“Si partes tu pan con
el hambriento, si sacias el hambre del indigente, resplandecerá en las
tinieblas tu luz y lo oscuro de ti será mediodía”
(Isaías
58: 10)
Lecturas:
1.
Isaías 58: 7-10
2.
Salmo 111: 4-9
3.
1 Corintios 2: 1-5
4.
Mateo 5: 13 – 16
Qué es , en definitiva,
lo que salva y da sentido pleno al ser humano? Pregunta que se formula con gran
simpleza pero que esconde el deseo más profundo que alienta en nosotros, el que
moviliza todo nuestro proyecto vital.
A esta cuestión
responden los múltiples esfuerzos de la filosofía, las tradiciones religiosas,
los núcleos de valores de las comunidades y grupos sociales, las
configuraciones culturales, los desarrollos de la ciencia, el reconocimiento de
la dignidad humana, la organización institucional y jurídica, la capacidad
humana de amar, de entregar la vida a un ideal totalizante, y tantas
manifestaciones del hombre en busca de un significado cabal para su existencia.
Muchas de estas
realizaciones son atinadas y logran dar un sustento humanista, espiritual, a
quienes las viven, constituyéndose como genuinos arraigos de trascendencia, de
felicidad, de plenitud, de armonía y coherencia, pero también otras resultan insuficientes, unas porque sucumben
a la tentación de la arrogancia o del poder,
al considerarse la medida plena de todo lo que las personas pueden hacer
en esta materia, o porque se constituyen en penosos escenarios de dominación y tiranía de unos humanos para
otros, revistiendo en unos casos modalidades sofisticadas, y en otros vulgar
atropello y depredación.
El recientemente
fallecido pensador polaco Zygmunt Bauman (1925 – 2017) en su
libro “Vidas desperdiciadas: la modernidad y sus parias”, aborda la gravísima
problemática de lo que él llama “residuos humanos”, consecuencia de la
modernidad, de cierto tipo de globalización brutalmente desigual, del
desequilibrio siempre creciente entre naciones ricas y naciones pobres.
Es lo mismo que el Papa Francisco llama
personas descartadas por una sociedad que no se compadece con las mayorías silenciadas, desconocidas, explotadas.
Hecho penoso que sucede con mayor notoriedad entre los siglos XX y XXI, tiempo
de los mayores avances de la razón, del pensamiento civilizado (?), de los
adelantos científico-tecnológicos, de la mayor conciencia en materia de la autonomía y de la dignidad del ser
humano.
Escandaloso e inaceptable contraste que
oscurece al mundo!
La presente reflexión
aprecia profundamente todo lo que la humanidad hace para obtener su plenitud y su realización, y reconoce con optimismo tales
tareas, pero al mismo tiempo se sitúa en postura crítica para encontrar las
señales de oscuridad, de injusticia, de desazón, de ruptura de la esperanza y
del significado trascendente de la existencia.
Y, para no prolongarnos
en un análisis excesivo de la cuestión, proponemos lo que señala Pablo en la
segunda lectura de este domingo, a ver qué retos nos plantea, en la clave de lo
que venimos analizando: “Yo mismo, hermanos, cuando fui donde ustedes
a anunciarles el misterio de Dios, no confié mi mensaje al prestigio de la
palabra o de la sabiduría, pues sólo quería manifestarles mi saber acerca de
Jesucristo, y además crucificado” (1 Corintios 2: 1-2).
Sin menospreciar los
grandes frutos del ser humano ya mencionados, sí vale la pena detenernos a
preguntarnos el por qué de tantos egoísmos y violencias, de tantos absurdos y
maltratos, de tantas decisiones erradas que someten a la gente a interminables
vejaciones, muchas de ellas hechas en nombre del progreso, de la voluntad de
poder e incluso de la libertad.
Tantas personas generan su propia oscuridad porque han dado la
espalda al carácter fundamental del
amor, de la compasión, de la solidaridad, del reconocimiento comprometido del
prójimo y han desacralizado el misterio de la vida, de lo que nos trasciende.
Pablo en sus palabras
está hablando de una sabiduría superior, que no es de razonamientos humanos, y
deposita la raíz de la misma en Jesucristo crucificado, realidad que a los ojos
de cierta lógica es total insensatez .
Si exploramos más hondo en el significado de
estas palabras nos vamos a encontrar con el Dios que se vacía de sí mismo para
darse todo al hombre en términos de salvación y de liberación, Dios que se
encarna en el aspecto dramático de nuestra realidad, el sufrimiento, el mal, la
injusticia, la muerte, asumiéndola para salvarla.
Nos damos cuenta del
alcance de esta definitiva inserción de Dios a través de Jesús? Captamos la
novedad sustancial que en El se nos ofrece? Nuestra condición de cristianos
sabe dar el paso cualitativo de la religiosidad ritual al compromiso evangélico
de seguir ese camino? La manera como vivimos actualmente significa algo para
otros en términos de consistencia ética y espiritual?
Vale decir, que lo que
destaca en el Crucificado es su lenguaje contundente de amor y de incondicional
solidaridad con el género humano, susceptible de sucumbir en su ambigüedad y,
en consecuencia, necesitado de salvación.
Esto es lo que ilumina
y da sabor a la nueva condición humana que surge de la implicación de Dios en
nuestra historia.
El gran indicador para
valorar al ser humano no reside en su incontenible disposición para el progreso
material, sino simple y llanamente en su apertura al amor definitivo, en su
actitud de trascendencia, en su capacidad para construír un mundo incluyente,
solidario, justo. Esto, que desde luego no es patrimonio exclusivo del
cristianismo, sí hace parte de los elementos normativos del proyecto de Jesús,
y al asumirlos nos juntamos con hombres y mujeres de buena voluntad para
construír un mundo que refleje la trascendencia de Dios desde la amorosa
sabiduría de la cruz.
Sean estas palabras de
San Pablo un vigoroso recuerdo para que los que nos decimos cristianos –
siempre en humildad, sin soberbia religiosa o moral – seamos significativos
cuando nos identificamos con lo que él propone, Jesucristo crucificado. Sólo
así iluminamos, sólo así ayudamos a sazonar el mundo.
A esto va el clásico
texto del evangelio que se nos propone este domingo: “Ustedes son la sal de la tierra.
Mas, si la sal se desvirtúa, con qué se la salará? Ya no sirve para nada más
que para ser tirada fuera y pisoteada por los hombres. Ustedes son la luz del
mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco
se enciende una lámpara para ponerla debajo del celemín, sino en el candelero,
para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así su luz delante de
los hombres, para que vean sus buenas obras y alaben a su padre que está en los
cielos” (Mateo 5: 13 – 16).
Con estas dos sencillas
figuras alude el evangelista al gusto de la vida, a la sazón de la existencia,
a la sal que se deshace para dar sabor, y a la luz que es el despertar a la conciencia, al sentido
crítico, a la luminosidad interior que arde cuando el ser humano despliega
todas sus posibilidades y se hace libre en el ejercicio del amor.
Estas miniparábolas,
puestas inmediatamente después de las bienaventuranzas, que proclamamos el
domingo anterior, son una referencia directa a la misión de los seguidores de
Jesús. No estamos en el mundo para establecer una estructura religiosa en el
sentido tradicional del término, similar a la de los fariseos y maestros de la
ley, sino para comunicar la Buena Noticia que proviene de Dios, oferta misericordiosa
para todos, primeramente para los desheredados y condenados, con el fin de
alentar a una vida digna y esperanzada.
En este mundo en el que
tantas realidades sombrías afectan negativamente a millones de personas, unos
consumidos en su comodidad y en su seudocultura insensible y hedonista, y los
más, negados en la posibilidad de vivir humanamente, los cristianos tenemos que
trabajar a brazo partido en esa perspectiva que Jesús propone como programa de
vida, la justicia, la paz, la mesa compartida, la restauración de lo destruido
por el pecado y la injusticia, dando sabor y luminosidad con la coherencia de
una vida simultáneamente ligada a Dios y al prójimo.
El profeta Isaías nos
indica en qué consisten esa sal y esa luz: “Compartir tu pan con el hambriento, acoger
en tu hogar a los sin techo, vestir a los que veas desnudos y no abandonar a
tus semejantes. Así surgirá tu luz como la aurora…….resplandecerá en las
tinieblas tu luz y lo oscuro de ti será como mediodía” (Isaías 58: 7-8
10).
Cuando un gobierno se
empeña en construír un muro para impedir el ingreso a su país, cuando niega a
los ciudadanos de varias naciones
musulmanas la oportunidad de venir a su tierra a vivir en paz, cuando se
maneja un discurso segregacionista y discriminatorio, los cristianos junto con
las buenas gentes de diversas convicciones religiosas y humanistas, creyentes y
no creyentes, debemos darlo todo por dar sabor a la vida y a la historia, por
iluminarla con estas señales que propone Isaías.
Esto es lo que hace que
la vida de un ser humano valga la pena, en esto es donde se juega el sentido de
la vida. Desde su cruz, Jesús nos incita a vivir como El, para todos los
prójimos , sal de la tierra y luz del mundo.
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