domingo, 16 de abril de 2017

COMUNITAS MATUTINA 16 DE ABRIL DOMINGO DE PASCUA

Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro, y vió lo que había pasado, y creyó”
(Juan 20: 8)

Lecturas:
  1. Hechos 10: 34-43
  2. Salmo 117:1-2;16-17 y 22-23
  3. Colosenses 3: 1-4
  4. Juan 20:1-9
El relato del evangelio correspondiente a este domingo es bastante escueto, sus protagonistas no son ni el Padre Dios, ni Jesús, tampoco habla explícitamente del hecho pascual. Sus actores son tres, al evangelista le interesa poner de relieve las reacciones de cada uno de estos personajes:
  • María Magdalena se alarma al ver que no hay cadáver en el sepulcro, sale corriendo a avisar de la desaparición.
  • Pedro parece un inspector, entra también al sepulcro, advierte que las vendas están en el suelo y el sudario, enrollado, en lugar aparte. Pero no pasa por su mente sacar alguna conclusión “pascual”.
  • El discípulo, a quien el evangelista llama el amado por Jesús, corre más que Simón Pedro, llega primero que él, ve lo mismo que Pedro, “y vió lo que había pasado, y creyó” (Juan 20: 8).
De un modo tan simple, el relato de Juan nos pone a pensar en actitudes muy humanas, aunque de signo contrario, se puede pensar que es un fraude (María), o quedar perplejo (Pedro), o arriesgarse a dar el salto misterioso y apasionante de la fe (el discípulo amado). Las comunidades primitivas tienen el atrevimiento de vivir en la tercera postura, así lo testimonian las lecturas que vamos a leer durante esta temporada de Pascua.
Cómo vivimos nosotros hoy nuestra fe? Es un asunto de inercia sociocultural? Creemos que somos cristianos por un simple hecho sociológico, sin implicar la Pascua de Jesús en nuestro ser y en nuestro quehacer? Crédulos tal vez ante las improvisaciones y superficialidades de tantos predicadores sin fundamento? Nos dejamos dominar por el utilitarismo de la vida diaria, solo damos crédito a lo que es palpable y verificable mediante indicadores y medidas? Con cuàl de los tres personajes nos identificamos?
Esos primeros discípulos de Jesús, los que luego viven la experiencia transformadora de la Pascua, eran humanos, demasiado humanos, en diversos momentos de las narraciones evangélicas se constatan sus fragilidades, sus dificultades para captar la irreversible originalidad del Maestro, condicionados como estaban por el establecimiento religioso judío que imaginaba un Mesias poderoso, triunfante, espectacular, sin sacrificio ni abnegación, realidades estas que les parecían inadmisibles.
Somos nosotros así? Cuál es nuestra postura ante el trágico drama de Jesús? Tenemos mentalidad para dimensionar los alcances de su condena a muerte y de su extrema humillación y, conectando con esto, establecemos el vínculo entre el Crucificado y el Resucitado? No olvidemos que la experiencia pascual es , ante todo, un asunto de fe, la clave del cristianismo, con capacidad decisiva para transformar la vida de quienes se dejan tomar por su significado, como sucedió en el caso de Pedro y de sus testarudos compañeros.
Pues ustedes murieron, y Dios les tiene reservado el vivir con Cristo. Cristo mismo es la vida de ustedes. Cuando él aparezca, ustedes también aparecerán con él llenos de gloria” (Colosenses 3: 3-4), esta convicción que afirma la segunda lectura surge de una vivencia profundamente real, transformadora, y al mismo tiempo capaz de re-significar por completo, y felizmente, esa realidad.
Vienen así a cuento la inmensa legión de nuestras limitaciones y precariedades, nuestros dolores y penurias, nuestras muertes lentas, todo lo que nos desilusiona y hace sufrir, junto con ellas viene igualmente ese universo de las costumbres religiosas, de las creencias recibidas sin mayor entusiasmo, de la flojera de la fe, de ese ser cristianos que no seduce ni enamora, de esa deficiente idea de que el cristianismo se queda en un conjunto de prácticas rituales y de verdades sin implicación en nuestra vida.
Aquí es donde tiene que acontecer el impacto pascual, como se deduce de esas vigorosas palabras de Pedro, antes tan contradictorio y en un momento dado cobarde como nadie: “Esto pudo hacerlo porque Dios estaba con él, y nosotros somos testigos de todo lo que hizo Jesús en la región de Judea y en Jerusalén. Después lo mataron, colgándolo en una cruz. Pero Dios lo resucitó al tercer día, e hizo que se nos apareciera a nosotros. No se apareció a todo el pueblo, sino a nosotros, a quienes Dios había escogido de antemano como testigos” (Hechos 10:39-41).
El Pedro que dice este discurso, convicto y confeso de felicidad pascual, es el mismo temeroso y lleno de fragilidades referidas por las narraciones evangélicas, ahora resuelto testigo de la radical novedad con la que Dios Padre ha legitimado toda la misión y el ser de Jesús. Esto está en la base del cristianismo primitivo, y es lo que debe seguir vigente en las comunidades actuales que profesan a Jesucristo como Señor y Salvador.
Jesús había alcanzado la VIDA antes de morir, era el agua viva, como se hace constar en el hermoso diálogo con la mujer samaritana, proclamado hace varios domingos. Jesús nació del Espíritu, vive por el Padre, todo su ser está dotado de vitalidad teologal, de la que es el portador primero, esa es la verdadera vida que siempre celebramos los cristianos, no la simple reanimación de un cadáver, por eso èl no está preocupado de lo que pueda suceder con su vida biológica. Lo que a él verdaderamente le interesa es la VIDA que alcanzó durante su vida.
Una tal certeza nos permite mirar todo lo que somos y hacemos con óptica distinta. Vamos por la vida creciendo, realizando bonitos proyectos de amor, de libertad, de felicidad, construímos vínculos profundos con otras personas, nos empeñamos en transformar la realidad para hacerla más humana, luchamos con pasión por la justicia y por nobles causas de dignidad, dejamos huella, pero también padecemos contradicciones, crisis y soledades, fracasos y desencantos, enfermedades y desposesiones y, finalmente, la muerte. Esta es la condición humana.
Ante la inevitabilidad del drama final surge la pregunta por el sentido de la vida, si ha valido la pena tanto esfuerzo para concluír en esto que a muchos se les antoja como el absurdo sin respuesta. Surgen rápidamente las muchas actitudes humanas : el sentimiento trágico, la angustia sin retorno, los paraísos artificiales, las vidas auténticas y profundamente éticas y comprometidas, también la resignación, el deseo de trascender y de permanecer.
Jesús se crucifica y con él todos los dramas humanos, los sinsentidos, las tragedias, las interminables limitaciones, las muertes de siempre, adquiriendo en èl una nueva dimensión, la de Dios, la de esa vitalidad que es la permanencia en el amor, èl se convierte asì en el gran legitimador de todos los trabajos humanos de autenticidad, de felicidad, de significación amorosa de la existencia, de solidaridad, de justicia.
Jesùs sigue vivo, pero de otra manera, su presencia resucitada no es la de un cuerpo muerto que sorprende a todos, su vitalidad trasciende las contingencias de la historia y del ser humano, y nos asume en ese orden definitivo, como el que manifestó a la samaritana y a Nicodemo: “El que beba del agua que yo le darè nunca volverá a tener sed, porque el agua que yo le darè se convertirá en èl en manantial que brotarà dándole vida eterna” (Juan 5:14), y: “Te aseguro que el que no nace de nuevo no puede ver el reino de Dios” (Juan 3:3).
La esperanza de que nuestro ser e identidad personal no se aniquile con la muerte se llama salvación-liberaciòn, sabiendo que en buen contexto cristiano esas realidades no empiezan a partir del momento de la muerte. En todo ser humano que decide ser radicalmente prójimo de sus prójimos, en todo el que apuesta por el amor servicial y por la fraternidad, en todo el que se desgasta para dar sentido a la vida de los demás, Dios empieza a suceder participándole su vida inagotable, y esto gracias a la mediación pascual de Jesùs.
El nos indica con su vida que esa es la meta de todo ser humano, desposeerse de todo interés personal, afirmar enfáticamente que los caminos de sentido no son los del poder y de la riqueza, de los privilegios y de la barata felicidad del mercado, que la referencia radical a Dios encuentra su concreción plena en la ofrenda de todo lo que se es, justamente a partir de la conciencia del don, de la gratuidad pura del Padre que se da todo para que nuestra historia se inscriba en El a través de Jesùs.
Marìa Magdalena, Pedro, el otro discípulo, son como nosotros, o – mejor - somos nosotros, con nuestras vacilaciones, con nuestras perplejidades, pero también con nuestra pasión por vivir la aventura decisiva en la que todo lo nuestro estarà lleno de significado y marcado por la esperanza de ese Dios situado totalmente de parte de la humanidad.
El sepulcro vacío es un fuerte simbolismo, propio de Juan, para afirmar que Jesùs no està sometido a las limitaciones del ser humano, que la suya es una vida existente en Dios, y que es su deseo que todos nosotros tengamos abierta esa posibilidad, certeza que hace decir al poeta y mìstico Ernesto Cardenal (Granada, Nicaragua, 1925):
Un despertar.
Como cuando uno sueña que se està cayendo en un hoyo y se despierta
Al momento de caer.
Condenados a volver a la pre-vida?
(Chardin pregunta) O a la sub-vida?
No, Mejìa, no, Gutièrrez.
Lo que hubo con el cuerpo de Jesùs.
Ese evento en la historia:
Un sepulcro vacío.
El Hades ha sido vencido.
La muerte ya no tiene sentido.
La vida tiene sentido.
El hierro de tu sangre volverá al corazón de la tierra.
Pero detrás de eso espera la sorpresa.
No un mundo como el del sueño, sino tan real
Que realidad anterior y sueño parecerán igual.
(De Càntico Còsmico, 1989).
La pregunta de Pablo, de indiscutible sentido pascual, también es la nuestra desafiando con contundente argumento el poder siniestro de las tinieblas: “Dònde està, oh muerte tu victoria? Dònde està, oh muerte, tu aguijòn?” (1 Corintios 15: 55).

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