En este fin de semana convergen estas dos
celebraciones, cuyas correspondientes lecturas señalamos asì:
Solemnidad de
Todos los Santos
1.
Apocalipsis 7: 2 – 4 y 9 – 14
2.
Salmo 23: 1 – 6
3.
1 Juan 3: 1 – 3
4.
Mateo 5: 1 – 12
Conmemoración de todos los difuntos:
1.
Isaìas 25: 6 – 9
2.
Salmo 115: 10 – 16
3.
1 Juan 3: 14 – 16
4.
Lucas 24: 13 – 35
Los matemáticos
dicen que la distancia de cualquier número, por grande que sea, al infinito, es
también siempre infinita. En contraste,
para Dios - lo sabemos bien a través de
Jesús – todos somos iguales, no hay posible distinción, ni categorías de
superiores e inferiores, ni barreras infranqueables ni infinitos inaccesibles,
ni delimitaciones matemáticas que reduzcan nuestras posibilidades de felicidad.
Qué sentido tiene, entonces, marcar diferencias y
distancias entre unos y otros? Unos llamados santos, perfectos, moral y
religiosamente superiores , y los más, imperfectos, pecadores, del montón que
no tiene la capacidad de acceder a esos niveles. Tal es el esquema de esa
mentalidad judía fustigada tan
fuertemente por Jesús, la de las personas que se sienten merecedoras del
reconocimiento divino, por ser cumplidores minuciosos de leyes y de ritos.
Pero gracias a Dios, a Jesús, este no es el paradigma
de santidad que viene con el reino y su justicia. Aquí se da
paso a un estilo felizmente
distinto, reivindicador de la común dignidad de todos los humanos,
garantizando que todos, sin excepción y en igualmente medida, somos
beneficiarios de los dones de vida y de salvación.
En este orden de cosas, les proponemos pensar y explorar si esta fiesta de “Todos los Santos”,
entendida como diferencia de perfección entre todos los seres humanos no tiene
mucho sentido y , mejor, los invitamos a reflexionar sin el artículo, “todos santos”,
simultáneamente con “todos frágiles y pecadores”. Ahí nos
empezamos a entender, descubriendo que para Dios no hay diferencia ninguna, El ama a
todos, unos y otros, y su determinación es la plenitud universal de la
humanidad, en el ejercicio universal de su misericordia.
Si por santo entendemos un ser humano perfecto,
significaría que ya se ha realizado totalmente, que ya no tiene necesidad de
crecer, de evolucionar. Pero esto no es así en la realidad: todos siempre somos susceptibles de
crecimiento, de mejorar en nuestro ser y en nuestro quehacer, de constantes y
crecientes re – significaciones. Es esa tensión que se da entre nuestra tendencia al mal uso
de la libertad, con toda la fragilidad que esto implica, y el deseo del bien,
de lo superior, de lo honesto, de la presencia de la rectitud y de la trascendencia.
Esto último es el sustrato de la genuina santidad. Por
eso se impone volver por los fueros de esta auténtica humanidad, grande y
precaria al mismo tiempo, y no dejarnos envolver por ese seudoconcepto de lo
santo que pretende anular los sentidos, reprimir los sentimientos, frustrar el
gozo de vivir, aplastar la inteligencia y el espíritu crítico, someter la
voluntad.
La plenitud de lo humano solo se alcanza en lo divino,
realidad que poseemos de modo germinal, gracias a la acción del Espíritu. Vivir
lo divino que hay en nosotros es la meta de lo humano. El verdadero santo no es
el perfecto, el insensible, el que no desea, el que se configura al pie de la
letra con normas y reglamentos. La legítima santidad consiste en vivir
cabalmente nuestra humanidad, dejando que Dios y los demás, con los retos de la
vida y de la realidad, se desplieguen en nosotros.
La mentalidad humana de éxito y competencia, de
escalafones y superioridades, también se ha infiltrado perniciosamente en estos
ámbitos, manifestándose en esas personas que se sienten mejores que los demás –
tipo los cuestionados por Jesús fariseos
y maestros de la ley -, presumiendo de perfectos, despreciando a quienes no son
como ellos, y estableciendo unas categorías absolutamente incompatibles con el
talante del Evangelio.
En el clásico libro “El valor divino de lo humano”,
Jesús María Urteaga pone de presente la condición humana real, normal,
cotidiana, como el gran espacio sacramental donde Dios acontece dando vida y
sentido. Un santo de verdad no es alguien atípico, determinado por fuerzas extraordinarias.
Es, por el contrario, alguien plenamente consciente de sus límites, humilde, abierto al crecimiento constante, a sabiendas
de que esta es una tarea inagotable, que nunca posa de excelencias y
autojustificaciones, comprensivo y justo con su propia fragilidad y con la de
los demás.
Todos somos santos, porque nuestro verdadero ser es lo
que hay de Dios en nosotros; aunque muchos no lo hayamos descubierto aún. Somos
santos por lo que Dios hace en cada uno ,
es El quien toma la iniciativa. Que esta conciencia nos permita recordar el denso sentido teológico y antropológico de
palabras como estas: “Pues bien , ahora que hemos sido
justificados por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de Jesucristo
Nuestro Señor. También por él – por la fe – hemos alcanzado la gracia en la que
nos encontramos, y podemos estar orgullosos esperando la gloria de Dios” (Romanos 5: 1 – 2).
Quiere decir que la gracia y la santidad no se
adquieren por méritos y observancias de nuestra parte, sino por efecto de la
acción salvadora y liberadora que el Padre – Madre Dios ha realizado para
nosotros en el Señor Jesús. Vale decir que
es don, gratuidad pura, incondicionalidad expresa de ese amor de Dios
que no se fatiga en participarnos de su
vitalidad.
El santo genuino es aquel que se siente asumido por
este dinamismo de gracia y vive así todas las implicaciones de su humanidad,
ordenada a ese amor superior, que se expresa histórica, existencialmente, en el
servicio a los demás, en la solidaridad, en la construcción de vínculos y
encuentros, en la afirmación permanente de la dignidad de cada persona,
siguiendo el espíritu de las Bienaventuranzas.
Este último es el texto constitutivo de la santidad
cristiana, en el que se hace nítida la intención de Dios de configurar un ser
humano, un mundo, de felicidad – bienaventuranza, marcado por unos valores
determinantes que siempre van en contravía de los habituales de poder,
prepotencia, éxito, bienestar económico, competencia individualista, culto al
ego, y que se traducen en la conciencia
de la radical indigencia que todos poseemos, conscientes de que nosotros no nos
damos el sentido absoluto de la existencia, que este procede - lo repetimos, por vía gratuita – de una
decisión generosa, amante, ilimitada, del mismísimo Dios:
-
“Felices los pobres de corazón…..
-
“Felices los afligidos…..
-
“Felices los desposeídos…..
-
“Felices los que tienen hambre y sed de justicia….
-
“Felices los misericordiosos……
-
“Felices los limpios de corazón…..
-
“Felices los que trabajan por la paz….
-
“Felices los perseguidos por causa del bien….. (Mateo 5: 3 – 10)
Esto nos está indicando un perfil ideal de ser humano
según el proyecto de Jesús, en el que es transparente el modo de lo gratuito,
de dejarse asumir por el Padre, la valiente osadía de dejarse llevar, el no
cargar ladrillos a la mentalidad dominante de escalar posiciones, el
apasionarse por las grandes causas de justicia y dignidad, el rechazo enfático
de homenajes y halagos zalameros, el gusto de servir y de ser instrumento para
que la vida de todos tenga sentido. En definitiva, el ser relatos de Dios,
configurados con Jesús, en quien descubrimos el modelo y el referente por
excelencia de la nueva humanidad. Aquí reside la verdadera y más válida
felicidad.
Todo lo anterior debidamente legitimado por el Padre:
-
“porque el reino del cielo les pertenece….
-
“porque serán consolados….
-
“porque heredarán la tierra….
-
“porque serán saciados….
-
“porque serán tratados con misericordia….
-
“porque verán a Dios…..
-
“porque serán llamados hijos de Dios..
-
“porque el reino de los cielos les pertenece…. (Mateo 5: 3 – 10)
Las promesas que acompañan esas formulaciones de
felicidad son evidencia de la santidad gratuita de la que somos beneficiarios
por decisión de Aquel que no ahorra esfuerzos y estrategias para mantenernos
insertos en su propio ser, coherente con aquello de: “Hagamos al hombre a nuestra
imagen y semejanza….Y creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo
creó; varón y mujer los creó” (Génesis 1: 26 – 27).
Por elemental honestidad es preciso advertir que las bienaventuranzas
NO son una legitimación masoquista
de la pobreza, del sufrimiento, de las contradicciones. Justamente manifiestan
con contundencia evangélica el rechazo de Dios a esas realidades de muerte y de
frustración, destacando que hay muchos hombres y mujeres que, alimentados por su
Gracia, se identifican con Jesús y se
sumergen en ese mundo de penurias y dramatismos, para asumirlo salvíficamente,
liberadoramente, y para re-significarlo graciosamente, gratuitamente, en la
perspectiva de la vida libre, humana demasiado humana, divina demasiado divina,
feliz, gozosa, en fraterna comunión con los prójimos de todas las condiciones.
Esto es vida y esperanza, y nos permite afirmar con el
apóstol Juan: “Ví un cielo nuevo y una tierra nueva” (Apocalipsis 21: 1), en
clara referencia al nuevo orden de sentido y de vida, de significado
trascendente, de plenitud, que porta para nosotros el Señor Jesús, en nombre de
la decisión saludable y definitiva de Dios Padre.
Por otra parte, la memoria que hoy celebramos en la
Iglesia, la de los difuntos, nos lleva a pensamientos y preguntas de grande y
definitivo calado. De entrada, no olvidemos que esta de la muerte es la única certeza absoluta que tenemos, la
inevitable condición precaria inherente a nuestro ser.
Ante esta
constatación, cabe dejarnos llevar por el sentimiento trágico de la vida,
perder la ilusión y el deseo legítimo de felicidad porque esta “seguridad” nos
arrebata toda posibilidad de gozo existencial? O , más bien, encontrar un modo
de vida siempre creativo, validado por la gratuidad santa de Dios, que nos haga
posible el disfrute, los amores profundos, las pasiones transformadoras, los
más densos ejercicios de humanismo y espiritualidad, la creación de mundos
nuevos, las constantes tareas de dignificar a los humillados y ofendidos, y
tantas otras alternativas que se nos ofrecen, vivido todo esto como anticipo
histórico, sacramental, de la plenitud definitiva – bienaventuranza decimos – a
la que estamos llamados por esa misma determinación que es el fundamento de
nuestra esperanza?
Evocar el nombre y la vida de todos nuestros seres
queridos que nos han precedido en el signo de la fe ha de suscitar en nosotros
la más profunda y amorosa gratitud con estas bellas gentes que han dado – y
siguen haciéndolo desde su eternidad –
razón de ser a nuestras biografías, mediaciones de Dios en las que hemos
hallado felicidad, sentido, realización, los mejores y más apasionantes motivos
para una existencia orientada hacia la
bienaventuranza.
Es también coyuntura para el mayor ejercicio de
realismo y de responsabilidad existencial que nos es dado hacer, el de saber
que no nos bastamos a nosotros mismos, el de hacernos conscientes de esta
radical contingencia y precariedad, llamada por Francisco de Asís la “hermana
muerte”, segura compañera de todos nuestros pasos.
El dilema es: tragedia o esperanza? Absurdo o vocación
de eternidad? Donde nos situamos? Dominados por el temor de enfrentarla hacemos
todo por evitar esa cercanía y llevamos un estilo que evade permanentemente tal
certeza? O, alienados, por falsos
temores inculcados por sentimientos de culpa y por una religiosidad sometida y
humillada, desarrollamos el miedo al gozo y
nos negamos toda felicidad? O, definitivamente, vamos a correr el
maravilloso riesgo de asumir sin rodeos todas las implicaciones del ser
humanos, conscientes de estos límites pero también de pasar con esperanza esa
frontera de la vida hacia la Vida?
Que sea la feliz expresión de los discípulos de Emaús
la que alimente esta ilusión de Dios, esta vocación hacia el amor que nunca se
ha de terminar: “No sentíamos arder nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba la
Escritura?” (Lucas 24: 32).
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