“Porque tanto amò Dios al mundo que entregò a su Hijo unigènito, para
que todo el que crea en èl no perezca sino que tenga vida eterna”
(Juan 3: 16)
Lecturas
1. Exodo 34: 4-9
2. Salmo Daniel 3: 52-56
3. 2 Corintios 13: 11-13
4. Juan 3: 16-18
En
esta solemnidad del Dios que es al mismo tiempo uno y trino cabe una
consideración inicial para reflexionar y orar sobre esta realidad de
las tres personas divinas – Padre , Hijo y Espíritu Santo – : hagamos
el esfuerzo de despojarnos de concepciones complicadas que tengamos en
este sentido, fruto de nuestra formación religiosa tradicional, no
porque ellas sean erradas sino porque el acceso a la realidad de Dios se
hace en las más absoluta simplicidad, con apertura al misterio feliz
de nuestra plenitud, así como lo han vivido – y lo siguen viviendo –
tantos creyentes buenos y generosos cuya gran certeza es la del amor de
Dios en sus vidas con el consiguiente compromiso de compartirlo con
todos los hermanos.
Los primeros esfuerzos de formulación sobre
el Dios trinitario se hicieron en los cauces de la muy compleja
filosofía griega (sustancia, naturaleza, persona), terminología en
exceso compleja para la humanidad de hoy.
Por esta razón se
impone volver al talante escueto del lenguaje evangélico apto para ser
entendido y vivido por todos, utilizando la parábola, la alegoría, el
ejemplo que ilustra, la comparación, como hacía Jesús: “Yo te alabo,
Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a
sabios e inteligentes y se las has revelado a gente sencilla” (Mateo
11: 25).
Dios en sí mismo, también hacia nosotros, hacia la
creación, hacia toda la realidad, es una relación, una comunión de amor,
todo el ser de Dios es una comunidad, que nos invita constantemente a
participar de esa condición:
- Un Dios que es Padre, origen de la
vida y dador de la misma, principio de todo, cuyo único interés es
nuestra plenitud y felicidad, desbordante de amor por todas sus
creaturas, experto en configurar seres humanos solidarios, serviciales,
amorosos.
- Un Dios que se hace uno de nosotros, el Hijo, y que
asume nuestra condición humana, que se implica en todo lo nuestro, aún
en sus aspectos más dolorosos y dramáticos, que se inclina
misericordioso antes los débiles y humillados, que no estigmatiza a
nadie con condenas y excomuniones, que se solidariza con todas las
causas humanas de dignidad y de justicia, que nos revela simultáneamente
al Padre Dios y al prójimo-hermano.
- Un Dios que se comunica
haciéndonos participar de su vitalidad, el Espíritu Santo, el que nos
concede el don de la fe, el de la esperanza, el del amor, la capacidad
de discernir su presencia en nuestra historia disponiéndonos para
decisiones inspiradas en El, con el fin de construir relaciones justas y
fraternas con todos los seres humanos.
Constatar esto nos habla
de un Dios que no está encerrado en sí mismo, que se relaciona
dándose totalmente a todos y a la vez permaneciendo El mismo. El pueblo
judío no tenía en su cultura el estilo conceptual y filosófico de los
griegos, ellos eran vitalistas, vivenciales, concretos, su sabiduría
provenía de la experiencia sencilla de cada día.
Por eso su
lenguaje sobre Dios es a partir de la experiencia de cercanía suya en el
amor, en la felicidad de la vida familiar, en la fecundidad de la
tierra, en la exuberancia de la naturaleza, en la bendición de los
hijos, en la conciencia de ser profundamente humanos .
En el
texto del Exodo – primera lectura de hoy – Dios se autodefine con cinco
adjetivos que subrayan su compasión, clemencia, paciencia, misericordia,
fidelidad: “Yahvé, Yahvé, Dios misericordioso y clemente, tardo a la
cólera y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por mil
generaciones y perdona la iniquidad” (Exodo 34: 6 – 7).
A partir
de ese modo existencial Jesús nos enseñó que para experimentar a Dios,
el ser humano debe aprender a mirar su interior (Espíritu), mirar
amorosamente a los demás (Hijo), mirar confiadamente lo trascendente
(Padre).
La Trinidad de Dios tiene una implicación directa en la
vida del ser humano haciéndonos portadores de vida, servidores de todos
los humanos, cuidadores de la creación, constructores de comunidad,
hijos y hermanos, y creyentes confiados y humildes en una plenitud que
nos proviene de ese principio y fundamento al que llamamos Dios.
Esto
a propósito de recordar que la opción preferencial de Dios es el ser
humano. Lo que también nos lleva a desmontar ese tinglado de falsas
imágenes de El que sólo han servido para dominar, alienar, angustiar, a
millones de seres humanos, y también para justificar mil y mil
arbitrariedades de poderes egoístas, ese Dios pretendidamente
legitimador de sistemas e ideologías, de situaciones de injusticia, de
desgracias para la humanidad, Dios absurdo totalmente reñido con el
verdadero y amoroso que se nos ha revelado plenamente en la persona de
Jesús, este sí, un Dios descalzo dispuesto a caminar con nosotros para
llevarnos hacia El con todos nuestros hermanos.
Este Dios que es
sabiduría para captar lo esencial de la vida y constituirse en su
soporte, Dios dador del ser, especialista en vida y comprometido a
mantener a sus creaturas en esa perspectiva, no escatimando esfuerzos
para que seamos siempre vivos, creativos, honestos, el Dios que da todo
de sí – su Hijo – para que la humanidad encuentre su plenitud: “Porque
tanto amó Dios al mundo que le entregó su Hijo unigénito, para que todo
el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Juan 3: 16).
Admirar
la realidad creada, la perfección de la vida, su asombrosa variedad, la
armonía que la articula, su belleza innata que no requiere de
artificios ni aditamentos, su capacidad de seguir transmitiendo vida, es
todo ello un sacramento de ese amor desbordante, ante el que cabe la
más profunda actitud de reconocimiento y adoración, como también de
cuidado y de honda responsabilidad .
La dignidad humana y la de
todas las formas de vida encuentran en la Trinidad su argumento
determinante. Todo lo salido del amor de Dios es bello, armonioso,
merecedor de respeto, de protección, de conservación en su realidad
original.
El grande y definitivo beneficio de que todo nuestro
ser y quehacer no se trunque en la muerte y en el vacío viene decidido
por la iniciativa salvadora y liberadora de este Dios trinitario,
siempre empeñado en que todos los suyos no se pierdan.
Dios es
amor incondicional y lo es para todos, sin excepción. No nos ama porque
seamos buenos sino porque El es bueno. No nos ama cuando hacemos lo que
El quiere sino siempre, de modo ilimitado. Ni siquiera rechaza a los que
libremente se apartan de El en sus proyectos de vida.
Esto
ratifica lo ya dicho: que la “agenda” de Dios es el ser humano, la vida,
la felicidad, la armonía de todo lo que salido de su iniciativa amorosa
y salvadora, esfuerzo permanente y creciente para que todo ese
dinamismo se
haga pleno y definitivo, y la muerte y el pecado no sean – de ninguna manera – los portadores de la última palabra .
Un
Dios condicionado a lo que los seres humanos hagamos o dejemos de
hacer, no es el Dios de Jesús. Esta idea de que Dios nos quiere
solamente cuando somos buenos, repetida durante tres mil años, ha sido
de las más útiles – penosamente útiles!! – a la hora de conseguir el
sometimiento de los humanos a intereses de grupos de poder, incluyendo
los religiosos, cuando estos no viven una espiritualidad saludable y
liberadora.
Esta idea, radicalmente contraria al evangelio, ha
provocado más sufrimiento y miedo que todas las guerras juntas, mientras
que, en felicísima oposición, el Dios verdadero es fuente de
sentido, garantía de dignidad, aval de la vida, certeza de la verdad que
salva, principio y fundamento de la nueva humanidad que el Padre nos
comunica en la persona de Jesús y que habita en nosotros gracias a la
acción del Espíritu: “Por lo demás, hermanos, vivan con alegría. Busquen
la perfección y anímense. Tengan un mismo sentir y vivan en paz, y el
Dios del amor y de la paz estará con ustedes” (2 Corintios 13:11).
En el trajín de la gran ciudad: transmilenio, medios de comunicación que nos saturan, preocupaciones personales, la dura realidad que a menuda nos abruma, cabe esta pregunta: ¿hundo la cabeza en la arena como el avestruz para evadir? ¿qué hago?
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