“Yo los bautizo con
agua en señal de conversión, pero el que viene detrás de mí es más fuerte que
yo, y no soy digno de llevarle las sandalias. El los bautizará con Espíritu
Santo y fuego”
(Mateo
3: 11)
Lecturas:
1.
Isaías 11: 1 – 10
2.
Salmo 71: 2.8.12-13 y 17
3.
Romanos 15: 4 – 9
4.
Mateo 3: 1 – 12
En estos tres años y
medio, desde que comenzó su ministerio el Papa Francisco, le escuchamos retos
que lanza a la Iglesia y a la humanidad, como este: “Busquemos ser una Iglesia que
encuentra caminos nuevos. La novedad nos da siempre un poco de miedo porque nos
sentimos más seguros si tenemos todo bajo control, si somos nosotros los que
construímos, programamos, y planificamos nuestra vida. Estamos decididos a
recorrer los caminos nuevos que la novedad de Dios nos presenta o nos
atrincheramos en estructuras caducas que han perdido la capacidad de
respuesta?”
El interrogante tan
denso que nos plantea Francisco se dirige a la Iglesia toda como comunidad y
como institución, pero también a cada cristiano en particular, y procede del
constatar tantas realidades anquilosadas e irrelevantes que hay en el mundo
cristiano, lenguajes desconectados de la realidad, empeño en conservar lo que
ya ha perdido su capacidad de significación y de persuasión. Dicho en otras
palabras, el Papa nos reta a eso que en lenguaje más tradicional se llama
conversión, que es la propuesta de las lecturas de este segundo domingo de
Adviento.
Le hemos escuchado,
entre los más destacados, los siguientes desafíos:
-
Poner a Jesús en el centro de la vida
eclesial: “Una Iglesia que no lleva a Jesús es una Iglesia muerta.”
-
No vivir en una Iglesia cerrada y
autorreferencial: “Una Iglesia que se encierra en el pasado traiciona su propia
identidad”
-
Actuar siempre movidos por la
misericordia de Dios hacia todos sus hijos: “Un cristianismo restauracionista
y legalista que lo quiere todo claro y seguro, y no halla nada”.
-
Buscar una Iglesia pobre y de los
pobres: “Anclar nuestra vida en la esperanza , no en nuestras reglas, ni en
nuestros comportamientos eclesiásticos, nuestros clericalismos”.
Si el domingo anterior
se nos invitaba a la vigilancia, en este la propuesta es la conversión, la
capacidad de renunciar a lo que nos pesa e impide la acogida del don del
Espíritu, los narcisismos religiosos y morales, fustigados fuertemente en el
evangelio de hoy por Juan el Bautista, las egolatrías, los miedos fundamentados
en argumentos aparentemente razonables, el mundo interminable de nuestros
afectos desordenados y, en general, todo lo que nos paraliza y cierra a la
acción beneficiosa y liberadora del amor de Dios.
Miremos , en primer
lugar, lo que nos indica Isaías, anuncio esperanzador: “Dará un vástago el tronco de
Jesé, un retoño de sus raíces brotará. Reposará sobre él el espíritu de Yahvé:
espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu
de ciencia y temor de Yahvé. No juzgará por las apariencias ni sentenciará de
oídas” (Isaías 11: 1 – 3).
Este vástago es
anunciado como el portador de un nuevo orden de vida que proviene del mismo
Dios, capaz de implantar en la tierra una situación paradisíaca. Para eso acude
a figuras muy expresivas como : “Serán vecinos el lobo y el cordero, y el
leopardo se echará con el cabrito, el novillo y el cachorro pacerán juntos, y
un niño pequeño será su pastor” (Isaías 11: 6), aludiendo a la
superación de la agresividad y de todo lo que divide a los seres humanos, el
don de la paz, como el gran indicativo de los tiempos mesiánicos.
Como ya lo sugeríamos
el domingo anterior, este Adviento de 2016 debe estar marcado por el espíritu
decidido para construír en Colombia una cultura de paz, favoreciendo todos los
esfuerzos de reconciliación e incluyendo, en la mayor medida posible , todas
las iniciativas que en este sentido están ya funcionando entre nosotros. No
podemos reducirnos a un Adviento – Navidad tradicionales de novenas,
villancicos, fiestas, regalos, para que en enero volvamos a la misma desolación
de siempre. Aquí reside el reto mayor de conversión individual y colectiva para
la totalidad de los habitantes de Colombia.
Y ahora, nos vamos con
Juan Bautista al desierto: “Por aquellos días, se presentó Juan el
Bautista, proclamando en el desierto de Judea: conviértanse, porque ha llegado
el reino de los cielos” (Mateo 3: 1 – 2), clara referencia al
distanciamiento del profeta con respecto a la religión oficial del templo y de
los sacerdotes, cuyo legalismo y rigidez ritual no podía soportar: “Pero,
cuando vió venir a muchos fariseos y saduceos a su bautismo, les dijo: Raza de
víboras! Quién les ha enseñado a huír de la ira inminente? Den, más bien, fruto
digno de conversión” (Mateo 3: 7 – 8), ratificación de su desacuerdo
con el sacerdocio de Jerusalén y con todo el tejido institucional de esa religiosidad
en la que primaba lo formal sobre la conversión del corazón y la acogida del
don de Dios.
Es conmovedor el
esfuerzo del Papa Francisco planteando este tipo de retos a la Iglesia
universal, viéndola a menudo fatigada por su peso institucional y débil para
abrirse a la novedad del Evangelio y al contacto con la realidad. Nos pasa lo
mismo a nosotros? Estamos enredados en un cristianismo de devociones y de
formas exteriores? Nuestro mundo de comodidades materiales e ideológicas nos
domina de tal forma que frena en nosotros la apertura a la novedad de lo divino
y de lo humano?
Juan dice que el reino
de Dios está cerca. Qué es esto? Es el llamamiento típico de los profetas de
Israel y de todos los tiempos de la historia.
Para captarlo se impone que afinemos nuestra
sensibilidad espiritual dejando que la fuerte confrontación del Bautista nos
interpele también, poniendo en tela de juicio nuestro sofisticado egoísmo, que
se argumenta con los razonamientos de “gente bien”, que da prioridad a
intereses mezquinos y de corto alcance dejando de lado los grandes dramas de la
humanidad, como el incesante trasegar de las comunidades que migran huyendo de
guerras e injusticias, los gritos de los solitarios y desconocidos, dramas que
se pretenden sofocar con las luces de una navidad barata y lejana de Dios y del
ser humano.
Juan es precursor del
Mesías, prepara para la nueva lógica de vida que viene con Jesús, para una
transformación radical de mentes, corazones y conciencias, anuncio de largo
alcance que cubre hasta nuestro tiempo y que aspira a mantenerse siempre
vigente en la historia: “Yo los bautizo con agua en señal de
conversión, pero el que viene detrás de mí es más fuerte que yo, y no soy digno
de llevarle las sandalias. El los bautizará con Espiritu Santo y con fuego. En
su mano tiene el bieldo y va a aventar su parva: recogerá su trigo en el
granero , pero la paja la quemará con fuego que no se apaga” (Mateo 3:
11 – 12).
La palabra de un
profeta como este suele no gustarnos porque obliga a cambiar , a renunciar a
seguridades y establecimientos de gran comodidad y egoísmo. El profeta
escudriña, lee los signos de los tiempos, su mirada es de largo alcance,
interpreta la realidad en clave de justicia-injusticia, de
rectitud-deshonestidad, y propone a las comunidades las exigencias del
auténtico ser humano, del que es capaz de liberarse de amarras para acceder a
la vitalidad del verdadero Dios.
Tenemos capacidad de
escuchar a los profetas de hoy? Francisco, el Papa, nos cae bien por sus gestos
simpáticos, nos parece un Papa chévere porque abraza niños y se toma
fotografías con futbolistas, o más bien nos incomoda con sus severas
confrontaciones? Estamos dispuestos a dejar de ser autorreferenciales, a
descalzarnos, a poner a Jesús en el centro, a deponer tantos prejuicios?
Los tiempos mesiánicos, como los que anuncia
Isaías, llegarán cuando tengamos la osadía de conocer a Dios, de captar la
esencia de lo humano, de hacer trizas nuestros esquemas de seguridad. A estos
tiempos se refieren explícitamente la presencia de Jesús en la historia humana,
y el anuncio que de él hace Juan el Bautista.
Convertirse no consiste
en adoptar un modo penitencial y sombrío, sino cambiar de rumbo en la vida.
Esto se expresa con la muy elocuente palabra griega metanoia, utilizada con
frecuencia en los escritos del Nuevo Testamento, con el significado de adquirir una nueva mentalidad, en este caso,
la teologal, que se caracteriza por la acogida del prójimo, por la vida recta y
solidaria, por el servicio y la renuncia a toda vana ambición, por la justicia
y la transparencia, por la vida que no se hipoteca a los ídolos sino que acoge
la libertad que procede de Dios, según el camino que nos traza Jesús.
El anunciado Mesías,
Jesús el Cristo, se hace presente en nuestra historia para transformarla en la
clave bien conocida del Reino de Dios y su justicia, haciendo posible realidades
como las que Pablo pide en la carta a los Romanos, teniendo en cuenta que en
esas primeras comunidades cristianas se encontraban creyentes que procedían
tanto del judaísmo como del paganismo, invitados a superar esas diferencias y a
encontrarse en un insospechado ámbito de sentido: “Y que el Dios de la paciencia y
del consuelo les conceda compartir entre ustedes los mismos sentimientos ,
siguiendo a Cristo Jesús, para que unánimes, a una voz, alaben al Dios y Padre
de Nuestro Señor Jesucristo. Por tanto, acojánse mutuamente como los acogió
Cristo para gloria de Dios” (Romanos 15: 5 – 7).
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