos de la muerte de Jesús: “Finalmente les envió a su hijo, pensando que lo respetarían. Pero los viñadores, al ver al hijo, comentaron: es el heredero. Lo matamos y nos quedamos con la herencia. Agarrándolo, lo echaron fuera de la viña y lo mataron” (Mateo 21: 37 – 39).
 Este es el “fruto agrio” por excelencia! La viña original pierde su razón de ser y sus viñadores la vuelven en contra de la esencia querida por Dios, haciendo de ella lugar de rechazo y de muerte.
 El proyecto de las Bienaventuranzas choca con los intereses de este sistema , y con los similares de todos los tiempos de la historia. Por eso el mismo establecimiento idea todas las estrategias para negarse a la salvación y a la liberación de las que Jesús es portador eficaz y definitivo. Conocemos las historias de tantos hombres y mujeres, auténticos discípulos del Señor, que con valentía profética se han identificado con El, enfrentándose a los nuevos “viñadores homicidas” que no soportan la limpieza de sus vidas, porque los confrontan en el núcleo mismo de su pecaminosidad y de su desorden.
 La parábola contiene una amarga ironía que resume buena parte de la historia de Israel y de la humanidad: se rechaza a Dios cuando se rechazan la dignidad de la creación y del ser humano, cuando se absolutizan los diversos tipos de poder, cuando el valor de las personas se cambia por los intereses mezquinos del dinero, de la supremacía de unos grupos sobre las mayorías, cuando el orden económico se vuelve “capitalismo salvaje”, en el decir del inolvidable Juan Pablo II, cuando tantos hombres y mujeres hipotecan su dignidad y se arrodillan ante estos ídolos de muerte.
También en la Iglesia nos negamos a acoger al heredero cuando dejamos que predomine lo ritual sobre el carisma y los carismas, cuando nos aletargamos y vamos disminuyendo el impacto del Evangelio en nosotros, cuando la religiosidad se limita a prácticas formales y dejamos de lado la vitalidad profética que procede del Espíritu, cuando el exceso de institucionalidad sofoca el ímpetu creador del Evangelio.
Qué hacer? Quedarnos con la amargura de sentirnos confrontados por el mismo Señor sin adoptar una disposición para un creciente y constante proceso de conversión, de crecimiento en la lógica del Evangelio? O reaccionar con creatividad, proveniente del Espíritu, para dejar que la acción gratuita de Dios configurando la respuesta de nuestra libertad generen una viña fecunda, amable, rica, graciosa?
Esta última pregunta contiene la genuina alternativa, la que espera de nosotros el Padre de Jesús, y se compagina con la invitación que hace Pablo a los Filipenses: “ Y la paz de Dios, que supera todo lo que podemos pensar, cuidará sus corazones y sus pensamientos por medio de Cristo Jesús. Por último, hermanos, ocúpense de cuanto es verdadero y noble, justo y puro, amable y loable, de toda virtud y de todo valor. Lo que aprendieron y recibieron, escucharon y vieron en mí, pónganlo en práctica. Y el Dios de la paz estará con Ustedes” (Filipenses 4: 7 – 9).

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