Lecturas
1.
Sabidurìa 6: 12 – 16
2.
Salmo 62: 2 - 8
3.
1 Tesalonicenses 4: 13 – 18
4.
Mateo 25: 1 – 13
Nos aproximamos a la conclusión del año litúrgico, en
un par de semanas; durante los tres domingos siguientes abordaremos el capìtulo
25 del evangelio de Mateo, texto que nos formula interrogantes profundos sobre
los valores y prioridades con los que estructuramos nuestros proyectos de vida,
sobre la seriedad y responsabilidad con las que asumimos toda la existencia. Es
una evaluación de lo que somos y hacemos, esto en un clima exigente pero al
mismo tiempo esperanzador.
En la parábola que nos propone Mateo se presentan
varios elementos densos para nuestra consideración:
-
El encuentro pleno del ser humano con Dios no se puede
improvisar en el último momento de la vida, ni otros pueden suplirnos en este
compromiso. Es total responsabilidad de cada uno hacerse cargo de su historia,
de sus decisiones, siempre conscientes de la presencia de la gracia de Dios,
pero simultáneamente comprometidos con el ejercicio de una libertad madura y
abierta.
-
La decisión vital ante Dios, ante los demás, ante nosotros
mismos, es asunto que ha de recorrer nuestra vida entera.
-
No se trata tampoco de desarrollar miedo y sentimiento de
culpa ante esta definitividad del encuentro con Dios, es, por el contrario, una
invitación a la total coherencia pascual, a la certeza de un Dios, que – como
lo hemos expresado tantas veces – es siempre y prioritariamente deseoso de
nuestra felicidad y total realización.
-
No es , entonces, la muerte la que tiene que dar sentido a
nuestra vida: aprendiendo a vivir se
aprende morir, aquí descansa el máximo ejercicio de felicidad y de significado
trascendente. Ser conscientes de la precariedad – fragilidad que “llevamos
puesta”, parte esencial de nuestro ser, nos enseña a ser realistas, a cultivar la confianza en la realidad de Dios
que viene constantemente a buscarnos, a hacernos sabios, sensatos y, por lo
mismo, a disponernos con mayor intensidad para gozar de los talentos con los
que nos ha dotado.
La mejor manera de llevar una vida plena, feliz, con
capacidad de disfrute y de amor, de pasiones creadoras y de apertura a Dios y a
las personas, es la búsqueda constante de la autèntica sabiduría, según nos lo
plantea la primera lectura: “ La sabiduría es luminosa y eterna, la ven
sin dificultad los que la aman, y los que van buscándola, la encuentran; ella
misma se da a conocer a los que la desean” (Sabidurìa 6: 12 – 13).
En la tradición del Antiguo Testamento el sabio es
quien descubre el significado trascendente de la existencia, el que capta lo
esencial y lo vive en plenitud, el que no se deja seducir por los ídolos ya
conocidos, incluìda la idolatrìa del rigorismo religioso, es la persona consciente de la gratuidad de
Dios y de la vida, el que sabe encontrar el valor de cada ser humano, el que ve
màs allà de lo meramente experimental, el que no se deja utilizar por el
pragmatismo y la loca carrera de la productividad, el que tiene debidamente interiorizado el
sentido de la humildad y de la prudencia, el que no se arrodilla indignamente
ante los poderes de este mundo.
En definitiva, la verdadera sabiduría es encontrar el
sentido de la vida. Dar significado a esta es màs importante que la vida misma; esto no
viene dado, se impone darse a la búsqueda, aventurarse a explorar en la
realidad del mundo, de las personas, en las experiencias, incluìdas las
contradictorias y problemáticas, desarrollar una capacidad de afrontar
constructivamente estas últimas, ir a contracorriente de la sociedad de consumo
y de las propuestas vacìas de valores. A esto se refiere la parábola de las
muchachas prudentes y de las necias.
Un genuino ser humano es el que se convierte en un
apasionado trabajador del sentido de la vida. Esta pregunta es constitutiva del
hombre – mujer, porque disponemos de conocimiento y libertad, porque somos
capaces de superar el esquema estìmulo – respuesta, porque otorgamos un significado a la realidad
transformándola, haciendo cultura, creando posibilidades de vida digna para
todos, construyendo comunión y participación, favoreciendo el ejercicio de la
dignidad de los demás, trascendiendo de nosotros mismos.
“Todo aquel
que escucha estas palabras mìas y las pone en pràctica se parece a un
hombre prudente que construyò su casa sobre roca. Cayò la lluvia, los rìos
salieron de su cauce, soplaron los vientos y se abatieron sobre la casa, pero
no se derrumbò, porque estaba cimentada sobre roca” (Mateo 7: 24 – 25).
Esta es otra manera en la que Mateo advierte crìticamente sobre la vigilancia
permanente, sobre la apertura al don de Dios como principio y fundamento, sobre
la aptitud y la actitud para darle raigambre de autenticidad a nuestras
biografías, invitación a no despilfarrar lo que somos, a desarrollar un relato
vital siempre saturado de significado, de esencialidad, de orientación a la
plenitud.
Aunque parezca antipático el gesto de las prudentes,
de no facilitar su aceite a las necias, hay que entender su significado: no se
trata de egoísmo, simplemente es que resulta imposible amar en nombre de otro.
Nuestra lámpara no puede arder con aceite prestado: “Contestaron las prudentes: no,
porque seguramente no alcanzarà para todas, es mejor que vayan a comprarlo a la
tienda” (Mateo 25: 9).
La llama no puede ser encendida si no es con nuestro
propio empeño, sin deponer esta responsabilidad en otros. El sentido a toda una
vida no es asunto de improvisar cuando nos sentimos en situaciones lìmite,
apretados por urgencias de última hora, con una historia de banalidad, de
despreocupación, de ausencia total de responsabilidad ética y espiritual.
Solo con lo que hay en cada uno de profunda humanidad,
de profunda divinidad, descubierto, reconocido, vivido, puede considerarse
encendido nuestro ser: este despliegue constituye la sabiduría a la que nos
remite la primera lectura.
Por otra parte, y con no menor importancia esencial,
hay que advertir que la parábola no hace especial hincapié en el final, sino en
la inutilidad de una espera que no va acompañada de honestidad, de interés
efectivo y afectivo por los demás, de pràctica permanente de la solidaridad,
del servicio, de la justicia, de la projimidad, y de la saludable autonomía
ante las presiones sociales que pretenden manipularnos para parecer
“importantes”, prestigiosos, exitosos, competitivos, aplaudidos, ricos, y todos
los demás “indicadores” de reconocimiento social, casi siempre ausentes de los
valores sustanciales propuestos por Jesùs en las bienaventuranzas.
Con estos elementos de reflexión y discernimiento nos
parece oportuno proponer la superación de ese esquema angustioso del final de
la vida, porque esta no se juega en el último momento sino siempre, cuando
vivimos felizmente en nuestros hogares, cuando nos enamoramos, cuando damos lo
mejor de nosotros no sòlo a los seres queridos sino a todas las personas,
incluso cuando estas son reacias a estas iniciativas de sentido, cuando
realizamos proyectos para que todos los humanos podamos compartir en igualdad de
condiciones la mesa de la vida, cuando somos creativos articulando
integralmente todas las dimensiones de nuestro ser individual y comunitario.
El aceite sòlo da luz a costa de consumirse, de
mantener la llama encendida, sin presumir, siempre con el perfil bajo. Somos
asì? Estamos inscritos en una lógica de vida que da significado a la vida de
otros, nos comprometemos con las causas de luminosidad, de humanismo y
espiritualidad, estamos siempre alertas para hacer de este mundo un espacio de
sentido, de inclusión, gastándonos amorosamente para reflejar en nuestra propia
parábola una historia en la que cada hombre, cada mujer, valen por sì mismos y
tienen derecho a la felicidad?
Aquì estàn la legìtima sensatez, la legìtima
vigilancia, la màs saludable actitud para recibir al novio que viene a casarse
y a celebrar la boda sin fin de la bienaventuranza, la histórica, real, de este
lado de la vida, y la que nos aguarda cuando crucemos la frontera, siempre con
esperanza, con talante pascual, en la felicísima integración de divinidad y
humanidad, de historia y trascendencia, que se realiza para nosotros en el
Señor Jesucristo: “Nosotros, en cambio, que somos del dìa, permanezcamos sobrios, revestidos
con la coraza de la fe y del amor, y con el casco de la esperanza de salvación.
A nosotros, Dios no nos ha destinado al castigo, sino a poseer la salvación por
medio de Nuestro Señor Jesucristo….” (1 Tesalonicenses 5: 8 – 9).
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