“Porque
hemos sido todos bautizados en un solo Espíritu, para no formar màs
que un cuerpo entre todos: judíos y griegos, esclavos y libres. Y
todos hemos bebido de un solo Espíritu”
(1
Corintios 12: 13)
Lecturas:
- Hechos 2: 1-11
- Salmo 103: 1-4; 29-30;31-34
- 1 Corintios 12: 3-7 y 12-13
- Juan 20: 19-23
El
gran símbolo de la confusión e incomprensión humanas es el mito
bíblico de la Torre de Babel, en el que se evidencian los múltiples
sectarismos y fracturas que el egoísmo de unos cuantos crea para
dominar a muchos y para impedirles la felicidad y el desarrollo armónico de su ser.
Puesta
esta imagen en el contexto teológico del libro del Génesis es una
potente indicación para hablar de las consecuencias del pecado, como
estas que vivimos hoy con lamentables hechos como la guerra en Siria,
Iraq, Afganistàn, la muy difícil situación que se vive en
Venezuela, la pobreza extrema de Haitì y de muchos de los países
africanos, la precariedad de nuestro proceso de paz, todo esto con el
trasfondo decisorio de la soberbia de gobernantes y demás poderes
políticos y económicos que dividen y siembran odio y violencia.
Estas
circunstancias deben tocar lo màs profundo de nuestra sensibilidad
espiritual y humanista. Si pretendemos seguir con responsabilidad el
camino de Jesùs no nos es posible sustraernos a las grandes
preguntas èticas que se suscitan desde estos dramas. El Espìritu de
Dios està presente para animarnos en sentido contrario, inspirando
un proyecto de vida que no sea el del poder y la dominación sino el
de la solidaridad y el servicio.
Esto
es determinante para asumir y vivir el significado de esta solemnidad
de Pentecostès, que hoy celebramos, con la que concluye el tiempo de
Pascua. El movimiento de Jesùs nace abierto a todo el mundo y a
todos los seres humanos, reconociendo el riquísimo pluralismo de
visiones y culturas, de modos de ser y de tradiciones, de creencias y
modos de organizar la vida y la sociedad, porque de Dios no procede
una uniformidad paralizante sino una diversidad que muestra la
inagotable riqueza que El deposita en el ser humano.
En
esta perspectiva no se trata de confrontación sino de diálogo, no
se plantea el dominio de unos pocos que se sienten concesionarios
exclusivos de la verdad sino de un mundo horizontal, todos iguales en
dignidad y diversos en identidades y culturas, con la humilde
docilidad que encuentra las señales del Espìritu en la multiforme
riqueza de la humanidad.
Con
Pentecostès comienza un tiempo nuevo en el que la afirmación de la
fraternidad se da gracias a la aceptación respetuosa y comprometida
de estas diferencias.
El
elocuente simbolismo de la diversidad de lenguas nos pone felizmente
ante esta realidad:
“Aquì estamos partos, medos y elamitas; hay habitantes de
Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto, Asia, Frigia, Panfilia,
Egipto y la parte de Libia fronteriza con Cirene; también están los
romanos residentes aquí, tanto judíos como prosélitos , cretenses
y árabes. Còmo es posible que les oigamos proclamar en nuestras
propias lenguas las maravillas de Dios?” (Hechos
2: 9-11).
El
Espìritu del Señor es polifónico y mueve a la comunión en el
pluralismo y la diferencia, con El se supera el penoso hecho
significado en la Torre de Babel, el tiempo cristiano se determina
por la universalidad del proyecto que el Padre Dios nos ofrece en
Jesùs, y se constituye en modelo para la conducta de quienes nos
empeñamos en seguir auténticamente su propuesta de vida, en la que
el lenguaje común de la fraternidad no sofoca las peculiaridades de
cada entorno humano y cultural.
Eso
equivale a no marcar a nadie con etiquetas excluyentes, ni a generar
condenas y rechazos, tampoco a manipular a Dios poniéndolo como
legitimador de ideologías religiosas que entran en colisión con el
Evangelio que es, este último, misericordia, compasión, acogida,
cercanìa, encuentro, comunión.
Por
esto, estamos llamados a reinventar esta bienaventurada convergencia
de mentes y de corazones, a trabajar con ahinco para no seguir
levantando barreras socioeconómicas, ideológicas, religiosas,
promoviendo una comunidad de seres humanos libres, capaces de
decisiones responsables, apasionados por la felicidad de todos,
testigos de la verdad que libera y aptos para escrutar las huellas de
Dios en las insospechadas posibilidades que surgen del ser humano,
cuando ellas están inspiradas por el deseo de concertarnos en cuanto
ciudadanos del mundo y creyentes de esta seductora oferta que es la
Buena Noticia de Jesùs.
Pablo
aporta una idea genial al hablar de la diversidad de dones-carismas a
partir de la unidad en el Espìritu, y lo hace con el símil del
cuerpo humano y de sus diversos órganos: “El
cuerpo humano, aunque tiene muchos miembros, es uno; es decir, todos
los miembros del cuerpo, no obstante su pluralidad, forman un solo
cuerpo. Pues asì también es Cristo. Porque hemos sido todos
bautizados en un solo Espìritu, para no formar màs que un cuerpo
entre todos: judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos
bebido de un solo Espìritu”
(1 Corintios 12:12-13).
En
este mundo, en el que nos dividimos por tantas razones pecaminosas e
injustas, con criterios despectivos, los cristianos – bajo la
acción del Espíritu – estamos llamados a un reconocimiento
permanente y creciente de la dignidad humana, de su sustancial valor,
a apreciar con respeto las diferencias, a cultivar causas comunes de
justicia y de fraternidad, a proteger con máxima delicadeza todas
las formas de vida, a construír dialogalmente una sabiduría
vinculante que haga posibles los encuentros amistosos, y la siempre
urgente tarea de la reconciliación.
No
nos podemos quedar en celebrar una fiesta en honor del Espìritu
Santo ni de recordar algo que sucedió en un pasado distante. Estamos
tratando de descubrir y vivir una realidad que està tan presente hoy
como en los tiempos del cristianismo primitivo.
Pentecostès
es la forma màs completa de la experiencia pascual. Aquellos
cristianos de la primera hora tenìan muy claro que su nueva
percepción de la vida a partir del Resucitado era obra del Espìritu.
Vivieron la presencia de Jesùs de una manera màs real y
transformadora que su presencia física.
Ser
cristiano consiste en alcanzar una vivencia personal y comunitaria de
la realidad Padre – Hijo – Espìritu que nos empuja a la plenitud
del ser , a una humanidad constituìda teologalmente y, por lo mismo,
definitivamente humana y definitivamente divina.
Cuando
en el evangelio se nos presenta a Jesùs en total intimidad con el
Padre, dándole el tratamiento de máxima confianza con la expresión
“Abba”, se nos està proponiendo que también nosotros vayamos a
esa misma comunión, gracias al trabajo del Espìritu en nosotros:
“Abbà,
Padre, todo es posible para tì; aparta de mì esta copa, pero no sea
lo que yo quiero, sino lo que quieres tù”
(Marcos 14: 36);”
Y, dado que ustedes son hijos, Dios envió a nuestros corazones el
Espìritu de su Hijo, que clama: Abbà, Padre!. De modo que ya no
eres esclavo sino hijo; y, si eres hijos, también heredero por
voluntad de Dios”
(Gàlatas 4: 6-7).
Esto
es lo que Jesùs vivió con plena intensidad, y es lo que nos invita
a vivir en las mismas condiciones en que El lo hizo. Así surge la
nueva humanidad que arraigada en la trascendencia hacia el Padre y
hacia el prójimo, sin requisitos preestablecidos, un encuentro con
el Otro y con los otros, determinado por la gratuidad de Dios, donde
no hay transacciones interesadas sino comuniones que persiguen la
vida digna y justa para todos los humanos.
Es
el Espíritu el que inaugura este nuevo tiempo, en el que la Iglesia
es el gozoso resultado de la Pascua, tiempo ecuménico, el diálogo y
encuentro fraterno de los opuestos que se encuentran en el Espíritu
del Resucitado, experimentando una globalización salvífica y
liberadora, como no se había visto hasta entonces en el desarrollo
de la historia.
Ya
dijimos antes que el Espíritu no produce personas uniformes,
manipuladas por un colectivismo que anula la originalidad de cada
ser, en Dios se origina una fuerza vital que favorece lo típico de
cada persona, de cada comunidad, de cada contexto, para servir
creativamente al bien común de toda la humanidad y de la Iglesia:
“Hay
diversidad de carismas pero un mismo Espíritu; diversidad de
ministerios, pero un mismo Señor; diversidad de actuaciones, pero un
mismo Dios que actúa todo en todos” (1
Corintios 12: 4-6).
También
el Espíritu capacita a cada bautizado en particular y a la Iglesia
toda para comunicar la Buena Noticia de este Dios que acoge a todos,
con exquisita cercanía y misericordia, encarnándose en todo lo
humano para situarlo en la perspectiva de la salvación y de la
liberación.
La
Iglesia es, gracias a este don, una comunidad enviada en misión por
el mismo Jesús: “La
paz con ustedes. Como el Padre me envió también yo los envío.
Dicho esto, sopló y les dijo: Reciban el Espíritu Santo. A quienes
perdonen los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los
retengan les quedan retenidos” (Juan
20: 21-23).
Pentecostés
es la oportunidad privilegiada para salir al rescate de lo esencial
humano y de lo esencial cristiano: dialogar, convivir armónicamente
en la diferencia, servir y construír una cultura de solidaridad,
acoger, reconciliar, sanar heridas, restaurar los vínculos que el
egoísmo pierde, dar las mejores razones para la esperanza, proteger
la creación y garantizar que esta sea compartida por todos en
igualdad de condiciones, aspirar a la consumación plena en la vida
inagotable del Padre que nos llama a todos hacia El.
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