Lecturas
1.
2
Samuel 7: 1 – 5 y 8 – 16
2.
Salmo
88: 2 – 5 y 27 – 29
3.
Romanos
16: 25 – 27
4.
Lucas
1: 26 – 38
En este cuarto domingo de Adviento nos encontramos con el
texto de Lucas que refiere el anuncio a María, por parte del ángel Gabriel, del
nacimiento de Jesús. El evangelista se esfuerza aquí por narrar un origen fuera de lo común pero su
relato no se queda en el carácter atípico y extraordinario del acontecimiento,
sino que contextualiza en unas coordenadas
históricas y espaciales definidas con una lógica a contracorriente de la
mentalidad dominante en el universo religioso del judaísmo de ese tiempo.
En los versículos
previos se determina que fue “en
tiempo de Herodes, rey de Judea”(Lucas 1: 5), y que lo que está por
venir sucedió “el sexto mes envió Dios al ángel Gabriel a una ciudad de Galilea
llamada Nazaret” (Lucas 1: 26).
Es clave destacar que esa realidad contextual de Nazaret es
de marginalidad, de pobreza, lo exactamente contrario a la prepotencia de
Jerusalén, es en la periferia donde Dios ha elegido el ámbito del misterio de
la encarnación, en la realidad dolorosa de la exclusión, en la íntima cercanía
con los condenados de la tierra, en el aspecto dramático de los seres humanos que
sufren el desconocimiento de su dignidad.
Todo esto sucede en un espacio de humildad, de docilidad a
Dios, de lejanía del vano honor del mundo, es el mismo Creador involucrado
resueltamente en el mundo de los pobres!
También cabe destacar el estupor de la joven María,
comprometida con José, varón pulcro y religioso, cuando experimenta el llamado
de Dios, a través de su mensajero: “No temas, María, que gozas del favor de
Dios. Mira, concebirás y darás a luz un hijo, a quien llamarás Jesús……María
respondió al ángel: cómo sucederá eso si no convivo con un hombre?” (Lucas
1: 30 – 31 y 34).
Se quiebra así la lógica habitual de la humanidad, lo que se
considera de sentido común, es decir, que no es en la grandeza y la opulencia
donde ingresa Dios para asumir la realidad humana e histórica en la
encarnación, sino en la discreción y limpieza de una joven humilde, en un sitio
irrelevante para los criterios de importancia social, poniendo al mismo Dios
como el responsable de este llamamiento y de los hechos que le siguen: “El
Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su
sombra; por eso, el consagrado que nazca llevará el título de Hijo de Dios” (Lucas 1:
35).
También es definitivo reconocer que – según Lucas – no hay
que esperar a ningún otro mesías, en Jesús se explicita su conexión con la
línea davídica, puesto que José, es descendiente de David: “Será
grande, llevará el título de Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono
de David, su padre, para que reine sobre la casa de Jacob por siempre y su
reino no tenga fin” (Lucas 1: 32
– 33).
Ciertamente no es este
el mesías de las cortes reales y de los ambientes imperiales, es un salvador
que surge de los últimos de la sociedad , que va a ejercer su misión desde esas
contradictorias y dolorosas realidades,
trayendo la cercanía misericordiosa del Padre, reivindicando a los maltratados
por la intransigencia de los dirigentes, y dando sentido y esperanza, como lo
refieren con bella simplicidad los diversos relatos evangélicos.
Tal es el contexto de este bienaventurado acontecer de la anunciación, en el que hay dos
protagonistas: María y la Palabra.
María es el símbolo de
una porción de la humanidad que, pese a las situaciones históricas de
marginación y de abandono por parte de la oficialidad religiosa y social de
Jerusalén (sacerdotes del templo, fariseos, maestros de la ley), confía y
aguarda con esperanza el querer de Dios, y esto de modo incondicional.
Y la “Palabra”, es el mismo Dios que se dice a sí mismo, pero
no en el centro religioso del judaísmo , donde todo está decidido y
establecido, pero sin el corazón dispuesto para El, sino en la humilde
docilidad de esta joven mujer, pobre de verdad, y dispuesta a una aceptación
gozosa de la intención teologal: “Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla
en mí según tu palabra” (Lucas 1: 38). En palabras del Padre Pedro Arrupe, lo que vemos aquí es “la
osadía de dejarse llevar”.
Entonces, ausencia de pompas y vanaglorias, silencio y
discreción, pobreza y austeridad, pueblo dominado por los romanos, mesianismo
desde la pequeñez, docilidad de una joven que tiene el coraje de aceptar la
propuesta divina, capacidad de aventurarse libremente en los
caminos teologales, son las notas que caracterizan este encuentro íntimo,
creador, de Dios con la condición humana.
Con esto, el Padre asesta un golpe certero a las pretensiones
de arrogancia y suficiencia, de poder y
superioridad, y se pone claramente de parte de los mínimos, de los
desconocidos, abierto – desde luego – a toda la humanidad, pero con la clara
intencionalidad de dejar clara su lógica de anonadamiento, lo que nos hace
recordar estas palabras de Pablo: “Tengan entre ustedes los mismos sentimientos
de Cristo Jesús, quien, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de ser igual
a Dios; sino que se vació de sí y tomó la condición de esclavo, haciéndose
semejante a los hombres. Y mostrándose en figura humana se humilló, se hizo
obediente hasta la muerte, y una muerte en cruz” (Filipenses 2: 5 – 8).
Las preguntas que se deducen de aquí son de este tenor: qué
es lo verdaderamente importante en la vida? Nuestra carrera competitiva para
ser reconocidos y aplaudidos? El entender la existencia como una escalada de
ascensos y títulos? El buscar ser aceptados en los círculos de los poderosos?
El lograr notables riquezas y bienes materiales? El desarrollar nuestra
egoteca dejando el corazón vacío de
sensibilidad y trascendencia hacia Dios
y hacia el prójimo?
Y también, es imperativo evangélico y humano que nos
preguntemos cómo hacemos vigentes en el mundo de hoy estas realidades
originales de nuestra fe, de tal manera que la respuesta, surgida de juicioso
discernimiento y de una lectura atenta de los signos de los tiempos, nos lleve
a encarnarnos en estos mundos donde tanta gente pierde la esperanza, a causa de
las desatinadas y poco comprometidas decisiones de tantos magnates y poderosos.
Ratificamos lo dicho en domingos anteriores: cómo re –
encantar en nombre de Dios a esta humanidad “agobiada y doliente”,
como reza nuestra tradicional novena de navidad?
Es también interrogante fuerte y severo para el mundo
cristiano, heredero directo de esta historia de salvación.
En nuestra Iglesia
conviven la santidad y el pecado, la gracia y el talante mundano – no
justificable lo segundo, por supuesto! - , lo mismo que en cada uno de
nosotros, en el plano personal. Cómo garantizar el mayor nivel posible de
coherencia con la sustancia humilde, encarnatoria, del proyecto que Dios nos ha
revelado en Jesús? Cómo asumir hoy la
disposición incondicional y generosa de María para implicarse en la invitación
que le hizo el enviado del Padre? Cómo narrar con nuestras vidas esta lógica de
despojo, de donación de la vida, de servicio liberador?
En diversos momentos de la historia hemos vivido hondas contradicciones
en el medio eclesial, como la alianza con poderes imperiales y monárquicos,
como el legitimar la persecución y condena a los llamados herejes, como el moralismo fundamentalista y el desmedido
énfasis en la institución y en el poder jerárquico, con deplorable olvido del
mismísimo Señor Jesús, totalmente desposeído de estas ambiciones, totalmente de
Dios y de la humanidad, descalzo, pobre, acusado por los “santos” del judaísmo,
escarnecido como blasfemo, juzgado como hereje, crucificado.
La palabra que se usa en el griego original del Nuevo
Testamento para designar este abajamiento es kenosis, que significa
renuncia a toda soberbia, despojo de todo poder, empequeñecimiento,
humillación, y es referida principalmente al Señor Jesús, como en la cita
referida arriba, de San Pablo a los Filipenses.
Tal actitud es la que manifiesta María, recipiente de la
Palabra que deposita en ella la semilla de la vida, donación de todo su ser
para la maternidad del Verbo, compromiso pleno con la misión de su Hijo,
hermosísima expresión sacramental de la belleza femenina: la del ser , la de
dar, la de procrear.
Hagamos caso al Espíritu que nos propone descalzarnos y dejar
de lado nuestras ambiciones de “importancia”, y unámonos a lo que nos dice a
través de Francisco con sus deseos de una Iglesia pobre y servidora, dialogante
y respetuosa de lo diverso, ecuménica y solidaria, sensible a la pluralidad de
convicciones religiosas y humanistas, oyente de la Palabra como decía y
proponía el teólogo alemán Karl Rahner, también oyente de la historia, de los
clamores de justicia, transparente en todos sus procedimientos, ajena a las
estratagemas de la política eclesiástica, siempre en perspectiva de anunciar la
Buena Noticia de Jesús y de ser ella madre de todos los humanos.
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