Lecturas
1.
Isaías
61: 1 – 2 y 10 – 11
2.
Salmo
Lucas 1: 46 – 54 (Cántico del Magnificat)
3.
1
Tesalonicenses 5: 16 – 24
4.
Juan
1: 6 – 8 y 19 – 28
La liturgia de la Palabra que propone este tercer domingo de
Adviento – teniendo en cuenta la inminencia de la Navidad – pretende ser una
clara invitación a la alegría. El protagonista de la primera lectura afirma: “Desbordo
de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios” (Isaías 61: 10); San
Pablo pide a los Tesalonicenses que “estén siempre alegres” (1
Tesalonicenses 5:16); en el cántico del Magnificat - hoy como salmo – dice María “Mi
alma canta la grandeza del Señor, mi espíritu festeja a Dios, mi salvador
“ (Lucas 1: 46 – 47), y Juan Bautista da testimonio de la luz que inundará el
mundo, motivo fundamental de gozo: “El no era la luz, sino un testigo de la luz”
(Juan 1: 8).
Pero es definitivo aclarar que no se trata de una alegría
epidérmica, pasajera, basada en superficialidades, como esos fogonazos emocionales
que destellan en la sociedad cuando el equipo favorito gana un partido, cuando el candidato que nos interesa gana en
las elecciones, cuando nos sumergimos en el desenfreno de las parrandas que nos
hacen perder la cordura, o cuando
incurrimos en esas manifestaciones religiosas milagreras y fundamentalistas,
atizadas por sacerdotes y pastores de espectáculo, a los que poco les
interesa el gozo que nace de la profunda conversión a Dios y al prójimo, sino
el “show” mediático y sensacionalista.
Miremos las personas y los escenarios de las cuatro lecturas
para tener una densa comprensión y vivencia de la alegría según el Espíritu:
-
En
la primera - de Isaías – los
protagonistas son antiguos desterrados israelitas de Babilonia, primero
afligidos por el exilio y por la destrucción de todo su universo simbólico,
privados de su libertad, impedidos para expresar su fe, con todos los
argumentos para vivir tristes y desencantados, cuando – súbitamente – surge un
personaje que se atreve a decir en este contexto de amargura: “El
Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar una buena noticia a los
que sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la liberación
a los cautivos y a los prisioneros la libertad….” (Isaías 61: 1). Quién es este valiente que desafía la
tragedia? Quien así habla está plenamente poseído del Espíritu de Dios, lo que
lo hace profundamente humano y extremadamente sensible al sufrimiento de la
gente, en especial a la afectada por el cautiverio bien conocido y lamentado.
Que vengan al recuerdo nuestro gentes
concretas que con su ser y su proceder han sido mediación para devolver a
muchos la ilusión de vivir con dignidad. Al respecto preguntémonos por contextos reales de dolor y de
ausencia de sentido en nuestras propias vidas o en quienes nos son cercanos, igualmente
dejemos que lleguen a nosotros los clamores de las víctimas de tantas
perversidades que otros cometen en este mundo: cómo ser para ellos testigos y profetas de una
nueva manera de vivir que los lleve a la genuina alegría, la de poder vivir con
dignidad, sin los impedimentos que surgen de los corazones malignos? Nos
tomamos en serio estas penurias y, simultáneamente, con igual seriedad,
asumimos la tarea de ser portadores de sentido para que esa multitud regrese a
la felicidad original?
-
En
la segunda – el canto del Magnificat en Lucas – es la jovencita María quien da
testimonio del gozo que causa en ella el Señor: “mi espíritu festeja a Dios mi
salvador, porque se ha fijado en la humillación de su servidora, y en adelante
me felicitarán todas las generaciones” (Lucas 1: 47 – 48). Es Dios
relatándose en esta mujer, humilde, desposeída de vanas pretensiones, dispuesta
incondicionalmente al mayor amor del mundo, madre comprometida sin reservas con el proyecto de su hijo, dejando que Dios
sea todo en ella, libre de apariencias y de galas mundanas. Miremos a seres
humanos como ella, que con su talante fundado en Dios, se convierten en
lenguajes de alegría, estímulos para la esperanza, capaces de restituír en
muchos el encanto de la vida. Somos como María? Conocemos personas como ella?
Es Dios para nosotros la gozosa novedad que nos libera del miedo y del vacío ,
lanzándonos a una existencia entusiasmada y contagiosa de sentido y de las más
contundentes razones para el buen vivir?
-
En
la tercera – de Pablo a los cristianos de Tesalónica – la alegría está referida
al contenido de la exhortación que el apóstol les hace: “No apaguen el fuego del espíritu,
no desprecien la profecía, examínenlo todo y quédense con lo bueno, eviten toda
forma de mal” (1 Tesalonicenses 5: 19 – 22), invitación a la vigilancia
creyente, al discernimiento, al crecimiento en humanidad, a la rectitud moral,
a la bonhomía, como garantes de la auténtica felicidad. Cuando en nuestras
conversaciones informales hablamos de la paz que da la tranquilidad de
conciencia estamos aludiendo exactamente a estos contenidos de honestidad y
transparencia como respaldos de la alegría que el Espíritu realiza en nosotros.
Somos lenguaje de honesta felicidad y esa manera de ser sugiere a otros el
mismo camino esperanzado y feliz?
-
En
la cuarta – el evangelista Juan destacando al Bautista - el contexto es más severo y exigente pero
siempre remitido a la bienaventuranza. El profeta, inquieto con las grandes
incoherencias de los dirigentes religiosos de
Jerusalén, con la despreocupación y ligereza de muchos de sus paisanos,
con la vaciedad de la religión, suscita un movimiento de conversión y se marcha
al desierto – espacio de despojo y soledad - : “Apareció un hombre, enviado por Dios,
llamado Juan, que vino como testigo, para dar testimonio de la luz, de
modo que todos creyeran por medio de él”
(Juan 1: 6 – 7). Pone en tela de juicio todo lo accidental, los afectos
desordenados, la religión ritualista sin conversión, las injusticias que se
cometen contra los pobres, las hipocresías de los hombres religiosos, el poder
romano que priva de autonomía al pueblo de Israel, la superficialidad con la
que se llevan vidas que no captan la gravedad de estos asuntos, y se presenta
así: “yo soy la voz del que grita en el desierto: Enderecen el camino del
Señor, según dice el profeta Isaías” (Juan 1: 23), y finalmente anuncia
la razón de su misión, respondiendo a los enviados del templo, que lo requerían
por su identidad y por la razón de su
prédica: “Yo bautizo con agua. Entre ustedes hay alguien a quien no conocen, que
viene detrás de mí, y no soy digno de soltar la correa de su sandalia”
(Juan 1: 26 – 27). Aquel a quien proclama es la buena noticia, es la
realización del mayor motivo de alegría, el que devuelve la dignidad a los
pobres, el que no condena a los pecadores, el que distingue con su amistad a
los excluídos, el que restituye el valor a las mujeres prostituídas y
condenadas, el que no se fija en la rigurosa milimetría de la ley sino en la
misericordia del Padre que devuelve a quienes a ella se acogen el verdadero
gozo de vivir.
Qué pensamos y sentimos de estos personajes y de estos
escenarios, todos ellos salvadores, redentores, liberadores, rescatadores del
mal y de la frustración?
Nos llevan a implicarnos para revisar en juiciosa autocrítica nuestras
vanidades, desinterés, vacuidad, inmediatismo laboral y profesional que
sacrifica lo esencial, el dejarnos seducir por el consumismo y por la sociedad
del espectáculo, el desentendernos de la suerte de los que sufren, el no
escrutar con talante crítico las grandes injusticias de la sociedad?
Cuáles son aquellas realidades que nos hacen vivir con
ilusión, por las que somos capaces de dejarlo todo, en las que nos sentimos
verdaderamente humanos y dispuestos a compartir con otros la apasionante
aventura de vivir?
Que sean estas
cuestiones acicate para una experiencia espiritual honda propia del Adviento,
con el consiguiente coraje que demanda el romper con estas inconsistencias dejando que el Espíritu suceda en cada uno –a ,
convirtiéndonos como al profeta de Isaías 61, como a María, como a Juan el
Bautista, en testigos de Aquel que trae la alegría legítima, la que no se
extingue, la que hace de esta historia un espacio de plenitud anticipando la
inagotable consumación a la que el Padre Dios nos invita, cuando accedamos a la
bienaventuranza definitiva.
Una alegría que aspire a perdurar tiene que estar arraigada
en nuestro ser profundo, no en lo accidental que hoy es y mañana no. No es en
la riqueza material, en el exceso de comodidades, en la fama y el prestigio, en
la competencia del poder y del éxito, en la belleza física, en los honores,
donde reside la felicidad. Todo esto es efímero, ídolos con pies de barro. Si
nuestra plenitud se basa en estas realidades estamos en las puertas de una
inmensa y fatal frustración!
Tarea principal que nos compete es descubrir lo esencial, lo
sabio, lo profundo, lo trascendente, lo que nos proyecta en el amor profundo, en el compromiso con las
personas, en los ideales nobles, en las causas de justicia y dignidad, en el
conocimiento transformador, en el sentido de este Dios que se nos hace próximo,
inmediato, real, en el Señor Jesús y en la posibilidad de vivir con sentido
desde la lógica de la fraternidad y de la solidaridad.
Y quedémonos pensando en estas palabras de Francisco, Obispo
de Roma, pastor de la iglesia universal: “El gran riesgo del mundo actual, con su
múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que
brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres
superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en
los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los
pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su
amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los creyentes también
corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y se convierten en
seres resentidos, quejosos, sin vida. Esa no es la opción de una vida digna y
plena, ese no es el deseo de Dios para nosotros, esa no es la vida en el
Espíritu que brota del corazón de Cristo Resucitado” (Tomado de la
exhortación apostólica La alegría del Evangelio, número 2).
Entonces, alerta!!
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