“Ustedes
han oído que se dijo: amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo les
digo: amen a sus enemigos y rueguen por los que los persigan…”
(Mateo 5: 43 – 44)
Lecturas:
1.
Levítico 19: 1-2 y
17-18
2.
Salmo 102: 1-8 y 10-13
3.
1 Corintios 3: 16-23
4.
Mateo 5: 38-48
La
vocación que todo ser humano recibe de Dios es a ser santos, a ser perfectos, a
cultivar una excelente humanidad, participando de la propia perfección de Dios,
en quien destaca como sustancia de esta invitación el camino del amor
incondicional, a El mismo, a todos los seres humanos, con preferencia de los
humillados y ofendidos, a la naturaleza, a sí mismo.
Sólo hay santidad cuando el ser humano se
despoja de sus intereses particulares y trasciende hacia el Otro que es Dios y,
en consecuencia, hacia el prójimo; no es posible una santidad desconectada de los demás.
En
esta clave se impone revisar el concepto y la práctica del ser santo. Cierto
estereotipo muy extendido nos lo presenta con sabor de perfeccionismo angelical, de
desentendimiento de las cosas de la vida real, alejado de la cotidianidad, de
los gozos normales de la vida, de las fragilidades inherentes a todos los
humanos.
En
las lecturas de este domingo se nos ofrece la alternativa de una santidad
inserta en el mundo y totalmente entregada al ejercicio de la projimidad,
afirmación que pone en tela de juicio esa santidad desteñida a la que nos
estamos refiriendo.
La
primera lectura proviene del código de
santidad del libro del Levítico – uno de los cinco textos del Pentateuco -, que
plantea claramente la responsabilidad con el prójimo: “No odies en tu corazón a tu
hermano, pero corrige a tu prójimo, para que no cargues con un pecado por su
causa. No te vengarás ni guardarás rencor a tus paisanos. Amarás a tu prójimo
como a ti mismo. Yo, Yahvé” (Levítico 19: 17-1).
Buena
parte de este código de santidad está orientada a la regulación del
comportamiento social dominado por el mandamiento del amor al prójimo. De acuerdo
con esto, el camino para llegar a Dios y lograr la santidad comienza con el
respeto hacia la vida y la dignidad del otro. Este criterio es esencial en la
Ley y en los Profetas, es el asunto que determina nuestra relación con Dios,
elemento fundamental de la fe.
El creyente que interioriza este mandato y lo integra a su
vida es el que puede participar legítimamente de la promesa de salvación dada
por Dios a su pueblo. Su santidad se manifiesta en el trato exquisito que nos
da:
“El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. No
nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas” (Salmo
102: 8 – 10).Claro testimonio de la
santidad de Dios que nos compromete a vivir en esa misma perspectiva!
Cuando
en el lenguaje de los profetas leemos sus fuertes diatribas contra la religión
de Israel ,más preocupada por la perfección del culto exterior, por la riqueza
del templo, por la solemnidad de las ceremonias, que por la justicia debida al
prójimo, constatamos la prioridad que la mejor tradición bíblica concede a la
íntima conexión entre santidad y projimidad, entre santidad y justicia, entre
santidad y amor.
En
el texto de la segunda lectura – de la primera carta a los Corintios – Pablo
considera al ser humano como templo de Dios y morada del Espíritu: “Acaso
no saben ustedes que son templo de Dios, y que el Espíritu de Dios vive en
ustedes? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él, porque
el templo de Dios es santo, y ese templo son ustedes mismos” (1
Corintios 3: 16-17).
Esto
lo podemos definir como la esencia teologal de la dignidad humana. Cada persona
es presencia concreta de Dios en la historia. Detengámonos en esta
consideración y dejemos que ella entre a lo más hondo de nuestro ser. Decir esto equivale a
establecer la primacía del ser humano por encima de cualquier otro interés y –
por supuesto – confronta cualquier escala de valores, las más habituales
estructuradas sobre el dinero, sobre los apellidos, sobre los títulos, sobre el
poder y, en general, sobre tantas distinciones y jerarquizaciones introducidas
por el pecado.
Pablo
está llamando la atención a los cristianos de Corinto sobre su condición de
templos del Espíritu y al mismo tiempo les advierte sobre los peligros que los
amenazan, provenientes de aquellos que pretenden anular el mensaje del Señor
Crucificado, de su donación amorosa y definitiva, para dar paso a discursos de
sabiduría humana, permeados por el poder y por la ambiciosa dominación de unos
sobre otros, por el desconocimiento de la identificación de Dios con la
debilidad de los humanos y de su solidaridad con los últimos del mundo.
Así,
el ser humano viene a ser un sacramento de Dios, una significación eficaz de su
presencia, acompañada de la gracia que transforma y que propicia la entrega, el
servicio, la abnegación, la atención a cada persona, el reconocimiento de su
valor, sin diferencias ni categorías.
Esto
que decimos suele ser lugar común. Es profesado por la declaración universal de
los derechos humanos, también por las constituciones de los estados, por los
programas de los partidos políticos, por las tradiciones religiosas, todo el
mundo lo sabe, pero al verificar su impacto en las relaciones
efectivas entre los hombres nos encontramos con la escandalosa distancia de
estos ideales.
Las
legiones de migrantes que huyen de la violencia y del hambre, los millones de
seres humanos descartados por el sistema excluyente del mercado y de la
capacidad adquisitiva, el rechazo de los países ricos para que estos colectivos
ingresen a sus territorios, la segregación recial, las afrentas a la libertad
religiosa, la infame perversidad del sistema económico vigente en el mundo, las
interminables violencias contra los indefensos, y tantos hechos contrarios a
esas proclamaciones nos hacen ver que en la raíz de muchos corazones no alberga
una sensibilidad humanitaria ni una aceptación del valor esencial de lo humano.
Por
eso, las palabras de Pablo deben tener tanta resonancia para nosotros, que nos
decimos seguidores de Jesús. El dice que el verdadero templo donde habita Dios
son las personas. Es en ellas, en el amor a ellas donde se da el auténtico
culto a Dios, especialmente en aquellos cuya dignidad ha sido profanada por el
pecado de la injusticia.
En
estos años recientes hemos escuchado al Papa Francisco profesar esta convicción
del valor sustancial del ser humano, y rechazar enfáticamente la economía de
mercado y la sociedad de consumo que produce seres humanos descartables , en la
medida en que el referido sistema no los considera productivos sino engorrosos.
En esta perspectiva de la fe cristiana y en la sensibilidad de otras
tradiciones religiosas y humanistas, también muy respetables, estamos llamados
a afirmar la sacralidad de todas las formas de vida, destacando la centralidad
del ser humano.
En
el texto de Mateo se da un paso adelante que es perdonar y amar al enemigo:”
También han oído que se dijo: ama a tu prójimo y odia a tu enemigo. Pero yo les
digo: amen a sus enemigos y oren por quienes los persiguen. Así ustedes serán
hijos de su Padre que está en el cielo; pues El hace que su sol salga sobre
malos y buenos, y manda la lluvia sobre justos e injustos. Porque si ustedes
aman solamente a quienes los aman, qué premio recibirán?” (Mateo 5:
43-46)
Este
amor propuesto por Jesús supera el mandamiento antiguo que permite el odio al
enemigo, expresado en la famosa ley del talión: “ojo por ojo y diente por diente”
(Mateo 5: 38), legitimación del rencor y de la venganza, raíz de tantos
conflictos y desavenencias en la humanidad. Lo que Jesús pide se sale del circulo de los habituales afectos que
tenemos: familia, amigos, grupos de pertenencia, personas con quienes nos
identificamos y, en cambio, nos proyecta
a los que parecerían no merecer nuestro amor, o incluso parecerían merecer
nuestro desamor.
Ser
perfectos como Dios significa vivir en un amor sin límites, dejando atrás la
pobre lógica de esa ley del talión, y conformando una sociedad en la que la
justicia, la compasión, la misericordia, la solidaridad, son los ejes que la
articulan. Dentro de esto el perdón al enemigo y la reconciliación tienen un
peso decisivo.
El
Evangelio de Jesús siempre es radical y supera con creces los mínimos de
nuestra justicia limitada, que El mismo cuestiona con rigor cuando dice: “Y si
saludan solamente a sus hermanos, qué hacen de extraordinario? Hasta los
paganos se portan así. Sean ustedes perfectos, como su Padre que está en el
cielo es perfecto” (Mateo 5: 47-48).
Cuando
simplemente dejamos de hacer el mal no alcanzamos el bien moral supremo, la
santidad, porque podemos estar pecando por omisión del bien, paradójicamente.
Esta propuesta del amor a los enemigos, de altísima exigencia espiritual y
ética, es el salto cualitativo que marca la diferencia, donde salimos de
nuestro confortable ámbito de cumplimientos mínimos para entrar en la
radicalidad del amor que nos asemeja a Dios.
Para
lograrlo se impone una experiencia espiritual profunda, mística, que nos lleva
a contemplar el misterio indecible de Dios en el misterio del ser humano,
verdadero santuario que nos hace salir del intimismo cómodo para construír un
modo de vida que sienta con el otro, que experimente el dolor del otro, y que
también nos confiera la osadía de desarmar al enemigo con esa expresión
sobreabundante de amor que es el perdón. Como el que se hace tan indispensable
en esta hora de la historia colombiana.
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