domingo, 2 de noviembre de 2014

COMUNITAS MATUTINA 2 DE NOVIEMBRE SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS ( 1 de noviembre) CONMEMORACION DE TODOS LOS DIFUNTOS (2 de noviembre)



En este fin de semana convergen estas dos celebraciones, cuyas correspondientes lecturas señalamos asì:

Solemnidad  de Todos los Santos
1.      Apocalipsis 7: 2 – 4 y 9 – 14
2.      Salmo 23: 1 – 6
3.      1 Juan 3: 1 – 3
4.      Mateo 5: 1 – 12
Conmemoración de todos los difuntos:

1.      Isaìas 25: 6 – 9
2.      Salmo 115: 10 – 16
3.      1 Juan 3: 14 – 16
4.      Lucas 24: 13 – 35
Los  matemáticos dicen que la distancia de cualquier número, por grande que sea, al infinito, es también siempre infinita.  En contraste, para Dios  - lo sabemos bien a través de Jesús – todos somos iguales, no hay posible distinción, ni categorías de superiores e inferiores, ni barreras infranqueables ni infinitos inaccesibles, ni delimitaciones matemáticas que reduzcan nuestras posibilidades de felicidad.
Qué sentido tiene, entonces, marcar diferencias y distancias entre unos y otros? Unos llamados santos, perfectos, moral y religiosamente superiores , y los más, imperfectos, pecadores, del montón que no tiene la capacidad de acceder a esos niveles. Tal es el esquema de esa mentalidad judía  fustigada tan fuertemente por Jesús, la de las personas que se sienten merecedoras del reconocimiento divino, por ser cumplidores minuciosos  de leyes y de ritos.
Pero gracias a Dios, a Jesús, este no es el paradigma de santidad que viene con el reino y su justicia. Aquí se  da  paso a un estilo felizmente  distinto, reivindicador de la común dignidad de todos los humanos, garantizando que todos, sin excepción y en igualmente medida, somos beneficiarios de los dones de vida y de salvación.
En este orden de cosas,  les proponemos pensar y explorar  si esta fiesta de “Todos los Santos”, entendida como diferencia de perfección entre todos los seres humanos no tiene mucho sentido y , mejor, los invitamos a  reflexionar sin  el artículo, “todos santos”, simultáneamente con “todos frágiles y pecadores”. Ahí nos empezamos a entender, descubriendo que  para Dios no hay diferencia ninguna, El ama a todos, unos y otros, y su determinación es la plenitud universal de la humanidad, en el ejercicio universal de su misericordia.
Si por santo entendemos un ser humano perfecto, significaría que ya se ha realizado totalmente, que ya no tiene necesidad de crecer, de evolucionar. Pero esto no es así en la realidad:  todos siempre somos susceptibles de crecimiento, de mejorar en nuestro ser y en nuestro quehacer, de constantes y crecientes re – significaciones. Es esa tensión  que se da entre nuestra tendencia al mal uso de la libertad, con toda la fragilidad que esto implica, y el deseo del bien, de lo superior, de lo honesto, de la presencia de la rectitud y de la trascendencia.
Esto último es el sustrato de la genuina santidad. Por eso se impone volver por los fueros de esta auténtica humanidad, grande y precaria al mismo tiempo, y no dejarnos envolver por ese seudoconcepto de lo santo que pretende anular los sentidos, reprimir los sentimientos, frustrar el gozo de vivir, aplastar la inteligencia y el espíritu crítico, someter la voluntad.
La plenitud de lo humano solo se alcanza en lo divino, realidad que poseemos de modo germinal, gracias a la acción del Espíritu. Vivir lo divino que hay en nosotros es la meta de lo humano. El verdadero santo no es el perfecto, el insensible, el que no desea, el que se configura al pie de la letra con normas y reglamentos. La legítima santidad consiste en vivir cabalmente nuestra humanidad, dejando que Dios y los demás, con los retos de la vida y de la realidad, se desplieguen en nosotros.
La mentalidad humana de éxito y competencia, de escalafones y superioridades, también se ha infiltrado perniciosamente en estos ámbitos, manifestándose en esas personas que se sienten mejores que los demás – tipo los cuestionados por Jesús  fariseos y maestros de la ley -, presumiendo de perfectos, despreciando a quienes no son como ellos, y estableciendo unas categorías absolutamente incompatibles con el talante del Evangelio.
En el clásico libro “El valor divino de lo humano”, Jesús María Urteaga pone de presente la condición humana real, normal, cotidiana, como el gran espacio sacramental donde Dios acontece dando vida y sentido. Un santo de verdad no es alguien atípico, determinado por fuerzas extraordinarias. Es, por el contrario, alguien plenamente consciente de sus límites,  humilde, abierto al crecimiento constante, a sabiendas de que esta es una tarea inagotable, que nunca posa de excelencias y autojustificaciones, comprensivo y justo con su propia fragilidad y con la de los demás.
Todos somos santos, porque nuestro verdadero ser es lo que hay de Dios en nosotros; aunque muchos no lo hayamos descubierto aún. Somos santos por lo que Dios  hace en cada uno , es El quien toma la iniciativa. Que esta conciencia nos permita recordar  el denso sentido teológico y antropológico de palabras como estas: “Pues bien , ahora que hemos sido justificados por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de Jesucristo Nuestro Señor. También por él – por la fe – hemos alcanzado la gracia en la que nos encontramos, y podemos estar orgullosos esperando la gloria de Dios  (Romanos 5: 1 – 2).
Quiere decir que la gracia y la santidad no se adquieren por méritos y observancias de nuestra parte, sino por efecto de la acción salvadora y liberadora que el Padre – Madre Dios ha realizado para nosotros en el Señor Jesús. Vale decir que  es don,  gratuidad pura,  incondicionalidad expresa de ese amor de Dios que no se fatiga en  participarnos de su vitalidad.
El santo genuino es aquel que se siente asumido por este dinamismo de gracia y vive así todas las implicaciones de su humanidad, ordenada a ese amor superior, que se expresa histórica, existencialmente, en el servicio a los demás, en la solidaridad, en la construcción de vínculos y encuentros, en la afirmación permanente de la dignidad de cada persona, siguiendo el espíritu de las Bienaventuranzas.
Este último es el texto constitutivo de la santidad cristiana, en el que se hace nítida la intención de Dios de configurar un ser humano, un mundo, de felicidad – bienaventuranza, marcado por unos valores determinantes que siempre van en contravía de los habituales de poder, prepotencia, éxito, bienestar económico, competencia individualista, culto al ego, y que se traducen en la  conciencia de la radical indigencia que todos poseemos, conscientes de que nosotros no nos damos el sentido absoluto de la existencia, que este procede  - lo repetimos, por vía gratuita – de una decisión generosa, amante, ilimitada, del mismísimo Dios:
-          Felices los pobres de corazón…..
-          “Felices los afligidos…..
-          “Felices los desposeídos…..
-          “Felices los que tienen hambre y sed de justicia….
-          “Felices los misericordiosos……
-          “Felices los limpios de corazón…..
-          “Felices los que trabajan por la paz….
-          “Felices los perseguidos por causa del bien….. (Mateo 5: 3 – 10)
Esto nos está indicando un perfil ideal de ser humano según el proyecto de Jesús, en el que es transparente el modo de lo gratuito, de dejarse asumir por el Padre, la valiente osadía de dejarse llevar, el no cargar ladrillos a la mentalidad dominante de escalar posiciones, el apasionarse por las grandes causas de justicia y dignidad, el rechazo enfático de homenajes y halagos zalameros, el gusto de servir y de ser instrumento para que la vida de todos tenga sentido. En definitiva, el ser relatos de Dios, configurados con Jesús, en quien descubrimos el modelo y el referente por excelencia de la nueva humanidad. Aquí reside la verdadera y más válida felicidad.
Todo lo anterior debidamente legitimado por el Padre:
-          “porque el reino del cielo les pertenece….
-          “porque serán consolados….
-          “porque heredarán la tierra….
-          “porque serán saciados….
-          “porque serán tratados con misericordia….
-          “porque verán a Dios…..
-          “porque serán llamados hijos de Dios..
-          “porque el reino de los cielos les pertenece…. (Mateo 5: 3 – 10)
Las promesas que acompañan esas formulaciones de felicidad son evidencia de la santidad gratuita de la que somos beneficiarios por decisión de Aquel que no ahorra esfuerzos y estrategias para mantenernos insertos en su propio ser, coherente con aquello de: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza….Y creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó” (Génesis 1: 26 – 27).
Por elemental honestidad es preciso advertir que las bienaventuranzas NO son una legitimación masoquista de la pobreza, del sufrimiento, de las contradicciones. Justamente manifiestan con contundencia evangélica el rechazo de Dios a esas realidades de muerte y de frustración, destacando que hay muchos  hombres y mujeres que, alimentados por su Gracia, se identifican con Jesús  y se sumergen en ese mundo de penurias y dramatismos, para asumirlo salvíficamente, liberadoramente, y para re-significarlo graciosamente, gratuitamente, en la perspectiva de la vida libre, humana demasiado humana, divina demasiado divina, feliz, gozosa, en fraterna comunión con los prójimos de todas las condiciones.
Esto es vida y esperanza, y nos permite afirmar con el apóstol Juan: “Ví un cielo nuevo y una tierra nueva” (Apocalipsis 21: 1), en clara referencia al nuevo orden de sentido y de vida, de significado trascendente, de plenitud, que porta para nosotros el Señor Jesús, en nombre de la decisión saludable y definitiva de Dios Padre.
Por otra parte, la memoria que hoy celebramos en la Iglesia, la de los difuntos, nos lleva a pensamientos y preguntas de grande y definitivo calado. De entrada, no olvidemos que esta de la muerte  es la única certeza absoluta que tenemos, la inevitable condición  precaria  inherente a nuestro ser.
 Ante esta constatación, cabe dejarnos llevar por el sentimiento trágico de la vida, perder la ilusión y el deseo legítimo de felicidad porque esta “seguridad” nos arrebata toda posibilidad de gozo existencial? O , más bien, encontrar un modo de vida siempre creativo, validado por la gratuidad santa de Dios, que nos haga posible el disfrute, los amores profundos, las pasiones transformadoras, los más densos ejercicios de humanismo y espiritualidad, la creación de mundos nuevos, las constantes tareas de dignificar a los humillados y ofendidos, y tantas otras alternativas que se nos ofrecen, vivido todo esto como anticipo histórico, sacramental, de la plenitud definitiva – bienaventuranza decimos – a la que estamos llamados por esa misma determinación que es el fundamento de nuestra esperanza?
Evocar el nombre y la vida de todos nuestros seres queridos que nos han precedido en el signo de la fe ha de suscitar en nosotros la más profunda y amorosa gratitud con estas bellas gentes que han dado – y siguen haciéndolo  desde su eternidad – razón de ser a nuestras biografías, mediaciones de Dios en las que hemos hallado felicidad, sentido, realización, los mejores y más apasionantes motivos para una existencia  orientada hacia la bienaventuranza.
Es también coyuntura para el mayor ejercicio de realismo y de responsabilidad existencial que nos es dado hacer, el de saber que no nos bastamos a nosotros mismos, el de hacernos conscientes de esta radical contingencia y precariedad, llamada por Francisco de Asís la “hermana muerte”, segura compañera de todos nuestros pasos.
El dilema es: tragedia o esperanza? Absurdo o vocación de eternidad? Donde nos situamos? Dominados por el temor de enfrentarla hacemos todo por evitar esa cercanía y llevamos un estilo que evade permanentemente tal certeza?  O, alienados, por falsos temores inculcados por sentimientos de culpa y por una religiosidad sometida y humillada, desarrollamos el miedo al gozo y  nos negamos toda felicidad? O, definitivamente, vamos a correr el maravilloso riesgo de asumir sin rodeos todas las implicaciones del ser humanos, conscientes de estos límites pero también de pasar con esperanza esa frontera de la vida hacia la Vida?
Que sea la feliz expresión de los discípulos de Emaús la que alimente esta ilusión de Dios, esta vocación hacia el amor que nunca se ha de terminar: “No sentíamos arder nuestro corazón mientras  nos hablaba por el camino y nos explicaba la Escritura?” (Lucas 24: 32).

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