domingo, 18 de diciembre de 2016

COMUNITAS MATUTINA 18 DE DICIEMBRE DOMINGO IV DE ADVIENTO



“Todo esto sucedió para que se cumpliese lo dicho por el Señor por medio del profeta: La virgen concebirá y dará a luz un hijo , y le pondrán por nombre Emmanuel, que significa Dios con nosotros”
(Lucas 1: 22 – 23)
Lecturas:
1.   Isaías 7: 10 – 14
2.   Salmo 23: 1 – 6
3.   Romanos 1: 1 – 7
4.   Mateo 1: 18 – 24
Nunca está de más recordar el contexto sociocultural y lingüístico en el que surgen los textos bíblicos, muy distante de nosotros en el tiempo y también con una mentalidad totalmente diferente de la occidental, caracterizada esta última por sus definiciones conceptuales y por sus articulaciones racionales, mientras que el mundo bíblico es experiencial y existencialista, de pensamiento concreto y, en materia religiosa, dispuesto a descubrir a Dios en las narrativas de su realidad vital.
El Dios que se testimonia en la Biblia es un Dios que se dice a sí mismo en los relatos de la comunidad de Israel, en los hechos de su vida. Allí es donde la fe ejerce el apasionante ejercicio del discernimiento, que es distinguir y luego asumir la intervención de Dios en su historia!
Esta aclaración inicial nos ayuda a ponernos de frente a los textos de este domingo, de sus contextos y de su pre-textos, verdaderas joyas de teología narrativa.
Propongámonos hoy hacer una comparación y correlación entre las señales de la inminencia de Dios en los tres textos que nos propone la Iglesia este domingo y las señales de esto mismo que vemos en nuestra existencia, en el mundo de hoy.
Aquí la señal es claramente indicadora de esperanza, superando el escepticismo de Ajaz, en la lectura del profeta Isaías: “Volvió Yahvé a hablar a Ajaz en estos términos: pide para ti una señal de Yahvé tu Dios, bien en lo más hondo del Seol, o arriba en lo más alto. Respondió Ajaz: no la pediré, no tentaré a Yahvé. Dijo Isaías: escucha, pues, heredero de David, les parece poco cansar a los hombres que cansan también a mi Dios? Pues bien, el Señor mismo les va a dar una señal: miren, una doncella está encinta y va a dar a luz un hijo, al que pondrá por nombre Emmanuel” (Isaías 7: 10 – 14).
Desarrollemos aquí una fina sensibilidad espiritual para captar la sutileza de esta escena. Lo que se quiere decir es que, a pesar de la resistencia de Ajaz, Dios se mantiene en su empeño de bendecir a Judá, y lo hace a través de la promesa de un heredero de David. Esto no es literatura fantástica, hace parte de las certezas de fe de los israelitas, que pudieron comprobar esto en su historia, justamente haciéndose hombres y mujeres aptos para discernir los signos de Dios en su experiencia cotidiana.
Volvemos así con la expectativa mesiánica de este pueblo de creyentes, esperanza que es esencial en la configuración de su vida. Qué nos dice esto a nosotros? Dejando de lado los mensajes religiosos simplistas y desconectados de la historia, sabemos detectar a Dios en el devenir de nuestra humanidad? La lógica de la revelación no está en acontecimientos extraordinarios sino en el mismo acontecer humano, aquí es donde Dios se evidencia.
Constatamos con sentido crítico todo lo que aflige al ser humano y lo hace fracasar en sus deseos de felicidad y de realización, lo repetimos aquí hasta la sociedad: exclusiones, violencias, pobrezas, vacíos, frustraciones, humillaciones, indignidades, todo esto causado por el empecinamiento maligno de unos seres humanos en contra de otros, y esto sucediendo con una frecuencia alarmante y dolorosa.
Cómo florecen aquí las señales de Dios? Donde residen las razones para la esperanza? Dónde está el prometido Emmanuel? Sucumbimos al escepticismo como el de Ajaz, o nos dejamos tomar por  la gratuidad de Dios para ingresar en su proyecto de salvación y de liberación? Sabemos que la imagen de esa  doncella en  la dulce espera de su hijo es el indicativo de un Dios incondicional y siempre comprometido con su tarea de llevarnos por los caminos de la plenitud?
Los cristianos estamos en la historia para contagiar de sentido y de razones – las mejores y más decisivas – para la esperanza, no para imponer un sistema religioso rígido, lleno de minucias legales y de pesadeces institucionales. Es decir, que nuestra tarea es la de comunicar vitalmente esta feliz realidad del Dios con nosotros, para nosotros, entre nosotros: “La promesa era relativa a su Hijo, Jesucristo señor nuestro, descendiente de David según la carne, pero constituído Hijo de Dios con poder; según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos” (Romanos 1: 3 – 4).
Esta es la Buena Noticia de Jesús, imperativo que nos exige purificar nuestra fe de tantas contaminaciones, de tantos lenguajes y contenidos que no se compadecen con su proyecto original, de tantas imposiciones agobiantes, de ese estilo autorreferencial y distante, y aprender así a transitar por las señales de felicidad, que en buen lenguaje evangélico llamamos bienaventuranzas.
La pasión por la justicia, el cuidado de la vida, el compromiso constante con la dignidad humana, el cultivo de la vida en el Espíritu, el sentido de comunidad y de solidaridad, el talante de servicio, la decidida inclusión de los pobres en el proyecto de la justicia, el humanismo trascendente que se desprende del Evangelio, el reconocimiento maravillado de lo que es distinto de nosotros, la comunión y la participación, la Iglesia servidora de todos, la perspectiva de futuro, son – entre muchas – las gozosas señales del Dios con nosotros, del Emmanuel , que es la respuesta del Dios fidelísimo a todas nuestras expectativas.
Esto es lo que nos transmite el hermoso relato de Mateo, estremecedor por su profunda sencillez y por su nitidez teologal: “El origen de Jesucristo fue de la siguiente manera. Su madre, María, estaba desposada con José; pero, antes de empezar a estar juntos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo. Su marido, José, que era justo, pero no quería infamarla, resolvió repudiarla en privado. Así lo tenía planeado, cuando el angel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer, porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo” (Mateo 1: 18 – 20).
Sabemos que los evangelios no son crónicas biográficas en el sentido en el que entendemos hoy tales  escritos, son  de interpretaciones teológicas en las que la comunidad que da origen a cada relato evangélico da testimonio de su fe en Jesús y lo reconoce como Hijo de Dios, procedente de El y encarnado en la humanidad, como el modo propio de asumir nuestra historia y existencia en perspectiva de redención y de salvación. Esta es la señal de Dios por excelencia!
Los evangelistas hacen teología narrando el acontecer de Dios en la vida de las comunidades, y refieren como acontecimiento prototípico de lo mismo  este hecho: “Dará a luz un hijo a quien pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mateo 1: 21).
Fijémonos en los protagonistas del relato: Dios, tipificado en la figura del angel, expresión de origen bíblico que se refiere al mismo Yahvé, a su presencia anunciadora de vida y de señales esperanzadoras; María, el medio humano que hace posible la implicación histórica y existencial de Dios en la persona de su hijo Jesús, bien conocida por el acatamiento incondicional de la invitación que Dios le hizo; José, el hombre justo y prudente, que quiere seguir lo determinado por la ley judía siempre inspirado por su fe profunda, condición que le permite descubrir la señal  del Espíritu en el embarazo de su esposa.
Ellos, gente pobre y anónima, como millones en el mundo, son el recurso por el que Dios opta para hacerse presente de modo decisivo en la historia de la humanidad. No hay aquí nada portentoso ni llamativo, ni representativo de interés para los cronistas de las hazañas de los poderosos. Así se ratifica ese proceder de Dios en pequeñez, en abajamiento, en discreción y total humildad, señalando que su lógica no es la del poder sino la de la amorosa y humilde inserción en la realidad de los humanos que son así, como José y como María.
No es en el ámbito de los lujos y de las riquezas,  ni en el refinado egoísmo de los salones suntuosos, ni en las entidades que deciden las políticas de gobierno y de economía, ni en las multinacionales que globalizan su desmedida ambición de dinero, donde sucede Dios.
 El acontece en los hombres y mujeres que carecen de arrogancia y que no hacen del poder y del dinero sus ídolos, en los que – como María – dicen sí sin reservas a su invitación, en los que – como José – tienen cultivado el don de la prudencia teologal, en los que hacen del amor y del servicio la consigna determinante de sus decisiones y de sus conductas.
El asunto clave aquí es si – en la perspectiva de esta Palabra – sabemos detectar los signos de Dios entre nosotros, si nuestra religiosidad es mucho más que una formalidad y una inercia sociocultural, si acertamos con captar el proyecto de Dios en la dulce espera de María y de José, si el inminente niño de Belén conmueve nuestros esquemas egocéntricos y nos saca a las calles de la vida para darnos a todos, sabiendo siempre que los primeros aquí son los últimos.
Cuáles son las señales de Dios en tu vida? En nuestra vida? En la Colombia y en el mundo de hoy? Estamos atentos a descifrarlas, sabedores de que ellas contienen salvación, plenitud, liberación, nueva humanidad? Vivimos este Adviento en esa clave?

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