“Y si el Espíritu de
Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en ustedes, Aquel que
resucitó a Cristo de entre los muertos dará también vida a sus cuerpos mortales
por su Espíritu que habita en ustedes”
(Romanos
8: 11)
Lecturas:
1.
Ezequiel 37:12-14
2.
Salmo 129: 1-8
3.
Romanos: 8-13
4.
Juan 11: 1-45
La vida de los seres
humanos es una gran paradoja, nos sabemos limitados y finitos pero al mismo
tiempo tenemos el máximo deseo de vivir siempre y de permanecer más allá de
estas fronteras de la precariedad. Son incontables las evidencias de esta
realidad, cada uno desde su propio relato vital puede dar cuenta de ellas,
pequeñas y grandes muertes de cada día, abandonos y soledades, fracasos y
vacíos, también plenitudes y amores profundos, ilusiones que se tornan
realidad.
Dice con singular
belleza y densidad espiritual el poeta argentino Osvaldo Pol, S.J. (1935-2016):
No tiene el tiempo
trabazón ni rieles
Fuera de la
constelación de tus heridas.
Tu cuerpo se me vuelve
rosa con cinco pétalos de sangre.
Piedra de donde parten
las fuentes saciadoras.
Despierta, despierta ya
inaugurando vida y amanecer y lucha.
Despójate la niebla y
el silencio
Y vence, una vez más.
Yo y el tiempo y la
piedra y la rosa
Tan sólo en tu victoria
somos.
Claramente tenemos en
esta expresión la conciencia de lo que somos, fragilidad, muerte, pero….pasión
por la vida. La Palabra que se nos ofrece este V domingo de Cuaresma es el
reconocimiento teologal de esta realidad, en la que los seres humanos estamos
cabalmente definidos e identificados.
Ezequiel – de cuyo
texto tenemos la primera lectura - es el
profeta del exilio, ejerció su ministerio con los desterrados de Babilonia
entre los años 593 y 571 antes de Cristo. Conocemos por la historia esta
durísima prueba que sufrió el pueblo de Israel cuando fueron invadidos por el
imperio de Babilonia, conquistados y desposeídos de su tierra, de su libertad,
de los símbolos que constituían su identidad sociopolítica y religiosa.
Ante esto, el profeta
se duele por la suerte de su gente, expuestos a morir lejos de su patria, pero,
en nombre de su fidelidad a Yahvé, sello que define su misión, se presenta
también como testigo de la esperanza que se origina en El: “Por eso profetiza y diles: Voy a
abrir sus tumbas, los sacaré de ellas, pueblo mío, y los llevaré de nuevo al
suelo de Israel” (Ezequiel 37: 12).
En el Antiguo
Testamento, en general, no había una esperanza de inmortalidad, esta se colmaba con las bendiciones
“materiales” que para ellos eran clarísimas muestra del favor de Dios: descendencia abundante, larga vida,
tierra prometida donde asentarse, existencia digna, justicia para todos.
La evolución hacia la
expectativa de vida eterna se concreta en los últimos libros del Antiguo
Testamento, como Sabiduría, Macabeos, Daniel. Esta conciencia surge en la clave
de la doctrina bíblica de la retribución: cómo va a premiar Dios a los justos? Vienen aquí las más densas preguntas por el
misterio del mal, por las tragedias que aquejan a muchos inocentes, por la
justificación de la existencia.
Mientras tanto, la
ilusión de todo-a buen israelita, justo y creyente, es la de acoger los dones
materiales con los que Yahvé expresa su complacencia por este buen vivir. Eso
lo asume el profeta diciendo: “Infundiré mi espíritu en ustedes y vivirán;
los estableceré en su suelo, y sabrán que yo, Yahvé, lo digo y lo hago –
oráculo de Yahvé – “ (Ezequiel 37: 14).
Valgan estas
consideraciones para situarnos en las legítimas aspiraciones de la humanidad,
tener una calidad de vida que corresponda con su dignidad, lograr que los
grandes ideales se vean cumplidos,
disfrutar del amor en la relación de pareja y en la paternidad-maternidad,
llevar a cabo proyectos que hagan del mundo un ámbito más y más humano, vale
decir, constatar que la felicidad no es un concepto vano sino una feliz
realidad que se va haciendo con todo este esfuerzo. Quienes somos creyentes
vemos en esto la combinación formidable de la gracia de Dios y las respuestas
de la libertad humana.
Con esto, cómo anunciar
la vida de Dios a quienes son desposeídos de sus condiciones de dignidad,
desplazados de su hábitat, vilipendiados por las injusticias de la sociedad y
de la economía, maltratados por el absurdo de la violencia, silenciados por el
egoísmo de los poderosos? La salvación cristiana es liberación integral,
plenitud humana en la historia y trascendencia definitiva en la vitalidad
inagotable del Padre que ha evidenciado su intención salvadora en el Señor
Jesucristo.
Hace cincuenta años el
Papa de aquella época, Pablo VI (su ministerio fue entre 1963-1978), promulgaba
su encíclica “Populorum Progressio” en la que se refería al tema central de la
justicia social y al desarrollo integral de la totalidad del ser humano, tomado
individual y colectivamente, denunciaba la malignidad del sistema económico
vigente por beneficiar a unos pocos y excluír a la inmensa mayoría, integrando
este acontecer humano de posibilidades para todos con la esperanza de la vida
plena en Dios.
Valgan la referencia
del profeta Ezequiel y la evocación de Pablo VI para hablar con fuerza
evangélica de una vida verdadera, vida de Dios, que ha de traducirse también en
la materialidad de las condiciones de dignidad accesibles para todos. Lo que en
1967 denunciaba este papa sigue vigente en 2017.
La vida en el Espíritu
nos saca de la muerte que causan el egoísmo estéril, la injusticia, el pecado,
la codicia, la falta de solidaridad, el desconocimiento del prójimo, el dar la
espalda a Dios: “Así que los que viven según la carne no pueden agradar a Dios. Mas
ustedes no viven según la carne, sino según el espíritu, ya que el Espíritu de
Dios habita en ustedes” (Romanos 8: 8).
En la concepción
paulina “vivir según la carne” es vivir en el pecado, en el rechazo del amor de
Dios y del prójimo, en el creerse el ser humano que así obra la medida de todo,
en la absolutización del ego y de las satisfacciones que no trascienden. Todo
esto es el mundo de la muerte, es la negación del amor definitivo, la no
aceptación de la vitalidad del Padre.
Por eso es
perfectamente lógico que estos textos se nos propongan en Cuaresma, para que
hagamos conciencia de todo aquello que nos impide vivir en sentido teologal y
humano, y nos dejemos asumir por la Vida
que reconfigura todo nuestro ser y nuestro quehacer: “Pero si con el Espíritu hacen
morir las obras del cuerpo, ustedes vivirán” (Romanos 8: 13).
Esto nos ayuda a
ponernos más cabalmente en el contexto del relato de Juan, la resurrección de
Lázaro, el último de los siete signos
que articulan este cuarto evangelio (el agua convertida en vino en las bodas de
Caná, la curación del hijo del oficial del rey, la curación en la piscina de
Betesda, la multiplicación de los panes y los peces, Jesús caminando sobre las
aguas, la curación del ciego de nacimiento). En todos ellos el evangelista
afirma a Jesús como Señor de la vida, justamente antes de enfrentarse al
dramatismo de la cruz y de la muerte. Como sabemos, todo este evangelio es de
gran densidad simbólica, su intencionalidad es clara, en Jesús el ser humano es
asumido para pasar de la muerte a la vida.
Los judíos observantes,
que no aceptaban a Jesús en lo más mínimo, sienten que el gesto de devolver a
Lázaro a la vida y el entusiasmo de la gente que empieza a creer más y más en
El, son una provocación para sus
ortodoxas convicciones y prácticas religiosas. Con esto, tienen todos los
argumentos para juzgarlo como blasfemo y someterlo al juicio y a la condenación
a muerte.
Por oposición, este
relato es un testimonio creyente de señalada solidez para aseverar lo mismo que
dice Jesús a Marta, la hermana del fallecido Lázaro: “Yo soy la resurrección. El que
cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí no morirá
jamás. Crees esto?” (Juan 11:25-26). Este asunto es el que estructura
todo el evangelio de Juan, llega a su culmen con Lázaro que vuelve a la vida
gracias a Jesús.
La línea programática
de esta narración teologal-pascual se formula así: “En verdad, en verdad les digo
que llega la hora (ya estamos en ella) en que los muertos oirán la voz del Hijo
de Dios, y los que la oigan vivirán” (Juan 5:25).
Junto a esta
confirmación vale la pena destacar la exquisita solidaridad de Jesús ante la
muerte de su amigo, se conmueve profundamente, y así lo expresa a sus hermanas,
gesto que denota la genuina humanidad
suya, como todos los que refieren los evangelistas cuando ve el sufrimiento de
las multitudes, sus dolores y carencias, y los clamores de consuelo y
misericordia.
Lázaro somos nosotros
limitados por la muerte y por todas las demás contingencias humanas. Las
hermanas son la nueva comunidad que se va a beneficiar de la vitalidad de Dios
de la que Jesús es portador en totalidad, también estamos ahí. El no viene a
prolongar la vida física sino a comunicar la vida de Dios, la garantía de
acceder a esta es adherir a Jesús. El que asume ser como El queda
definitivamente involucrado en esa vida. La muerte no es el trágico fin de la
condición humana, es lo que Jesús quiere demostrar a Marta.
Al quitar la losa
desaparece simbólicamente la frontera entre los vivos y los muertos:
“Dijo Jesús: quiten la piedra. Marta, la hermana del muerto, le advirtió:
Señor, ya huele, es el cuarto día. Replicó Jesús: no te he dicho que si crees,
verás la gloria de Dios?” (Juan 11:39-40).
La vida de Jesús es la
vida misma de Dios, con El nuestro destino no es el sepulcro ni el absurdo. El
ser humano que no nace a la nueva vida permanece atado de pies y manos, por eso
El “desata”: “Dicho esto, gritó con fuerte voz: Lázaro, sal afuera! El muerto salió,
atado de pies y manos con vendas y envuelto el rostro en un sudario. Jesús les
dijo: desátenlo y déjenlo andar” (Juan 11: 43-44).
Salir de la tumba, como
Lázaro, es dejar atrás y para siempre todo lo que deshumaniza y mata, todo lo
pecaminoso, todo lo que esclaviza. Salir de los lugares de muerte donde campean
la injusticia y el desamor para hacer el tránsito pascual a la vitalidad
incontenible que viene con Jesús. Todo el ser y el quehacer de Dios está
impregnado de vitalidad, es lo que
legitima todas las esperanzas humanas de sentido, de permanencia y plenitud.
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