“Entonces, si el pan es uno solo, también nosotros, aún siendo
muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos participamos del mismo pan”
(1 Corintios 10: 17)
Lecturas:
1. Deuteronomio 8: 2-16
2. Salmo 147: 12-20
3. 1 Corintios 10: 16-17
4. Juan 6: 51-58
Todo
lo que se origina en Dios es vitalidad, salud, alimento, siempre con
desmedida abundancia. Por eso el testimonio original de la fe de Israel
es la certeza en un Dios creador, dador de vida y comprometido con la
misma, porque: “El te afligió, haciéndote pasar hambre y después te
alimentó con el maná – que tu no conocías ni conocían tus padres – para
enseñarte que el hombre no vive sólo de pan, sino de todo lo que sale de
la boca de Dios” (Deuteronomio 8: 3).
Dios es sobreabundancia y
alimento, don de sí a la humanidad, es lo que expresa con marcada
elocuencia esta memoria del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, explícita
referencia al sacramento eucarístico y a su esencial capacidad nutricia.
Como siempre, hacemos el esfuerzo de captar el sentido a través
de un lenguaje propio de nuestra cotidianidad , con el fin de enfatizar
su fuerza significativa, su sacramentalidad, su eficacia salvadora y
liberadora.
El alimento es indispensable para el buen vivir. La
madre naturaleza tiene esto tejido en su ser y en su quehacer,
dinamismo que nos permite la buena vitalidad y la salud. El cuerpo
materno produce la leche para alimentar al bebé en los primeros tiempos
de su vida, el cuerpo humano lleva consigo el germen de la misma,
apasionante constatación esta del misterio vital y alimenticio en los
orígenes mismos del ser!
El paso dramático de los israelitas por
el desierto durante 40 años, según lo refiere el libro del Exodo,
despojados de seguridades, expuestos a la ruptura y a la crisis,
vivenciando toda clase de carencias, es un prototipo de la
experiencia humana. Salir de la comodidad, romper con las
esclavitudes confortables, lanzarse a la aventura de un mundo promisorio
pero de entrada incierto, correr el riesgo de la libertad, asumir las
contradicciones, pero soñar siempre con esa tierra prometida “que mana
leche y miel, territorio de la nueva humanidad.
Quién puede decir
que no ha vivido soledades, vacíos, desencantos, carencias,
desesperanzas? Quien no ha sido expuesto al dramatismo del desierto
existencial? Quien no ha experimentado el hambre y la sed? Quien no ha
protestado ante Dios por esto? Estas radicales inquietudes hacen parte
inevitable de la tarea de encontrar sentido a todo lo que se es y se
hace. Tal es el paradigma contenido en la travesía del pueblo hebreo por
el desierto.
“Recuerda el camino que el Señor, tu Dios, te ha
hecho recorrer estos cuarenta años por el desierto, para afligirte, para
ponerte a prueba y conocer tus intenciones, y ver si eres capaz o no de
guardar sus preceptos” (Deuteronomio 8: 2), es un texto de memoria que
propone al creyente israelita su propia biografía de prueba y crisis,
para permanente recuerdo liberador, en el que no ha de olvidarse lo
pactado con Yavé Dios, compromiso llamado alianza, en el que se vive la
reciprocidad de este Dios fiel, incondicional, aguardando la respuesta
del creyente que modela su condición humana en esta perspectiva
teologal, vale decir, digno y honesto, genuino ciudadano de la tierra
prometida.
Quien nos alimentó cuando eramos niños dependientes?
Quien nos mantuvo vivos, quien nos protegió, quien se preocupó por
nosotros, de donde vino nuestra nutrición física, espiritual, emocional?
En quienes descubrimos este sacramento fundante de nuestro ser? Papá y
mamá, cuidadores, protectores, alimentadores, amantes, son ellos la
hermosa expresión de este amor original y originante.
En
contraste con esta seductora gratuidad, resulta tan escandaloso e
indignante constatar que varios miles de millones de seres humanos viven
desnutridos, negados en su esperanza, excluídos del pan y afecto
cotidianos, de la mesa bien servida, mientras muchos – desconocedores
del sentido de lo gratuito - están sumergidos en una abundancia
irresponsable y ajena a todo sentimiento de solidaridad. Tal penuria y
escándalo contiene una exigencia ética y eucarística de primer orden!
Si
experimentamos la gracia y el beneficio de ser nutridos, estamos
llamados también a dar con gratuidad lo que así hemos recibido: “Cuando
el Señor, tu Dios, te introduzca en la tierra buena, tierra de
torrentes, de fuentes y aguas profundas que manan en el monte y la
llanura; tierra de trigo y cebada, de viñas , higueras y granadas,
tierra de olivares y
de miel; tierra en que no comerás medido el pan, en que no carecerás
de nada…. Entonces, cuando comas hasta hartarte, bendice al Señor tu
Dios, por la tierra buena que te ha dado” (Deuteronomio 8: 7-10).
Con
esta invitación tan concreta, en la que las bendiciones se materializan
en los dones del alimento y del bienestar, se propone a los creyentes
israelitas, también a nosotros, hacernos conscientes del talante
gratuito de todo lo que viene de Dios, cuya contraparte es la
construcción de un mundo marcado felizmente por esa misma gratuidad, en
el que todos los humanos puedan servirse de la mesa de la vida en
igualdad de condiciones.
Recibido por vía gratuita, el buen Dios
espera de nosotros el compromiso igual de una fidelidad de la misma
naturaleza que se traduce en una humanidad solidaria, generosa,
servidora de esa riqueza como gran homenaje a la dignidad humana y al
querer igualitario de Dios.
Se deja claro así que la relación
eucarística con el Padre no descansa sobre un formalismo ritual ni sobre
una liturgia individualista, sino sobre una existencia agradecida y
resuelta a impregnar de comunión y participación todas las relaciones
humanas.
En el Señor Jesús se hace contundente y nítido lo
contenido en su sangre derramada, en su cuerpo ofrecido, para darnos en
totalidad la vida de Dios, haciéndolo sacramento permanente, memoria de
la radical donación de sí mismo para salvación y liberación de toda la
humanidad, con el fin de que sus seguidores también nos impliquemos en
lo mismo: “Quien come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él.
Como el Padre que me envió vive y yo vivo por el Padre, así quien me
come vivirá por mí” (Juan 6: 56-57).
El asunto de Jesús presente
sacramentalmente en el pan y en el vino consagrados no es magia ni
esoterismo sino realidad que totaliza la vida del creyente, es el mismo
Señor dándonos todo de El para nutrirnos de su ser y de su Buena
Noticia, para llevarnos a tener su misma vida y para hacerla efectiva
compartiéndola con todos los hermanos.
Por eso Pablo, preocupado
por la tentación de idolatría que acechaba a la comunidad cristiana de
Corinto, les advierte acerca de este peligro, porque lo que se ofrece no
son formas rituales sino el mismo Jesús que se contiene en el don
alimenticio: “La copa de bendición que bendecimos, no es acaso comunión
con la sangre de Cristo? ; y el pan que partimos, no es comunión con el
cuerpo de Cristo? Entonces, si el pan es uno solo, también nosotros, aún
siendo muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos participamos del
mismo pan” (1 Corintios 10: 16-17).
El pan y vino que se comparten tienen la vocación de construir comunión.
En el trajín de la gran ciudad: transmilenio, medios de comunicación que nos saturan, preocupaciones personales, la dura realidad que a menuda nos abruma, cabe esta pregunta: ¿hundo la cabeza en la arena como el avestruz para evadir? ¿qué hago?
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