domingo, 2 de julio de 2017

COMUNITAS MATUTINA 2 DE JULIO DOMINGO XIII DEL TIEMPO ORDINARIO

El que no tome su cruz y me siga , no es digno de mì”
(Mateo 10: 38)

Lecturas:
  1. 2 Reyes 4: 8-16
  2. Salmo 88
  3. Romanos 6: 3-11
  4. Mateo 10: 37-42
La prioridad que determina toda la misión de Jesús es el reino de Dios y su justicia. Como bien sabemos, esto se refiere a que él nos manifiesta a Dios como un padre misericordioso y compasivo, totalmente comprometido con la felicidad de los seres humanos, deseoso de que nuestras vidas lleguen a su plenitud y realización, con el énfasis - también muy conocido - en la preferencia por los últimos del mundo y de la sociedad, por los pecadores y condenados morales, por todos aquellos a quienes se excluye de los beneficios de la vida, materiales y espirituales.
Esta aseveración es normativa para quienes deseen tomar en serio la propuesta del Evangelio.
Este criterio nos ayuda a comprender las palabras de Jesús en el evangelio de hoy, palabras que suenan fuertes y nos pueden dejar intranquilos si no comprendemos el contexto inicial. Exactamente eso es lo que asumen los cristianos primitivos, bien conscientes ellos de no estar haciendo una reforma religiosa del judaísmo ni propendiendo para que las personas participaran con mayor asiduidad de los ritos religiosos o sean observantes de sus minuciosidades legales.
Tienen claro que lo que han descubierto en Jesús muerto y resucitado es una nueva manera de ser humanos que tiene su principio y fundamento en la paternidad de Dios y en la referencia a los hombres y a las mujeres como prójimos dignos de reconocimiento y de justicia, con la diferencia cualitativa de la lucha radical contra toda injusticia y desacato a la dignidad humana, siempre en nombre de Dios, siguiendo el mismo patrón de comportamiento del Señor Jesús.
Anunciar a un Mesías crucificado era una contravención a todo el ordenamiento social y religioso de su tiempo, no se nos olvide que Jesús fue proscrito, condenado y sentenciado por el poder político romano y por el poder religioso del sanedrín y de los sacerdotes del templo de Jerusalén. Lo que ellos hacían era una denuncia vehemente de un sistema de valores, creencias e instituciones que habían hecho de la violencia, la mentira y la opresión los “valores” indiscutibles de la sociedad.
Cómo iban a ver con buenos ojos las autoridades sacerdotales de Jerusalén, los gendarmes del imperio, que un grupo minoritario de hombres y de mujeres, llenos de esperanza y de entusiasmo apostólico, cuestionara ese orden de cosas y anunciara que otra sociedad es posible, que el ser humano es merecedor de justicia, de respeto, de compasión, todo esto en nombre de Dios?
Las comunidades cristianas desde el inicio tuvieron conciencia de la magnitud de la tarea a la que se enfrentaban. La experiencia gozosa del Señor Resucitado les llevó rápidamente a descubrir que debían superar los límites de las comunidades judeo-palestinas, que esto los comprometía a lanzarse a una misión de características universales, siguiendo las intenciones mismas de Jesús, trascendiendo las fronteras del mundo judío.
Lo suyo no era la configuración de una nueva institución religiosa con sus estructuras, normativas y autoridades, sino la generación de comunidades de discípulos alentados por el Espíritu de Dios y dispuestos a rescatar la vigencia de la dignidad de los seres humanos, con la inspiración de las Bienaventuranzas, el programa que Jesús propone para la creación de esta nueva humanidad.
Por tanto, no debe sorprendernos que Mateo plantee con tanta dureza, como lo hace en el texto del evangelio de hoy, las exigencias del seguimiento de Jesús: “El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí” (Mateo 10: 37), tales palabras no contienen un desprecio de la realidad familiar, pero sí nos invitan a determinar cuál es el motor que impulsa nuestras vidas y a ordenar todas nuestras intenciones y conductas en la perspectiva fundante de ese seguimiento, aclarando que si la familia llega a constituír una afección desordenada, es decir, que no se inscribe en la dinámica del reino de Dios, se invita a hacer con ella una ruptura liberadora.
Mateo escribe un evangelio para comunidades judías que se han convertido al cristianismo. En ese contexto, la referencia al desapego familiar alude a la estima desmesurada que los judíos tenían por sus parientes, asunto que se podía convertir en un apego paralizante. Ante eso, el proyecto de Jesús demanda más porque se trata de un amor siempre mayor y universal referido a todo tipo de prójimo, capaz de trascender el limitado ámbito de la familia, de la raza, o de la nación.
Amar a Jesús no se reduce a una dimensión intimista, individual, privada. Seguir su camino es amar a Dios y al ser humano como él los amó, hasta la donación total de la propia vida, es darse por completo a su proyecto que es la gran utopía del Padre Dios, un amor que llega incluso al extremo del perdón a los enemigos y de la inclusión de los mismos en su universo de afectos y solidaridades. Esto explica con nitidez las fuertes palabras de este evangelio.
El que no tome su cruz y me siga detrás no es digno de mi. El que encuentre su vida, la perderá , y el que pierda su vida por mí, la encontrará” (Mateo 10: 38-39), son expresiones que vienen a corroborar lo anterior. Al respecto, se impone aclarar que el camino cristiano no es el de renuncias voluntaristas que rompen el dinamismo afectivo de la persona, ni el de prácticas penitenciales que violenten a quien decida tomar esta opción de la Buena Noticia. Es preciso hacer un severo control de calidad a ciertos contenidos y prácticas que bajo el título de cristianas se han desviado de la originalidad del Evangelio y se han convertido en un conjunto de religiosidades rituales, legalistas, que a menudo sofocan la libertad y la humanidad misma de quien los sigue.
Tomar la cruz y seguir a Jesús es asumir con radical generosidad que en El descubrimos la alternativa genuina de la libertad y del amor, perder la vida por él es dar lo mejor de sí para implantar en la historia de la humanidad una lógica en la que todos los somos iguales, en la que la mesa de la vida sea servida equitativamente , en la que la dignidad de los hijos del mismo Padre sea constantemente reconocida, en la que el servicio y la solidaridad sean sustanciales en los proyectos de vida de quienes se comprometan con esta causa.
Siguiendo aquello que tantas veces hemos afirmado en estas reflexiones, no podemos eludir el carácter contestatario y contracultural de la Buena Noticia de Jesús. Cuando el mundo y la sociedad deciden que el poder y el dinero son los indicadores de felicidad, el proyecto evangélico afirma y realiza la fraternidad y la mesa compartida, y se desposee de toda pretensión de dominio sobre los demás para indicar que el reino de Dios y su justicia pasa esencialmente por asumir al prójimo como la responsabilidad determinante de la felicidad.
Por otra parte, Pablo afirma muy bien la radicalidad del amor cristiano mediante la comparación entre la muerte y la inmersión bautismal, tal es el sentido de la segunda lectura de este domingo: “Por medio del bautismo fuimos, pues, sepultados con él en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo resucitó de entre los muertos mediante la portentosa actuación del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Romanos 6: 4).
Ser cristianos es morir a todo tipo de apego, familiar, económico, cultural, incluyendo el afecto desordenado a sí mismo. La novedad evangélica se manifiesta en la transformación radical de las relaciones humanas, en la resurrección a una vida nueva llena de afectos volcados hacia la humanidad sufriente, hacia las causas mayores de justicia y de libertad, hacia la significación sacramental de la Iglesia que tiene su centro y sentido en la persona de Jesús y en la realización de la “salida misionera” para anunciar a todos esa noticia cargada de esperanza y de vitalidad teologal.
La presencia del Resucitado es la convicción central en la que se arraigan estas orientaciones, es la que hace posible dejar atrás eso que Pablo llama el hombre viejo para acceder a la novedad pascual: “Y si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él, pues sabemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no vuelve a morir, y que la muerte carece ya de poder sobre él” (Romanos 6: 8 – 10).
Esta realidad, que fundamenta la fe de la Iglesia, no es un acontecimiento para el “más allá”, ella empieza en la historia cuando acogemos el don de Jesús, cuando optamos por vivir como él, cuando nos dejamos impregnar por su pasión por el reino de Dios y su justicia, cuando renunciamos al vano honor del mundo y nos empeñamos en ser servidores de todos llevándolos por las sendas del Padre hasta la consumación definitiva cuando pasemos la frontera de esta vida hacia la Vida.

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