domingo, 26 de febrero de 2017

COMUNITAS MATUTINA 26 DE FEBRERO DOMINGO VIII DEL TIEMPO ORDINARIO

“Nadie puede servir a dos amos, porque odiará a uno y querrá al otro, o será fiel a uno y despreciará al otro. No se puede servir a Dios y a las riquezas”
(Mateo 6: 24)

Lecturas:
Isaías 49: 14 – 15
Salmo 61: 2 – 9
1 Corintios 4: 1 – 5
Mateo 6: 24 – 34
En la tradición judeo cristiana se nos ha inculcado el sentido de Dios como generoso, sobreabundante en sus dones para la humanidad, solidario con nuestros gozos y sufrimientos, cercano y plenamente comprometido con nuestra felicidad. Para los musulmanes ese mismo Dios único es concebido como “Alá, el compasivo, el misericordioso”.
Esta conciencia sobre la divinidad es soporte para nuestra existencia, principio y fundamento de todo lo que somos y hacemos. Sin embargo, cabe preguntar qué pasa cuando todas las seguridades de la vida se nos caen, cuando la enfermedad, el dolor, el sentimiento de fracaso, nos invaden?
La primera lectura de este domingo ofrece una buena pista en este sentido. El texto recuerda que el pueblo de Israel fue deportado ignominiosamente a Babilonia, una migración masiva en condiciones dramáticas y, junto con eso, constata el desencanto de estos israelitas que se sentían abandonados por Yavé, escépticos de que pudieran restablecerse como nación libre y pacífica.
 Situación similar a la que viven tantas gentes en estos tiempos inmisericordes, despojados de su derecho a vivir en tierra propia, y sometidas a las mil humillaciones de la exclusión!
Entonces la tarea del profeta es animar y estimular a esta comunidad resignada y entristecida: “Sión decía: El Señor me abandonó, Dios se olvidó de mí. Pero, acaso una madre olvida o deja de amar a su propio hijo? Pues aunque ella lo olvide, yo no te olvidaré” (Isaías 49: 14-15). Isaías insiste en la incondicionalidad del amor de Dios.
La ternura de Dios está vigente, su preocupación de madre por el bienestar de sus hijos no se ha perdido, su fidelidad a la alianza cobra mayor sentido en estos tiempos de crisis y de frustración. El profeta lo hace aludiendo a Dios como madre, expresión que nos lleva a poner en tela de juicio la definición exclusivamente masculina que hemos hecho de El, lo mismo que todo el patriarcalismo y sus consecuencias de machismo y de desconocimiento de la mujer.
Recordamos cuando, en septiembre de 1978, el Papa Juan Pablo I, inolvidable con sus breves semanas de ministerio como Obispo de Roma, dijo en una de sus catequesis que Dios es Padre pero también es Madre, refiriéndose a la delicadeza de su amor, a su exquisitez con la humanidad, a su finísima implicación en nuestra existencia. Tema este que tomó el teólogo Leonardo Boff en su bellísimo libro “El rostro materno de Dios”.
Miremos así esos momentos de la vida cuando esta se nos desarma por la soledad, el desamor, el fracaso, las enfermedades, las pérdidas, frecuentemente incurrimos en la desesperación y en el vacío, demandando a Dios su olvido.
En contrapartida, la mejor espiritualidad nos trae el testimonio de creyentes sólidos que han afrontado con profunda entereza las inevitables adversidades existenciales, lenguaje que nos alienta a descubrir en el sufrimiento la mano providente de Dios que nos estimula constantemente a vivir  con significado y con esperanza.
Cómo somos nosotros en este sentido? Nos dejamos asumir por el amor desbordante de Dios? Tenemos sentido de gratuidad y de compasión? Nos abrimos a resignificar nuestras penurias y sufrimientos dando paso a esta misericordia única y restauradora? Somos también profetas que alentamos a muchos a recuperar la esperanza y la ilusión de vivir? Nuestro modo de ser es relato de Dios?
El evangelio de Mateo brinda un excelente aporte a la fundamentación teologal de nuestro ser planteándonos el asunto clave de la providencia divina: “Nadie puede servir a dos amos, porque odiará a uno y querrá al otro, o será fiel a uno y despreciará al otro. No se puede servir a Dios y a las riquezas. Por lo tanto, yo les digo: no se preocupen por lo que han de comer o beber para vivir. No vale la vida más que la comida y el cuerpo más que la ropa?” (Mateo 6: 24-25).
Quiere decir que lo prioritario es el reino de Dios y su justicia, aclarando que no se trata de un “deísmo providencialista” sino de una responsabilidad existencial que nos lleva a captar con sabiduría lo esencial de nosotros mismos, de nuestras relaciones con los demás, con la configuración de la sociedad, del hacer de la historia un escenario de libertad y de dignidad.
No leamos en las palabras de Jesús intenciones ingenuas que nos llevan a desentendernos del “aquí y del ahora”, del compromiso por vivir una digna y sobria materialidad, ni tampoco permitamos que un mensaje como este se convierta en pretexto para quitarnos las grandes responsabilidades que tenemos, ni mucho menos para hablar de un Dios que interviene artesanalmente para decidir la marcha del mundo hasta en sus más mínimos detalles.
Hoy día, después de que la modernidad ha dejado claro que Dios no interviene ni puede intervenir en las leyes de la naturaleza para hacer que nos vaya bien, la fe en la Providencia debe reformularse radicalmente. No sólo no tenemos por qué creer en la intervención de Dios sobre las causas segundas, sino que podemos creer en forma adulta, como personas que se consideran enteramente responsables de su destino, con una convicción esencial de que Dios nos confiere su gracia pero cuenta con la respuesta de nuestra libertad para construír un mundo solidario, autónomo, honesto, justo, fraternal.
Precisamente  una de las formas de esa responsabilidad es la de no incurrir en la idolatría del dinero, y de todo lo que viene acompañándolo. Volvemos a las fuertes críticas de los profetas de Israel contra las idolatrías que sustraen al ser humano su autonomía y su dignidad, una de ellas esta de hacer del enriquecimiento el objetivo central de la vida.
Son interminables las evidencias de este culto al Dios dinero. En el documento programático de su ministerio como Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia Universal, el Papa Francisco dice: “Una de las causas de esta situación se encuentra en la relación que hemos establecido con el dinero,ya que aceptamos pacíficamente su predominio sobre nosotros y nuestras sociedades. La crisis financiera que atravesamos nos hace olvidar que en su origen hay una profunda crisis antropológica: la negación de la primacía del ser humano!! Hemos creado nuevos ídolos. La adoración del antiguo becerro de oro (Exodo 32: 1-35) ha encontrado una versión nueva y despiadada en el fetichismo del dinero y en la dictadura de una economía sin un rostro y sin un objetivo verdaderamente humano. La crisis mundial que afecta a las finanzas y a la economía pone de manifiesto sus desequilibrios y, sobre todo, la grave carencia de su orientación antropológica que reduce al ser humano a una sola de sus necesidades: el consumo” (Exhortación Apostólica La Alegría del Evangelio, # 55).
El agobio desmedido por los bienes materiales nos hace perder el sentido de Dios, el sentido de lo humano, la conciencia de las necesidades del prójimo, el sentido de la justicia y de la solidaridad, esta es una de las grandes y dramáticas realidades de estos tiempos de la historia. Las severísimas palabras de Francisco así lo advierten.
Jesús no está diciendo que nos olvidemos del trabajo y del esfuerzo por lograr un sustento que nos permita satisfacer con dignidad nuestras necesidades básicas. El nos está convocando a eliminar las desigualdades hirientes, a no permitir que unos seres humanos sean oprimidos y explotados por otros, a construír un modo de vida austero, en el que la disposición para compartir y para distribuír equitativamente los bienes sea estructurante de los modelos sociales y económicos, y de nuestros proyectos de vida.
Cuáles son los valores que están en juego?: “Por lo tanto, pongan toda su atención en el reino de los cielos y en hacer lo que es justo ante Dios, y recibirán también todas estas cosas. No se preocupen por el día de mañana, porque mañana habrá tiempo para preocuparse. Cada día tiene bastante con sus propios problemas” (Mateo 6: 33-34).
Este texto contribuye a que entendamos el valor relativo de los bienes terrenos en comparación con el valor supremo de Dios y de su reinado, y también a que asumamos el valor absoluto del ser humano, especialmente del más requerido de cercanía y de reivindicación.
 Las dos realidades nos exigen entrar de lleno en el dinamismo de la trascendencia, del salir de nosotros mismos, teniendo como referencia al Señor Jesús, en su configuración fundamental con el Padre-Madre Dios y con el prójimo, datos constitutivos de su proyecto vital, del que nos invita a hacer parte.
Un especial testimonio de esta dedicación a Dios y al hermano lo tenemos en Pablo, quien en la lectura de hoy está atendiendo a unas críticas que le hacen algunos en Corinto, juicio que parece apresurado e inmaduro. El se esfuerza en aclarar el sentido de su misión con palabras  que son extensivas a la de todos los que se dedican al ministerio apostólico: “Ustedes deben considerarnos simplemente como ayudantes de Cristo, encargados de enseñar los designios secretos de Dios. Ahora bien , el que recibe un encargo debe demostrar que es digno de confianza” (1 Corintios 4: 1 – 2).
Vivir con coherencia este servicio exige un total rectitud, de abnegación, de no establecer clasificaciones a la hora de darse a los unos o a los otros, no  haciendo  acepción de personas ni preferencias, llevando  un modo de vida sobrio y austero,  y dejando que el Señor se transparente en nosotros, sin ambicionar títulos o premios, dando a entender en todo que nuestra confianza en El nos compromete a la projimidad, a la justicia, al servicio. No tenemos más prioridad que esta.

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