domingo, 23 de abril de 2017

COMUNITAS MATUTINA 23 DE ABRIL II DOMINGO DE PASCUA

Bendito sea el Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo, quien, por su gran misericordia y mediante la Resurrecciòn de Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible, reservada en los cielos para ustedes”
(1 Pedro 1: 3)
Lecturas:
  1. Hechos 2: 42-47
  2. Salmo 117: 2-4;13-15 y 22-24
  3. 1 Pedro 1: 3-9
  4. Juan 20: 19-31
La consideración introductoria que proponemos para este domingo es la de hacer un esfuerzo imaginativo para ponernos en el contexto de los primeros discípulos de Jesùs, los que en su vida histórica le siguen y empiezan a ser formados por èl, con los tropiezos y contradicciones bien conocidos según refieren los relatos evangélicos, cuando imaginaban ellos que lo que estaba por venir era una triunfante revolución social y religiosa con las evidencias temporales de liderazgo y poderío, a lo que aspiraban, como dice Mateo en el capìtulo 20 a propósito de la petición que le hiciera la madre de los hijos de Zebedeo.
Y he aquí que lo que resulta es una implacable persecución a Jesùs por parte de los dirigentes religiosos, la acusación de blasfemo y hereje, el juicio y la condena a muerte, la victoria de las fuerzas del mal y, finalmente, lo que desde la perspectiva humana es un fracaso rotundo: muerto en cruz como un delincuente.
Ante esto, còmo reaccionan sus seguidores?:”Entonces todos los discípulos lo abandonaron y huyeron” (Mateo 26:56), “Todos lo abandonaron y huyeron” (Marcos 14:50), crisis y desencanto total, sentimiento de derrota como lo expresan los dos caminantes de Emaùs a su misterioso acompañante: “El les dijo: què ha ocurrido? Ellos le contestaron: lo de Jesùs el Nazareno, un profeta poderoso en obras y palabras a los ojos de Dios y de todo el pueblo: còmo nuestros sumos sacerdotes y magistrados lo condenaron a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que iba a ser èl quien liberarìa a Israel; pero, con todas esas cosas, llevamos ya tres días desde que eso pasò” (Lucas 24: 19-21).
Entonces, còmo se da en estos abatidos discípulos la evolución hacia la experiencia pascual? Còmo resultan transformados por el Resucitado? Còmo viven ellos la conciencia de que El està vivo y les anima para siempre? A responder este interrogante concurren las lecturas de este y de los siguientes domingos del tiempo pascual, sabiendo de antemano que para poder captar su sentido debemos dar el salto del texto literal a la dimensión de la fe, tal como la vivieron estos cristianos originales.
Para comprenderlo mejor vayamos a nuestras vivencias de fracaso y recuperación, a la forma como salimos de situaciones de abatimiento , cuando después de abandonos y frustraciones volvemos a vivir con sentido y felicidad. De todo eso podemos afirmar que son verdaderas resurrecciones.
Este preámbulo lo podemos manifestar afirmando que la resurrección de Jesùs no es un simple acontecer individual en el que el Padre favorece al Hijo sacándolo de la oscuridad de la muerte. Lo que aquí sucede – y esto es esencial en la fe cristiana – es la re-creaciòn del ser humano y, por tanto, la llegada de eso que en el Nuevo Testamento se llama nueva creación y/o nueva humanidad: “El es el principio, el Primogènito de entre los muertos, para que sea El el primero en todo, pues Dios tuvo a bien hacer residir en èl toda la plenitud y reconciliar por El y para El todas las cosas” (Colosenses 1: 18-20).
El evangelio de hoy y la primera lectura (Hechos de los Apòstoles) nos proponen ese horizonte hacia el que la Pascua nos orienta: una nueva manera de ser humanos en Jesucristo, una condición ideal de comunión y de participación, una garantía inagotable de sentido, la superación – no mágica, por supuesto – de todo lo que limita al ser humano, empezando por las precariedades que agobiaban a esos discípulos, tal como sucede también con nosotros.
El que haya imperfecciones en la evolución hacia esta novedosa cualidad pascual no quiere decir que sea imposible de lograr, justamente la conciencia de esos discípulos transformados reconoce que Jesùs lo apostò todo a ese proyecto y el Padre lo legitimò con la resurrección, asunto fundamental al que estamos llamados todos los humanos, teniendo siempre en cuenta la disposición de nuestra libertad que acoge tal don.
Vivir pascualmente es vivir 100% en y para el proyecto de Jesùs, es decidir desarrollar todas nuestras posibilidades humanas de amor, de libertad, de solidaridad, de esperanza, de fraternidad, de dignidad, configurándonos con El. Por tal razón – decisiva por cierto – esto es mucho màs que el apéndice religioso de la vida, paupérrima percepción a la que se ha llegado por la deficiencia evidente de muchos lenguajes y formas de lo religioso cristiano, cuando estas se olvidan del fundamento pascual y se limitan a doctrinas, normativas y pràcticas rituales descontextualizadas.
Dice el texto de Juan que “los discípulos tenían cerradas las puertas del lugar donde se encontraban, pues tenían miedo a los judíos” (Juan 20. 19), y presenta el caso de Tomás el incrédulo: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y mi mano en su costado, no creeré” (Juan 20: 25), actitudes claramente prepascuales, evidencias de inseguridades, desconfianzas y temor de que les pudiese suceder lo mismo que a Jesús, o incapacidad para la aventura de la fe en el caso de Tomás.
La referencia última alude a actitudes humanas como la de una religiosidad cómoda que no corre el riesgo de vivir las consecuencias de la fe en clave profética, limitada a observancias cultuales que no transforman la vida, instalados en la aparente buena conciencia de los que no hacen nada malo pero tampoco nada bueno, y se escandalizan ante las propuestas de asumir la originalidad del evangelio, como los actuales detractores de Francisco ante su osadía extraordinaria de pedir a la Iglesia coherencia con el proyecto de Jesús.
Como relato típico de Juan este texto de hoy abunda en fuerza simbólica, cada palabra y cada gesto contienen los elementos de la nueva realidad de vida a la que convoca el Resucitado:
  • El saludo de Jesús, tres veces desea la paz a los discípulos presentes, invitación a permanecer en El a pesar de las contradicciones que puedan sobrevenir como consecuencia del seguimiento.
  • Las manos, el costado, las pruebas y la fe: el mismo Crucificado es ahora el Resucitado, hay una consistencia perfecta entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe, asumiendo el dolor de la cruz trasciende a la vitalidad de Dios en la Pascua, indicando así mismo que este es el futuro del ser humano, si desea tomar en serio este camino.
  • Los discípulos se alegraron de ver al Señor” (Juan 20:20), es una constatación de la transformación que se ha operado en ellos, suceso que no acontece de un momento a otro, por una mera comprobación física sino por un proceso gradual de maduración en la fe.
  • Como el Padre me envió, también yo los envío” (Juan 20:21), es la misión, nuevo imperativo de comunicar a toda la humanidad que hay una Buena Noticia que llena de sentido y esperanza la vida de todos, que la muerte, el pecado, la injusticia no tienen la palabra decisoria sobre los humanos, que Dios en Jesús se ha pronunciado decisivamente a favor de la nueva humanidad que se encarna en El.
  • Con Jesús vienen el poder del Espíritu y de la reconciliación, señales de la nueva vida, superación de la fuerza destructora del pecado, que va en contra de la realización del ser humano, y adquisición – gracias a El – de la posibilidad de vivir la humanidad siempre en clave teologal.
  • La nueva comunidad de discípulos, tal como es referida en Hechos, es señal inequívoca del acontecer pascual: “Acudían diariamente al templo con perseverancia y con un mismo espíritu: partían el pan en las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios y gozando de la simpatía de todo el pueblo” (Hechos 2: 46-47). Sólo en una genuina experiencia comunitaria se puede descubrir a Jesús vivo.
Esta última parte es especialmente esencial para comprender el proceso de la fe pascual, los que huyeron aterrados ante la muerte de Jesús y ante el poderío judío y romano, son ahora los testigos de la experiencia pascual, y lo hacen comunitariamente, eclesialmente, unos en Jerusalén y otros en Galilea, donde empiezan a surgir los relatos evangélicos, y más tarde las comunidades de Pablo, en el Asia Menor y en Roma. Podemos entonces afirmar que la sustancia de la Iglesia es eminentemente pascual, es el Resucitado el que la anima con su definitiva vitalidad.
Las apariciones, tal como son referidas por los escritos evangélicos, están totalmente asociadas a la fe. Jesús sólo se manifiesta a los que tenían vínculos con él, a los que se habían interesado en su proyecto de vida y en su seguimiento. En ningún lugar del Nuevo Testamento se habla del hecho de la resurrección en sí mismo sino del testimonio de las comunidades que lo testimonian a El como El Viviente, esta certeza atraviesa todo el Nuevo Testamento.
En la Iglesia universal y en cada comunidad cristiana particular todo tiene sentido cuando ellas – si se nos permite la expresión – “se dejan vivir por Jesús”, cuando lo pascual totaliza su ser y su quehacer, cuando esto no es una historieta trasnochada sino un acontecimiento real, con toda su capacidad de dejar atrás el absurdo y de hacer creíble y factible un futuro en el que el sentido pleno es el Dios que en Jesús se nos revela.
Solamente cuando decidimos configurar nuestra humanidad con Jesús, y llevar una existencia consecuente con esto, podemos experimentarle, sentir su vida haciéndonos nuevos, mejores seres humanos, y esto es lo que nos permite afirmar que no se trata del recuerdo de un pasado lejano sino de una plenificante y real experiencia , como la que palpita en estas palabras: “Ustedes aman a Jesucristo, aun sin haberle visto; creen en él, aunque de momento no le vean. Y lo hacen rebosantes de alegría indescriptible y gloriosa, alcanzando así la meta de la fe, que es la salvación” (1 Pedro 1:8-9).

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