domingo, 19 de febrero de 2017

COMUNITAS MATUTINA 19 DE FEBRERO DOMINGO VII DEL TIEMPO ORDINARIO



“Ustedes han oído que se dijo: amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo les digo: amen a sus enemigos y rueguen por los que los persigan…”
(Mateo 5: 43 – 44)

Lecturas:
1.   Levítico 19: 1-2 y 17-18
2.   Salmo 102: 1-8 y 10-13
3.   1 Corintios 3: 16-23
4.   Mateo 5: 38-48
La vocación que todo ser humano recibe de Dios es a ser santos, a ser perfectos, a cultivar una excelente humanidad, participando de la propia perfección de Dios, en quien destaca como sustancia de esta invitación el camino del amor incondicional, a El mismo, a todos los seres humanos, con preferencia de los humillados y ofendidos, a la naturaleza, a sí mismo.
 Sólo hay santidad cuando el ser humano se despoja de sus intereses particulares y trasciende hacia el Otro que es Dios y, en consecuencia, hacia el prójimo; no es posible  una santidad desconectada de los demás.
En esta clave se impone revisar el concepto y la práctica del ser santo. Cierto estereotipo muy extendido nos lo presenta  con sabor de perfeccionismo angelical, de desentendimiento de las cosas de la vida real, alejado de la cotidianidad, de los gozos normales de la vida, de las fragilidades inherentes a todos los humanos.
En las lecturas de este domingo se nos ofrece la alternativa de una santidad inserta en el mundo y totalmente entregada al ejercicio de la projimidad, afirmación que pone en tela de juicio esa santidad desteñida a la que nos estamos refiriendo.
La primera lectura  proviene del código de santidad del libro del Levítico – uno de los cinco textos del Pentateuco -, que plantea claramente la responsabilidad con el prójimo: “No odies en tu corazón a tu hermano, pero corrige a tu prójimo, para que no cargues con un pecado por su causa. No te vengarás ni guardarás rencor a tus paisanos. Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo, Yahvé” (Levítico 19: 17-1).
Buena parte de este código de santidad está orientada a la regulación del comportamiento social dominado por el mandamiento del amor al prójimo. De acuerdo con esto, el camino para llegar a Dios y lograr la santidad comienza con el respeto hacia la vida y la dignidad del otro. Este criterio es esencial en la Ley y en los Profetas, es el asunto que determina nuestra relación con Dios, elemento fundamental de la fe.
 El creyente que  interioriza este mandato y lo integra a su vida es el que  puede participar  legítimamente de la promesa de salvación dada por Dios a su pueblo. Su santidad se manifiesta en el trato exquisito que nos da: “El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. No nos trata como merecen nuestros pecados, ni nos paga según nuestras culpas” (Salmo 102: 8 – 10).Claro  testimonio de la santidad de Dios que nos compromete a vivir en esa misma perspectiva!
Cuando en el lenguaje de los profetas leemos sus fuertes diatribas contra la religión de Israel ,más preocupada por la perfección del culto exterior, por la riqueza del templo, por la solemnidad de las ceremonias, que por la justicia debida al prójimo, constatamos la prioridad que la mejor tradición bíblica concede a la íntima conexión entre santidad y projimidad, entre santidad y justicia, entre santidad y amor.
En el texto de la segunda lectura – de la primera carta a los Corintios – Pablo considera al ser humano como templo de Dios y morada del Espíritu: “Acaso no saben ustedes que son templo de Dios, y que el Espíritu de Dios vive en ustedes? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él, porque el templo de Dios es santo, y ese templo son ustedes mismos” (1 Corintios 3: 16-17).
Esto lo podemos definir como la esencia teologal de la dignidad humana. Cada persona es presencia concreta de Dios en la historia. Detengámonos en esta consideración y dejemos que ella entre a lo más  hondo de nuestro ser. Decir esto equivale a establecer la primacía del ser humano por encima de cualquier otro interés y – por supuesto – confronta cualquier escala de valores, las más habituales estructuradas sobre el dinero, sobre los apellidos, sobre los títulos, sobre el poder y, en general, sobre tantas distinciones y jerarquizaciones introducidas por el pecado.
Pablo está llamando la atención a los cristianos de Corinto sobre su condición de templos del Espíritu y al mismo tiempo les advierte sobre los peligros que los amenazan, provenientes de aquellos que pretenden anular el mensaje del Señor Crucificado, de su donación amorosa y definitiva, para dar paso a discursos de sabiduría humana, permeados por el poder y por la ambiciosa dominación de unos sobre otros, por el desconocimiento de la identificación de Dios con la debilidad de los humanos y de su solidaridad con los últimos del mundo.
Así, el ser humano viene a ser un sacramento de Dios, una significación eficaz de su presencia, acompañada de la gracia que transforma y que propicia la entrega, el servicio, la abnegación, la atención a cada persona, el reconocimiento de su valor, sin diferencias ni categorías.
Esto que decimos suele ser lugar común. Es profesado por la declaración universal de los derechos humanos, también por las constituciones de los estados, por los programas de los partidos políticos, por las tradiciones religiosas, todo el mundo lo sabe,  pero  al verificar su impacto en las relaciones efectivas entre los hombres nos encontramos con la escandalosa distancia de estos ideales.
Las legiones de migrantes que huyen de la violencia y del hambre, los millones de seres humanos descartados por el sistema excluyente del mercado y de la capacidad adquisitiva, el rechazo de los países ricos para que estos colectivos ingresen a sus territorios, la segregación recial, las afrentas a la libertad religiosa, la infame perversidad del sistema económico vigente en el mundo, las interminables violencias contra los indefensos, y tantos hechos contrarios a esas proclamaciones nos hacen ver que en la raíz de muchos corazones no alberga una sensibilidad humanitaria ni una aceptación del valor esencial de lo humano.
Por eso, las palabras de Pablo deben tener tanta resonancia para nosotros, que nos decimos seguidores de Jesús. El dice que el verdadero templo donde habita Dios son las personas. Es en ellas, en el amor a ellas donde se da el auténtico culto a Dios, especialmente en aquellos cuya dignidad ha sido profanada por el pecado de la injusticia.
En estos años recientes hemos escuchado al Papa Francisco profesar esta convicción del valor sustancial del ser humano, y rechazar enfáticamente la economía de mercado y la sociedad de consumo que produce seres humanos descartables , en la medida en que el referido sistema no los considera productivos sino engorrosos. En esta perspectiva de la fe cristiana y en la sensibilidad de otras tradiciones religiosas y humanistas, también muy respetables, estamos llamados a afirmar la sacralidad de todas las formas de vida, destacando la centralidad del ser humano.
En el texto de Mateo se da un paso adelante que es perdonar y amar al enemigo:” También han oído que se dijo: ama a tu prójimo y odia a tu enemigo. Pero yo les digo: amen a sus enemigos y oren por quienes los persiguen. Así ustedes serán hijos de su Padre que está en el cielo; pues El hace que su sol salga sobre malos y buenos, y manda la lluvia sobre justos e injustos. Porque si ustedes aman solamente a quienes los aman, qué premio recibirán?” (Mateo 5: 43-46)
Este amor propuesto por Jesús supera el mandamiento antiguo que permite el odio al enemigo, expresado en la famosa ley del talión: “ojo por ojo y diente por diente” (Mateo 5: 38), legitimación del rencor y de la venganza, raíz de tantos conflictos y desavenencias en la humanidad. Lo que Jesús pide se  sale del circulo de los habituales afectos que tenemos: familia, amigos, grupos de pertenencia, personas con quienes nos identificamos y, en cambio,  nos proyecta a los que parecerían no merecer nuestro amor, o incluso parecerían merecer nuestro desamor.
Ser perfectos como Dios significa vivir en un amor sin límites, dejando atrás la pobre lógica de esa ley del talión, y conformando una sociedad en la que la justicia, la compasión, la misericordia, la solidaridad, son los ejes que la articulan. Dentro de esto el perdón al enemigo y la reconciliación tienen un peso decisivo.
El Evangelio de Jesús siempre es radical y supera con creces los mínimos de nuestra justicia limitada, que El mismo cuestiona con rigor cuando dice: “Y si saludan solamente a sus hermanos, qué hacen de extraordinario? Hasta los paganos se portan así. Sean ustedes perfectos, como su Padre que está en el cielo es perfecto” (Mateo 5: 47-48).
Cuando simplemente dejamos de hacer el mal no alcanzamos el bien moral supremo, la santidad, porque podemos estar pecando por omisión del bien, paradójicamente. Esta propuesta del amor a los enemigos, de altísima exigencia espiritual y ética, es el salto cualitativo que marca la diferencia, donde salimos de nuestro confortable ámbito de cumplimientos mínimos para entrar en la radicalidad del amor que nos asemeja a Dios.
Para lograrlo se impone una experiencia espiritual profunda, mística, que nos lleva a contemplar el misterio indecible de Dios en el misterio del ser humano, verdadero santuario que nos hace salir del intimismo cómodo para construír un modo de vida que sienta con el otro, que experimente el dolor del otro, y que también nos confiera la osadía de desarmar al enemigo con esa expresión sobreabundante de amor que es el perdón. Como el que se hace tan indispensable en esta hora de la historia colombiana.

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