domingo, 25 de junio de 2017

COMUNITAS MATUTINA 25 DE JUNIO DOMINGO XII DEL TIEMPO ORDINARIO

No les tengan miedo , pues no hay nada encubierto que no haya de ser descubierto, ni oculto que no haya de saberse”
(Mateo 10: 26)
Lecturas:
  1. Jeremías 20: 10-13
  2. Salmo 68: 8-10;14;17 y 33-35
  3. Romanos 5: 12-15
  4. Mateo 10: 26-33

Una característica decisiva de Jesús es su profunda libertad ante los poderes políticos y religiosos de su tiempo , diversos pasajes de los relatos evangélicos así lo confirman, indicando que esto es fundamental para una auténtica comprensión y práctica de su seguimiento, anotando – como dato esencial – que tal soberanía proviene de su experiencia de intimidad con el Padre Dios y de la correspondiente configuración con su voluntad, como lo presenta particularmente el evangelista Juan.
Esa misma vivencia la quiere participar El a sus discípulos, es lo que inspira el capítulo 10 del evangelio de Mateo, del que tenemos hoy un pasaje que les anima a no tener miedo ante los poderosos y ante las contradicciones y dificultades que emanan de ellos: “No teman a los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma; teman más bien al que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la Gehenna” (Mateo 10: 28).
El capítulo 10 de Mateo es llamado el discurso misional, en el que Jesús prepara a 72 discípulos para la misión, haciéndoles algunas advertencias que se inscriben plenamente en ese talante de autonomía, de austeridad, de servicio incondicional, de no dejarse permear por la ambición de poder y de posesiones materiales.
A esto se refiere continuamente el Papa Francisco cuando invita a la Iglesia a estar siempre en “salida”, a deponer todo privilegio y comodidad y a vivir exclusivamente para la misión. El discurso de Jesús es de total pertinencia para la Iglesia de hoy.
El Señor alude especialmente a las persecuciones que pueden experimentar por el estilo contestatario y profético que El les comunica, y a la actitud de poner en tela de juicio con gran severidad la lógica falsa de los poderes imperantes en su momento: “Sepan que los envío como ovejas en medio de lobos. Sean, pues, prudentes como las serpientes, y sencillos como las palomas. Guárdense de los hombres, porque los entregarán a los tribunales y los azotarán en sus sinagogas, serán conducidos ante gobernadores y reyes por mi causa, para que den testimonio ante ellos y ante los paganos” (Mateo 10: 16-18).
Jesús prefirió la verdad desnuda de Dios, la de su Buena Noticia, la de su denuncia radical de las inconsistencias del poder político y del poder religioso, y con esto marcó una tendencia que es determinante para personas y comunidades que quieran tomar en serio el asunto cristiano, no como la cómoda instalación en un sistema de prácticas rituales sino como el seguimiento activo que aspira a la mayor coherencia ética y espiritual teniendo como referencia fundante el Evangelio.
En tiempos de Jesús los grupos de poder intimidaban a las personas, ocultaban la verdad y manipulaban la realidad de los hechos a su antojo y, por supuesto, perseguían a los insobornables profetas y a quienes, inspirados en la verdad de Dios, confrontaban tales injusticias y mentiras. De esa misma injusticia y falsedad se vive hoy en muchos ambientes sociales y políticos, también – penosamente – en ambientes religiosos.
Esto que hoy se ha dado en llamar “postverdad” es una versión hipócrita y aparentemente sofisticada de aquella pecaminosa actitud que distorsiona la verdad y entroniza la mentira.
Los cristianos de los primeros tiempos estuvieron expuestos a las mismas amenazas. Se enfrentaban al Imperio Romano que tenía el control político y militar de Palestina, el país de Jesús, y también a los diversos grupos sectarios de los judíos que veían en ellos a los seguidores de un subversivo, blasfemo y hereje, condenado a muerte por tales delitos. Cada uno de estos tenía sus intereses muy definidos que no eran justamente los del servicio a la humanidad ni los de la reivindicación de los pobres; lo suyo era un aparato político – religioso que no aceptaba el modo libre, solidario, despojado de seguridades materiales, y afianzado en Dios, que animaba a estos primeros seguidores de Jesús.
Un anticipo de esto en el Antiguo Testamento lo vivió el profeta Jeremías, del que proviene la primera lectura de este domingo. En este hombre se ve una clara superación del triunfalismo religioso y una explicitación de la preferencia de Dios por los débiles y los humildes. Su testimonio es el de alguien escarnecido y humillado, pero no intimidado por los poderosos que le perseguían: “Escuchaba las calumnias de la turba: terror por doquier! Denunciémosle! Todos con quienes me saludaba estaban acechando un traspiés mío: a ver si se distrae y lo sometemos, y podremos vengarnos de él. Pero Yahvé está conmigo como un campeón poderoso, por eso tropezarán al perseguirme , se avergonzarán de su impotencia….” (Jeremías 20: 10-11).
Cómo es Dios causa de esta independencia y de esta extraordinaria capacidad para no dejarse atemorizar por violentos y detentadores del poder? Qué sucede en el interior de quien procede así? Es, sin duda, una experiencia profunda del Padre, igual a la de Jesús, en quien se revela la intimidad del ser cuya felicidad no reside en esos criterios mundanos de dominación y humillación de los débiles sino en la verdad que libera, que da sentido y esperanza.
Cuando la Iglesia, sus pastores, sus comunidades, sus instituciones se dejan tomar por Dios, por la originalidad que el Padre revela en Jesús, vienen, como bienaventuradas consecuencias, la libertad, la capacidad de hacer frente evangélicamente a la persecución y a la confrontación de los poderosos, y la disposición para el testimonio definitivo de la fe, que es el martirio, como ha sucedido en tantos edificantes casos de la historia del cristianismo.
Pero cuando la Iglesia se instala en los intereses mundanos, cuando se deja utilizar por el poder, cuando se torna legitimadora de intereses egoístas, pierde su soberanía profética, y se aleja del talante esencial del Señor Jesús.
Así las cosas, donde nos situamos, cristianos de hoy?
El “no tengan miedo” de Jesús a sus discípulos se inscribe en el contexto de la misión, Jesús se pone El mismo como garantía que respalda a sus seguidores y los anima a permanecer firmes en medio de las contradicciones: “Si alguien se declara a mi favor ante los hombres, también yo me declararé a su favor ante mi Padre que está en los cielos” (Mateo 10: 32).
Vienen así al recuerdo las historias de tantos hombres y mujeres de notable solidez humana y evangélica que han vivido hasta las últimas consecuencias su configuración con Jesús, para afirmar con que el proyecto de Dios se arraiga en la libertad y en la dignidad de todos los seres humanos, en la reivindicación de los pobres y humillados, en la constatación de que los valores que deciden la verdad de la vida no residen en las riquezas o en la destructiva carrera del poder, sino en el servicio, en la solidaridad, en la referencia comprometida con el prójimo, en la feliz vivencia del reconocimiento de la diversidad humana.
Monseñor Romero, Beato Romero de América, cuya vida se ofrendó como protesta contra la violencia ejercida por el gobierno y por los terratenientes de su país en contra de los humildes campesinos salvadoreños, a quienes ofreció sin reservas su servicio episcopal; junto con él, millares de cristianos de a pie, catequistas, líderes comunitarios, estudiantes, maestros, activistas de derechos humanos, todos ellos animados por el Evangelio y dispuestos a no transar con la violencia que pretendía sofocar sus aspiraciones de libertad. Este es un testimonio que ha impactado profundamente a la Iglesia del siglo XX, en él se delinea con nitidez la soberanía evangélica con la que Jesús nos dispone para la misión.
Finalmente, siguiendo el espíritu de la segunda lectura, de la carta a los Romanos, se nos presenta a Pablo inmerso en ese mundo religioso que absolutiza la justificación por el cumplimiento de la ley y por las minuciosidades del culto fundamentalista del judaísmo de su tiempo. Pero este hombre, que primero fue fariseo radical y perseguidor encarnizado de los discípulos de Jesús, sabe que en esa fanática observancia no residen ni la verdad ni la libertad.
Pablo denuncia la incapacidad de los mecanismos habituales de la religión para brindar a la comunidad una auténtica experiencia de sentido y de genuina humanidad.
Esta consideración previa nos ayuda a entender el contraste que ofrece la carta a los Romanos: “Por un hombre entró el pecado en el mundo y, por el pecado , la muerte; y así la muerte alcanzó a todos los hombres , puesto que todos pecaron…….”, pero ….. Si por el delito de uno murieron todos, con cuánta más razón se han desbordado sobre todos la gracia de Dios y el don otorgado por la gracia de un hombre, Jesucristo!” (Romanos 5: 12 y 15).
La alusión paulina no es a la muerte física sino a la lógica de una religiosidad que pretendía justificar al ser humano por la acumulación de méritos derivados del cumplimiento estrictísimo de la ley, como era el modelo del judaísmo vigente en tiempos de Jesús. Es la letra que mata el espíritu!
Pablo establece la novedad que sucede en Jesucristo, gratuidad pura de Dios para la humanidad, verdadera religión enraizada en la misericordia del Padre y en el don que de si mismo ha hecho en Jesús. No es el poder de la ley el que salva sino la desbordante gracia de Dios que se ofrece sin límites a todo el que libremente quiera beneficiarse de este ofrecimiento.

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