“Entonces
entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al
sepulcro, y vió lo que había pasado, y creyó”
(Juan
20: 8)
Lecturas:
- Hechos 10: 34-43
- Salmo 117:1-2;16-17 y 22-23
- Colosenses 3: 1-4
- Juan 20:1-9
El
relato del evangelio correspondiente a este domingo es bastante
escueto, sus protagonistas no son ni el Padre Dios, ni Jesús,
tampoco habla explícitamente del hecho pascual. Sus actores son
tres, al evangelista le interesa poner de relieve las reacciones de
cada uno de estos personajes:
- María Magdalena se alarma al ver que no hay cadáver en el sepulcro, sale corriendo a avisar de la desaparición.
- Pedro parece un inspector, entra también al sepulcro, advierte que las vendas están en el suelo y el sudario, enrollado, en lugar aparte. Pero no pasa por su mente sacar alguna conclusión “pascual”.
- El discípulo, a quien el evangelista llama el amado por Jesús, corre más que Simón Pedro, llega primero que él, ve lo mismo que Pedro, “y vió lo que había pasado, y creyó” (Juan 20: 8).
De
un modo tan simple, el relato de Juan nos pone a pensar en actitudes
muy humanas, aunque de signo contrario, se puede pensar que es un
fraude (María), o quedar perplejo (Pedro), o arriesgarse a dar el
salto misterioso y apasionante de la fe (el discípulo amado). Las
comunidades primitivas tienen el atrevimiento de vivir en la tercera
postura, así lo testimonian las lecturas que vamos a leer durante
esta temporada de Pascua.
Cómo
vivimos nosotros hoy nuestra fe? Es un asunto de inercia
sociocultural? Creemos que somos cristianos por un simple hecho
sociológico, sin implicar la Pascua de Jesús en nuestro ser y en
nuestro quehacer? Crédulos tal vez ante las improvisaciones y
superficialidades de tantos predicadores sin fundamento? Nos dejamos
dominar por el utilitarismo de la vida diaria, solo damos crédito a
lo que es palpable y verificable mediante indicadores y medidas? Con
cuàl de los tres personajes nos identificamos?
Esos
primeros discípulos de Jesús, los que luego viven la experiencia
transformadora de la Pascua, eran humanos, demasiado humanos, en
diversos momentos de las narraciones evangélicas se constatan sus
fragilidades, sus dificultades para captar la irreversible
originalidad del Maestro, condicionados como estaban por el
establecimiento religioso judío que imaginaba un Mesias poderoso,
triunfante, espectacular, sin sacrificio ni abnegación, realidades
estas que les parecían inadmisibles.
Somos
nosotros así? Cuál es nuestra postura ante el trágico drama de
Jesús? Tenemos mentalidad para dimensionar los alcances de su
condena a muerte y de su extrema humillación y, conectando con esto,
establecemos el vínculo entre el Crucificado y el Resucitado? No
olvidemos que la experiencia pascual es , ante todo, un asunto de
fe, la clave del cristianismo, con capacidad decisiva para
transformar la vida de quienes se dejan tomar por su significado,
como sucedió en el caso de Pedro y de sus testarudos compañeros.
“Pues
ustedes murieron, y Dios les tiene reservado el vivir con Cristo.
Cristo mismo es la vida de ustedes. Cuando él aparezca, ustedes
también aparecerán con él llenos de gloria”
(Colosenses 3: 3-4), esta convicción que afirma la segunda lectura
surge de una vivencia profundamente real, transformadora, y al mismo
tiempo capaz de re-significar por completo, y felizmente, esa
realidad.
Vienen
así a cuento la inmensa legión de nuestras limitaciones y
precariedades, nuestros dolores y penurias, nuestras muertes lentas,
todo lo que nos desilusiona y hace sufrir, junto con ellas viene
igualmente ese universo de las costumbres religiosas, de las
creencias recibidas sin mayor entusiasmo, de la flojera de la fe, de
ese ser cristianos que no seduce ni enamora, de esa deficiente idea
de que el cristianismo se queda en un conjunto de prácticas rituales
y de verdades sin implicación en nuestra vida.
Aquí
es donde tiene que acontecer el impacto pascual, como se deduce de
esas vigorosas palabras de Pedro, antes tan contradictorio y en un
momento dado cobarde como nadie: “Esto
pudo hacerlo porque Dios estaba con él, y nosotros somos testigos de
todo lo que hizo Jesús en la región de Judea y en Jerusalén.
Después lo mataron, colgándolo en una cruz. Pero Dios lo resucitó
al tercer día, e hizo que se nos apareciera a nosotros. No se
apareció a todo el pueblo, sino a nosotros, a quienes Dios había
escogido de antemano como testigos”
(Hechos 10:39-41).
El
Pedro que dice este discurso, convicto y confeso de felicidad
pascual, es el mismo temeroso y lleno de fragilidades referidas por
las narraciones evangélicas, ahora resuelto testigo de la radical
novedad con la que Dios Padre ha legitimado toda la misión y el ser
de Jesús. Esto está en la base del cristianismo primitivo, y es lo
que debe seguir vigente en las comunidades actuales que profesan a
Jesucristo como Señor y Salvador.
Jesús
había alcanzado la
VIDA antes
de morir, era el agua viva, como se hace constar en el hermoso
diálogo con la mujer samaritana, proclamado hace varios domingos.
Jesús nació del Espíritu, vive por el Padre, todo su ser está
dotado de vitalidad teologal, de la que es el portador primero, esa
es la verdadera vida que siempre celebramos los cristianos, no la
simple reanimación de un cadáver, por eso èl no está preocupado
de lo que pueda suceder con su vida biológica. Lo que a él
verdaderamente le interesa es la VIDA
que alcanzó durante su vida.
Una
tal certeza nos permite mirar todo lo que somos y hacemos con óptica
distinta. Vamos por la vida creciendo, realizando bonitos proyectos
de amor, de libertad, de felicidad, construímos vínculos profundos
con otras personas, nos empeñamos en transformar la realidad para
hacerla más humana, luchamos con pasión por la justicia y por
nobles causas de dignidad, dejamos huella, pero también padecemos
contradicciones, crisis y soledades, fracasos y desencantos,
enfermedades y desposesiones y, finalmente, la muerte. Esta es la
condición humana.
Ante
la inevitabilidad del drama final surge la pregunta por el sentido de
la vida, si ha valido la pena tanto esfuerzo para concluír en esto
que a muchos se les antoja como el absurdo sin respuesta. Surgen
rápidamente las muchas actitudes humanas : el sentimiento trágico,
la angustia sin retorno, los paraísos artificiales, las vidas
auténticas y profundamente éticas y comprometidas, también la
resignación, el deseo de trascender y de permanecer.
Jesús
se crucifica y con él todos los dramas humanos, los sinsentidos, las
tragedias, las interminables limitaciones, las muertes de siempre,
adquiriendo en èl una nueva dimensión, la de Dios, la de esa
vitalidad que es la permanencia en el amor, èl se convierte asì en
el gran legitimador de todos los trabajos humanos de autenticidad, de
felicidad, de significación amorosa de la existencia, de
solidaridad, de justicia.
Jesùs
sigue vivo, pero de otra manera, su presencia resucitada no es la de
un cuerpo muerto que sorprende a todos, su vitalidad trasciende las
contingencias de la historia y del ser humano, y nos asume en ese
orden definitivo, como el que manifestó a la samaritana y a
Nicodemo: “El
que beba del agua que yo le darè nunca volverá a tener sed, porque
el agua que yo le darè se convertirá en èl en manantial que
brotarà dándole vida eterna”
(Juan 5:14), y: “Te
aseguro que el que no nace de nuevo no puede ver el reino de Dios”
(Juan 3:3).
La
esperanza de que nuestro ser e identidad personal no se aniquile con
la muerte se llama salvación-liberaciòn, sabiendo que en buen
contexto cristiano esas realidades no empiezan a partir del momento
de la muerte. En todo ser humano que decide ser radicalmente prójimo
de sus prójimos, en todo el que apuesta por el amor servicial y por
la fraternidad, en todo el que se desgasta para dar sentido a la vida
de los demás, Dios empieza a suceder participándole su vida
inagotable, y esto gracias a la mediación pascual de Jesùs.
El
nos indica con su vida que esa es la meta de todo ser humano,
desposeerse de todo interés personal, afirmar enfáticamente que los
caminos de sentido no son los del poder y de la riqueza, de los
privilegios y de la barata felicidad del mercado, que la referencia
radical a Dios encuentra su concreción plena en la ofrenda de todo
lo que se es, justamente a partir de la conciencia del don, de la
gratuidad pura del Padre que se da todo para que nuestra historia se
inscriba en El a través de Jesùs.
Marìa
Magdalena, Pedro, el otro discípulo, son como nosotros, o – mejor
- somos nosotros, con nuestras vacilaciones, con nuestras
perplejidades, pero también con nuestra pasión por vivir la
aventura decisiva en la que todo lo nuestro estarà lleno de
significado y marcado por la esperanza de ese Dios situado
totalmente de parte de la humanidad.
El
sepulcro vacío es un fuerte simbolismo, propio de Juan, para afirmar
que Jesùs no està sometido a las limitaciones del ser humano, que
la suya es una vida existente en Dios, y que es su deseo que todos
nosotros tengamos abierta esa posibilidad, certeza que hace decir al
poeta y mìstico Ernesto Cardenal (Granada, Nicaragua, 1925):
Un
despertar.
Como
cuando uno sueña que se està cayendo en un hoyo y se despierta
Al
momento de caer.
Condenados
a volver a la pre-vida?
(Chardin
pregunta) O a la sub-vida?
No,
Mejìa, no, Gutièrrez.
Lo
que hubo con el cuerpo de Jesùs.
Ese
evento en la historia:
Un
sepulcro vacío.
El
Hades ha sido vencido.
La
muerte ya no tiene sentido.
La
vida tiene sentido.
El
hierro de tu sangre volverá al corazón de la tierra.
Pero
detrás de eso espera la sorpresa.
No
un mundo como el del sueño, sino tan real
Que
realidad anterior y sueño parecerán igual.
(De
Càntico Còsmico, 1989).
La
pregunta de Pablo, de indiscutible sentido pascual, también es la
nuestra desafiando con contundente argumento el poder siniestro de
las tinieblas: “Dònde
està, oh muerte tu victoria? Dònde està, oh muerte, tu aguijòn?”
(1 Corintios 15: 55).
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