Lecturas
1.
Ezequiel
34: 11 – 12 y 15 – 17
2.
Salmo
22
3.
1
Corintios 15: 20 – 28
4.
Mateo
25: 31 – 46
La parábola del “juicio universal”, que es el contenido del
evangelio de este último domingo del año litúrgico, no pretende ofrecernos una
visión anticipada de un imaginado final del mundo, con fenómenos fuera de la
común, y manifestaciones prodigiosas unas y aterradoras otras, como algunos
predicadores nos hicieron creer, reconociendo penosamente que todavía en algunos ámbitos religiosos del
mundo cristiano, católico y protestante, se siguen dando mensajes de este tipo,
de fuerte carga alienante y ahistórica.
Es una parábola, lo que quiere decir que no es posible hacerle una lectura
literal; se impone , entonces, remitirnos a la fuerza significativa de las imágenes que
allí se contienen, deduciendo sus consecuencias para una vida digna, honesta,
empeñada en la felicidad más profunda para todos y para todas, siendo el criterio
fundante de la misma la dedicación incondicional a las personas caídas por la
pobreza, por la enfermedad, por la injusticia, por el desconocimiento de sus
derechos.
En esta se nos plantea
claramente el comportamiento adecuado aquí y ahora, en términos de la más
radical ética de la projimidad, del reconocimiento de los otros que son débiles, condenados de la tierra, humillados,
empobrecidos, maltratados, y se determina que el compromiso efectivo y afectivo
con estas personas es la garantía de acertar en la vida, de desarrollar un
proyecto existencial moral y espiritualmente válido.
Lo contrario, el egoísmo, la insolidaridad, la
despreocupación por la suerte de estos hermanos últimos del mundo, según las
desafortunadas clasificaciones sociales, es el criterio definitivo de una vida
que se frustra, que se echa a perder, que no es meritoria a los ojos de Dios y
de las gentes de buena voluntad.
La recompensa o castigo correspondientes no son el resultado
de un dios exterior, sino el fruto de una determinada manera de vivir, lúcida y
despierta, amorosa y comprometida, si se
transita por el camino de la solidaridad, o atascada en una ignorancia egoísta,
de una indiferencia irresponsable, en el
caso de quienes viven despreocupados de los demás o que actúan en su contra, haciéndoles
tortuoso su existir, con decisiones injustas o violentas.
De nuestra libertad, que acoge o rechaza la iniciativa
gratuita de Dios, depende que la vida sea lograda, que tenga sentido, que
accedamos a la genuina plenitud, o que la malbaratemos, en el derroche
irresponsable de una biografía sin asomos de fraternidad y de cercanía
comprometida con quienes claman dignidad. En lo uno y en lo otro está el
premio, la satisfacción del deber cumplido, o el castigo a quien lleva una vida sin interesarse
por los demás.
Es muy elocuente que este sea el texto clave de este último
domingo, en el que se sientan las bases de un riguroso control de calidad de lo
que somos y hacemos, afirmando con
exigente nitidez esta invitación, reconocimiento a quienes se han esmerado por
vivir con la mayor honradez el imperativo de la fraternidad y del servicio: “Vengan,
benditos de mi padre, a recibir el reino preparado para ustedes desde la
creación del mundo. Porque tuve hambre y me dieron de comer, tuve sed y me
dieron de beber, era emigrante y me acogieron, estaba desnudo y me vistieron,
enfermo y me visitaron, estaba encarcelado y me vinieron a ver” (Mateo
31: 34 – 36)
La pregunta millonaria es si en el año que termina nuestro
logro mayor consistió en gastarnos y desgastarnos por los demás, apostando lo
mejor de nosotros para transmitir dignidad y posibilidades reales de lo mismo a
personas desfavorecidas, conscientes de que esto es mucho más que dar obsequios
ocasionales, con compasiones que son momentáneas, o si , por el contrario, nos
desentendimos totalmente de este desafío y nos dedicamos a la búsqueda de
nuestros mezquinos intereses individuales, totalmente ausentes de la historia
de dolor y de pobreza que afecta a tantos seres humanos en nuestro país y en el
mundo.
Está claro, entonces, que el criterio decisivo para una vida
lograda, según Jesús, no pasa por el acumulado de cumplimientos religiosos y
rituales, presumiendo, como los fariseos y maestros de la ley, de justos y
observantes, con el consiguiente sentimiento de superioridad y autosatisfacción
que esto conlleva, actitud y conducta que sabemos severamente fustigada por el
Señor.
Según la lógica del Evangelio, de las bienaventuranzas de
Jesús, lo que decide la autenticidad de
la vida de una persona es eminentemente ético, es un asunto de entrañas
compasivas y solidarias, de misericordia y dedicación incondicional a cuidar de
estos prójimos, a trabajar infatigablemente por un orden social justo, a
cambiar simultáneamente corazones y estructuras, a implicarse en prácticas
concretas que permitan evolucionar hacia una dinámica social en la que la
dignidad de las personas sea el referente constitutivo de la misma.
De acuerdo con esto, el
mensaje de Jesús es fundamentalmente el de una ética al mismo tiempo humana y
teologal, muy por encima de las piedades individuales, de las prácticas
religiosas externas, tan a menudo carentes de genuina conversión y de
espiritualidad, entendiendo esta última como la vitalidad de Dios aconteciendo
en las personas, y configurándolas como hijas del padre común y hermanos de
todos los humanos.
Eso que nos conmueve tan hondamente en personas como Monseñor
Romero, como los mártires de la UCA, es justamente esto, su radical sentido de
la projimidad y su disposición para llevar todo
hasta la entrega cruenta de la vida misma, como sucedió en el caso de
ellos y en el de tantos que admirablemente han escrito con su propio ser similares relatos de justicia.
El corazón compasivo vive la ayuda y el servicio desde la
gratuidad. No lo hace para conseguir algo a cambio, un premio, un
reconocimiento, sino para vivir a cabalidad esta opción fundamental de ser
constructores permanentes y crecientes del valor de cada hombre, de cada mujer,
llevando consigo el rechazo a las condiciones que causan la injusticia y la
exclusión y denunciando con valor profético a quienes las promueven.
Hablando del contenido central de la liturgia de este
domingo, la condición del Señor Jesucristo en cuanto rey del universo y de la
historia, tiene aquí su más esencial elemento de significado para ser vivido y
apropiado por quienes nos interesamos en esta propuesta.
El señorío de Jesús no
transita por los criterios de poder y vanagloria propios del talante del mundo,
El no reclama para sí homenajes como los que se rinden a los poderosos y a los
exitosos : quien se decide por El asume que el compromiso que define su
seguimiento está en esta realidad de hacernos solidarios, compasivos, misericordiosos,
cuidadores y protectores de la vida en todas sus formas.
Jesús es rey para hacer vigente la dignidad de todas las
personas, en nombre de la paternidad -
maternidad de Dios. Tal es la verdadera religión: el lugar privilegiado de la
presencia de Dios es el ser humano, por esta razón de la mayor densidad
teológica y antropológica, Dios se expresa decisivamente en la humanidad de
Jesús hasta alcanzar esto categoría sacramental, realidad que no sólo es para
El en sí mismo sino para todos los
humanos asumidos por El mismo en su propio ser salvífico y liberador. En esto
consisten el señorío y la realeza de Jesús.
Cuando el Papa Francisco nos está diciendo en la Iglesia que
debemos dejar de ser autorreferenciales e involucrarnos en las periferias,
cuando nos cuestiona a obispos y sacerdotes por no oler a oveja, cuando hace preguntas rigurosas al sistema económico
mundial cuestionándole su inhumanidad y su pasión desordenada por la ganancia y
la utilidad, cuando nos advierte sobre el tipo de ser humano endeble y
superficial que se forma en la sociedad de consumo, cuando se duele por los 43 jóvenes asesinados
en México o por los ahogados de Lampedusa,
simplemente está echando mano de esta clave esencial de comprensión y
asunción del proyecto de Jesús: o nos dedicamos a ser prójimos de nuestros
prójimos, sin rodeos, decididamente, apasionadamente, o simplemente la vida no
vale la pena.
Las bellas pero también fuertes imágenes contenidas en el capítulo 34 de
Ezequiel alimentan estas convicciones. Allí se nos habla de la indignación de
Yavé contra los malos pastores, que descuidan a sus ovejas, en clara alusión a
los sacerdotes indignos que buscan su bienestar, el conservar su posición de
privilegio, y El mismo se ofrece para este servicio: “Yo mismo en persona buscaré a mis
ovejas siguiendo su rastro. Como sigue el pastor el rastro de su rebaño cuando
las ovejas se le dispersan, así seguiré yo el rastro de mis ovejas y las
libraré sacándolas de todos los lugares donde se dispersaron un día de
oscuridad y nubarrones” (Ezequiel 34: 11 – 12).
Dios es Padre, dador de vida y cuidador de este don que ha
depositado en todos, su único y definitivo interés es la plenitud de cada ser
humano, de ahí que su estrategia sea manifestarse en la historia, en las
experiencias existenciales nuestras, en las de plenitud – felicidad y en las de
dolor – sufrimiento, y en unas y en otras evidenciándose como un Dios cercano,
solidario, comprometido, próximo, fortaleciendo y dando pleno sentido a todo,
sin imponernos pesadas cargas y milimetrías rituales jurídicas. Es el Dios del
amor que se ha dicho plenamente en la historia de Jesús, y en la de de cada
hombre, de cada mujer, que quiera recibir generosamente esta gratuidad.
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