domingo, 18 de junio de 2017

COMUNITAS MATUTINA 18 DE JUNIO SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y DE LA SANGRE DE CRISTO

“Entonces, si el pan es uno solo, también nosotros, aún siendo muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos participamos del mismo pan”
(1 Corintios 10: 17)
Lecturas:
1. Deuteronomio 8: 2-16
2. Salmo 147: 12-20
3. 1 Corintios 10: 16-17
4. Juan 6: 51-58

Todo lo que se origina en Dios es vitalidad, salud, alimento, siempre con desmedida abundancia. Por eso el testimonio original de la fe de Israel es la certeza en un Dios creador, dador de vida y comprometido con la misma, porque: “El te afligió, haciéndote pasar hambre y después te alimentó con el maná – que tu no conocías ni conocían tus padres – para enseñarte que el hombre no vive sólo de pan, sino de todo lo que sale de la boca de Dios” (Deuteronomio 8: 3).
Dios es sobreabundancia y alimento, don de sí a la humanidad, es lo que expresa con marcada elocuencia esta memoria del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, explícita referencia al sacramento eucarístico y a su esencial capacidad nutricia.
Como siempre, hacemos el esfuerzo de captar el sentido a través de un lenguaje propio de nuestra cotidianidad , con el fin de enfatizar su fuerza significativa, su sacramentalidad, su eficacia salvadora y liberadora.
El alimento es indispensable para el buen vivir. La madre naturaleza tiene esto tejido en su ser y en su quehacer, dinamismo que nos permite la buena vitalidad y la salud. El cuerpo materno produce la leche para alimentar al bebé en los primeros tiempos de su vida, el cuerpo humano lleva consigo el germen de la misma, apasionante constatación esta del misterio vital y alimenticio en los orígenes mismos del ser!
El paso dramático de los israelitas por el desierto durante 40 años, según lo refiere el libro del Exodo, despojados de seguridades, expuestos a la ruptura y a la crisis, vivenciando toda clase de carencias, es un prototipo de la
experiencia humana. Salir de la comodidad, romper con las esclavitudes confortables, lanzarse a la aventura de un mundo promisorio pero de entrada incierto, correr el riesgo de la libertad, asumir las contradicciones, pero soñar siempre con esa tierra prometida “que mana leche y miel, territorio de la nueva humanidad.
Quién puede decir que no ha vivido soledades, vacíos, desencantos, carencias, desesperanzas? Quien no ha sido expuesto al dramatismo del desierto existencial? Quien no ha experimentado el hambre y la sed? Quien no ha protestado ante Dios por esto? Estas radicales inquietudes hacen parte inevitable de la tarea de encontrar sentido a todo lo que se es y se hace. Tal es el paradigma contenido en la travesía del pueblo hebreo por el desierto.
“Recuerda el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer estos cuarenta años por el desierto, para afligirte, para ponerte a prueba y conocer tus intenciones, y ver si eres capaz o no de guardar sus preceptos” (Deuteronomio 8: 2), es un texto de memoria que propone al creyente israelita su propia biografía de prueba y crisis, para permanente recuerdo liberador, en el que no ha de olvidarse lo pactado con Yavé Dios, compromiso llamado alianza, en el que se vive la reciprocidad de este Dios fiel, incondicional, aguardando la respuesta del creyente que modela su condición humana en esta perspectiva teologal, vale decir, digno y honesto, genuino ciudadano de la tierra prometida.
Quien nos alimentó cuando eramos niños dependientes? Quien nos mantuvo vivos, quien nos protegió, quien se preocupó por nosotros, de donde vino nuestra nutrición física, espiritual, emocional? En quienes descubrimos este sacramento fundante de nuestro ser? Papá y mamá, cuidadores, protectores, alimentadores, amantes, son ellos la hermosa expresión de este amor original y originante.
En contraste con esta seductora gratuidad, resulta tan escandaloso e indignante constatar que varios miles de millones de seres humanos viven desnutridos, negados en su esperanza, excluídos del pan y afecto cotidianos, de la mesa bien servida, mientras muchos – desconocedores del sentido de lo gratuito - están sumergidos en una abundancia irresponsable y ajena a todo sentimiento de solidaridad. Tal penuria y escándalo contiene una exigencia ética y eucarística de primer orden!
Si experimentamos la gracia y el beneficio de ser nutridos, estamos llamados también a dar con gratuidad lo que así hemos recibido: “Cuando el Señor, tu Dios, te introduzca en la tierra buena, tierra de torrentes, de fuentes y aguas profundas que manan en el monte y la llanura; tierra de trigo y cebada, de viñas , higueras y granadas, tierra de olivares y
de miel; tierra en que no comerás medido el pan, en que no carecerás
de nada…. Entonces, cuando comas hasta hartarte, bendice al Señor tu Dios, por la tierra buena que te ha dado” (Deuteronomio 8: 7-10).
Con esta invitación tan concreta, en la que las bendiciones se materializan en los dones del alimento y del bienestar, se propone a los creyentes israelitas, también a nosotros, hacernos conscientes del talante gratuito de todo lo que viene de Dios, cuya contraparte es la construcción de un mundo marcado felizmente por esa misma gratuidad, en el que todos los humanos puedan servirse de la mesa de la vida en igualdad de condiciones.
Recibido por vía gratuita, el buen Dios espera de nosotros el compromiso igual de una fidelidad de la misma naturaleza que se traduce en una humanidad solidaria, generosa, servidora de esa riqueza como gran homenaje a la dignidad humana y al querer igualitario de Dios.
Se deja claro así que la relación eucarística con el Padre no descansa sobre un formalismo ritual ni sobre una liturgia individualista, sino sobre una existencia agradecida y resuelta a impregnar de comunión y participación todas las relaciones humanas.
En el Señor Jesús se hace contundente y nítido lo contenido en su sangre derramada, en su cuerpo ofrecido, para darnos en totalidad la vida de Dios, haciéndolo sacramento permanente, memoria de la radical donación de sí mismo para salvación y liberación de toda la humanidad, con el fin de que sus seguidores también nos impliquemos en lo mismo: “Quien come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Como el Padre que me envió vive y yo vivo por el Padre, así quien me come vivirá por mí” (Juan 6: 56-57).
El asunto de Jesús presente sacramentalmente en el pan y en el vino consagrados no es magia ni esoterismo sino realidad que totaliza la vida del creyente, es el mismo Señor dándonos todo de El para nutrirnos de su ser y de su Buena Noticia, para llevarnos a tener su misma vida y para hacerla efectiva compartiéndola con todos los hermanos.
Por eso Pablo, preocupado por la tentación de idolatría que acechaba a la comunidad cristiana de Corinto, les advierte acerca de este peligro, porque lo que se ofrece no son formas rituales sino el mismo Jesús que se contiene en el don alimenticio: “La copa de bendición que bendecimos, no es acaso comunión con la sangre de Cristo? ; y el pan que partimos, no es comunión con el cuerpo de Cristo? Entonces, si el pan es uno solo, también nosotros, aún siendo muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos participamos del mismo pan” (1 Corintios 10: 16-17).
El pan y vino que se comparten tienen la vocación de construir comunión.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Archivo del blog