domingo, 2 de abril de 2017

COMUNITAS MATUTINA 2 DE ABRIL DOMINGO V DE CUARESMA



“Y si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en ustedes, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también vida a sus cuerpos mortales por su Espíritu que habita en ustedes”
(Romanos 8: 11)
Lecturas:
1.   Ezequiel 37:12-14
2.   Salmo 129: 1-8
3.   Romanos: 8-13
4.   Juan 11: 1-45
La vida de los seres humanos es una gran paradoja, nos sabemos limitados y finitos pero al mismo tiempo tenemos el máximo deseo de vivir siempre y de permanecer más allá de estas fronteras de la precariedad. Son incontables las evidencias de esta realidad, cada uno desde su propio relato vital puede dar cuenta de ellas, pequeñas y grandes muertes de cada día, abandonos y soledades, fracasos y vacíos, también plenitudes y amores profundos, ilusiones que se tornan realidad.
Dice con singular belleza y densidad espiritual el poeta argentino Osvaldo Pol, S.J. (1935-2016):
No tiene el tiempo trabazón ni rieles
Fuera de la constelación de tus heridas.
Tu cuerpo se me vuelve rosa con cinco pétalos de sangre.
Piedra de donde parten las fuentes saciadoras.
Despierta, despierta ya inaugurando vida y amanecer y lucha.
Despójate la niebla y el silencio
Y vence, una vez más.
Yo y el tiempo y la piedra y la rosa
Tan sólo en tu victoria somos.
Claramente tenemos en esta expresión la conciencia de lo que somos, fragilidad, muerte, pero….pasión por la vida. La Palabra que se nos ofrece este V domingo de Cuaresma es el reconocimiento teologal de esta realidad, en la que los seres humanos estamos cabalmente  definidos e identificados.
Ezequiel – de cuyo texto tenemos la primera lectura -  es el profeta del exilio, ejerció su ministerio con los desterrados de Babilonia entre los años 593 y 571 antes de Cristo. Conocemos por la historia esta durísima prueba que sufrió el pueblo de Israel cuando fueron invadidos por el imperio de Babilonia, conquistados y desposeídos de su tierra, de su libertad, de los símbolos que constituían su identidad sociopolítica y religiosa.
Ante esto, el profeta se duele por la suerte de su gente, expuestos a morir lejos de su patria, pero, en nombre de su fidelidad a Yahvé, sello que define su misión, se presenta también como testigo de la esperanza que se origina en El: “Por eso profetiza y diles: Voy a abrir sus tumbas, los sacaré de ellas, pueblo mío, y los llevaré de nuevo al suelo de Israel” (Ezequiel 37: 12).
En el Antiguo Testamento, en general, no había una esperanza de inmortalidad,  esta se colmaba con las bendiciones “materiales” que para ellos eran clarísimas muestra del favor  de Dios: descendencia abundante, larga vida, tierra prometida donde asentarse, existencia digna, justicia para todos.
La evolución hacia la expectativa de vida eterna se concreta en los últimos libros del Antiguo Testamento, como Sabiduría, Macabeos, Daniel. Esta conciencia surge en la clave de la doctrina bíblica de la retribución: cómo va a premiar Dios a los justos?  Vienen aquí las más densas preguntas por el misterio del mal, por las tragedias que aquejan a muchos inocentes, por la justificación de la existencia.
Mientras tanto, la ilusión de todo-a buen israelita, justo y creyente, es la de acoger los dones materiales con los que Yahvé expresa su complacencia por este buen vivir. Eso lo asume el profeta diciendo: “Infundiré mi espíritu en ustedes y vivirán; los estableceré en su suelo, y sabrán que yo, Yahvé, lo digo y lo hago – oráculo de Yahvé – “ (Ezequiel 37: 14).
Valgan estas consideraciones para situarnos en las legítimas aspiraciones de la humanidad, tener una calidad de vida que corresponda con su dignidad, lograr que los grandes ideales  se vean cumplidos, disfrutar del amor en la relación de pareja y en la paternidad-maternidad, llevar a cabo proyectos que hagan del mundo un ámbito más y más humano, vale decir, constatar que la felicidad no es un concepto vano sino una feliz realidad que se va haciendo con todo este esfuerzo. Quienes somos creyentes vemos en esto la combinación formidable de la gracia de Dios y las respuestas de la libertad humana.
Con esto, cómo anunciar la vida de Dios a quienes son desposeídos de sus condiciones de dignidad, desplazados de su hábitat, vilipendiados por las injusticias de la sociedad y de la economía, maltratados por el absurdo de la violencia, silenciados por el egoísmo de los poderosos? La salvación cristiana es liberación integral, plenitud humana en la historia y trascendencia definitiva en la vitalidad inagotable del Padre que ha evidenciado su intención salvadora en el Señor Jesucristo.
Hace cincuenta años el Papa de aquella época, Pablo VI (su ministerio fue entre 1963-1978), promulgaba su encíclica “Populorum Progressio” en la que se refería al tema central de la justicia social y al desarrollo integral de la totalidad del ser humano, tomado individual y colectivamente, denunciaba la malignidad del sistema económico vigente por beneficiar a unos pocos y excluír a la inmensa mayoría, integrando este acontecer humano de posibilidades para todos con la esperanza de la vida plena en Dios.
Valgan la referencia del profeta Ezequiel y la evocación de Pablo VI para hablar con fuerza evangélica de una vida verdadera, vida de Dios, que ha de traducirse también en la materialidad de las condiciones de dignidad accesibles para todos. Lo que en 1967 denunciaba este papa sigue vigente en 2017.
La vida en el Espíritu nos saca de la muerte que causan el egoísmo estéril, la injusticia, el pecado, la codicia, la falta de solidaridad, el desconocimiento del prójimo, el dar la espalda a Dios: “Así que los que viven según la carne no pueden agradar a Dios. Mas ustedes no viven según la carne, sino según el espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en ustedes” (Romanos 8: 8).
En la concepción paulina “vivir según la carne” es vivir en el pecado, en el rechazo del amor de Dios y del prójimo, en el creerse el ser humano que así obra la medida de todo, en la absolutización del ego y de las satisfacciones que no trascienden. Todo esto es el mundo de la muerte, es la negación del amor definitivo, la no aceptación de la vitalidad del Padre.
Por eso es perfectamente lógico que estos textos se nos propongan en Cuaresma, para que hagamos conciencia de todo aquello que nos impide vivir en sentido teologal y humano,  y nos dejemos asumir por la Vida que reconfigura todo nuestro ser y nuestro quehacer: “Pero si con el Espíritu hacen morir las obras del cuerpo, ustedes vivirán” (Romanos 8: 13).
Esto nos ayuda a ponernos más cabalmente en el contexto del relato de Juan, la resurrección de Lázaro,  el último de los siete signos que articulan este cuarto evangelio (el agua convertida en vino en las bodas de Caná, la curación del hijo del oficial del rey, la curación en la piscina de Betesda, la multiplicación de los panes y los peces, Jesús caminando sobre las aguas, la curación del ciego de nacimiento). En todos ellos el evangelista afirma a Jesús como Señor de la vida, justamente antes de enfrentarse al dramatismo de la cruz y de la muerte. Como sabemos, todo este evangelio es de gran densidad simbólica, su intencionalidad es clara, en Jesús el ser humano es asumido para pasar de la muerte a la vida.
Los judíos observantes, que no aceptaban a Jesús en lo más mínimo, sienten que el gesto de devolver a Lázaro a la vida y el entusiasmo de la gente que empieza a creer más y más en El, son  una provocación para sus ortodoxas convicciones y prácticas religiosas. Con esto, tienen todos los argumentos para juzgarlo como blasfemo y someterlo al juicio y a la condenación a muerte.
Por oposición, este relato es un testimonio creyente de señalada solidez para aseverar lo mismo que dice Jesús a Marta, la hermana del fallecido Lázaro: “Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí no morirá jamás. Crees esto?” (Juan 11:25-26). Este asunto es el que estructura todo el evangelio de Juan, llega a su culmen con Lázaro que vuelve a la vida gracias a Jesús.
La línea programática de esta narración teologal-pascual se formula así: “En verdad, en verdad les digo que llega la hora (ya estamos en ella) en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oigan vivirán” (Juan 5:25).
Junto a esta confirmación vale la pena destacar la exquisita solidaridad de Jesús ante la muerte de su amigo, se conmueve profundamente, y así lo expresa a sus hermanas,  gesto que denota la genuina humanidad suya, como todos los que refieren los evangelistas cuando ve el sufrimiento de las multitudes, sus dolores y carencias, y los clamores de consuelo y misericordia.
Lázaro somos nosotros limitados por la muerte y por todas las demás contingencias humanas. Las hermanas son la nueva comunidad que se va a beneficiar de la vitalidad de Dios de la que Jesús es portador en totalidad, también estamos ahí. El no viene a prolongar la vida física sino a comunicar la vida de Dios, la garantía de acceder a esta es adherir a Jesús. El que asume ser como El queda definitivamente involucrado en esa vida. La muerte no es el trágico fin de la condición humana, es lo que Jesús quiere demostrar a Marta.
Al quitar la losa desaparece simbólicamente la frontera entre los vivos y los muertos: “Dijo Jesús: quiten la piedra. Marta, la hermana del muerto, le advirtió: Señor, ya huele, es el cuarto día. Replicó Jesús: no te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?” (Juan 11:39-40).
La vida de Jesús es la vida misma de Dios, con El nuestro destino no es el sepulcro ni el absurdo. El ser humano que no nace a la nueva vida permanece atado de pies y manos, por eso El “desata”: “Dicho esto, gritó con fuerte voz: Lázaro, sal afuera! El muerto salió, atado de pies y manos con vendas y envuelto el rostro en un sudario. Jesús les dijo: desátenlo y déjenlo andar” (Juan 11: 43-44).
Salir de la tumba, como Lázaro, es dejar atrás y para siempre todo lo que deshumaniza y mata, todo lo pecaminoso, todo lo que esclaviza. Salir de los lugares de muerte donde campean la injusticia y el desamor para hacer el tránsito pascual a la vitalidad incontenible que viene con Jesús. Todo el ser y el quehacer de Dios está impregnado de vitalidad,  es lo que legitima todas las esperanzas humanas de sentido, de permanencia y  plenitud.

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