“El
que no tome su cruz y me siga , no es digno de mì”
(Mateo
10: 38)
Lecturas:
- 2 Reyes 4: 8-16
- Salmo 88
- Romanos 6: 3-11
- Mateo 10: 37-42
La
prioridad que determina toda la misión de Jesús es el reino de Dios
y su justicia. Como bien sabemos, esto se refiere a que él nos
manifiesta a Dios como un padre misericordioso y compasivo,
totalmente comprometido con la felicidad de los seres humanos,
deseoso de que nuestras vidas lleguen a su plenitud y realización,
con el énfasis - también muy conocido - en la preferencia por los
últimos del mundo y de la sociedad, por los pecadores y condenados
morales, por todos aquellos a quienes se excluye de los beneficios de
la vida, materiales y espirituales.
Esta
aseveración es normativa para quienes deseen tomar en serio la
propuesta del Evangelio.
Este
criterio nos ayuda a comprender las palabras de Jesús en el
evangelio de hoy, palabras que suenan fuertes y nos pueden dejar
intranquilos si no comprendemos el contexto inicial. Exactamente eso
es lo que asumen los cristianos primitivos, bien conscientes ellos
de no estar haciendo una reforma religiosa del judaísmo ni
propendiendo para que las personas participaran con mayor asiduidad
de los ritos religiosos o sean observantes de sus minuciosidades
legales.
Tienen
claro que lo que han descubierto en Jesús muerto y resucitado es una
nueva manera de ser humanos que tiene su principio y fundamento en la
paternidad de Dios y en la referencia a los hombres y a las mujeres
como prójimos dignos de reconocimiento y de justicia, con la
diferencia cualitativa de la lucha radical contra toda injusticia y
desacato a la dignidad humana, siempre en nombre de Dios, siguiendo
el mismo patrón de comportamiento del Señor Jesús.
Anunciar
a un Mesías crucificado era una contravención a todo el
ordenamiento social y religioso de su tiempo, no se nos olvide que
Jesús fue proscrito, condenado y sentenciado por el poder político
romano y por el poder religioso del sanedrín y de los sacerdotes del
templo de Jerusalén. Lo que ellos hacían era una denuncia vehemente
de un sistema de valores, creencias e instituciones que habían hecho
de la violencia, la mentira y la opresión los “valores”
indiscutibles de la sociedad.
Cómo
iban a ver con buenos ojos las autoridades sacerdotales de
Jerusalén, los gendarmes del imperio, que un grupo minoritario de
hombres y de mujeres, llenos de esperanza y de entusiasmo
apostólico, cuestionara ese orden de cosas y anunciara que otra
sociedad es posible, que el ser humano es merecedor de justicia, de
respeto, de compasión, todo esto en nombre de Dios?
Las
comunidades cristianas desde el inicio tuvieron conciencia de la
magnitud de la tarea a la que se enfrentaban. La experiencia gozosa
del Señor Resucitado les llevó rápidamente a descubrir que debían
superar los límites de las comunidades judeo-palestinas, que esto
los comprometía a lanzarse a una misión de características
universales, siguiendo las intenciones mismas de Jesús,
trascendiendo las fronteras del mundo judío.
Lo
suyo no era la configuración de una nueva institución religiosa con
sus estructuras, normativas y autoridades, sino la generación de
comunidades de discípulos alentados por el Espíritu de Dios y
dispuestos a rescatar la vigencia de la dignidad de los seres
humanos, con la inspiración de las Bienaventuranzas, el programa que
Jesús propone para la creación de esta nueva humanidad.
Por
tanto, no debe sorprendernos que Mateo plantee con tanta dureza, como
lo hace en el texto del evangelio de hoy, las exigencias del
seguimiento de Jesús: “El
que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí;
el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí”
(Mateo
10: 37), tales palabras no contienen un desprecio de la realidad
familiar, pero sí nos invitan a determinar cuál es el motor que
impulsa nuestras vidas y a ordenar todas nuestras intenciones y
conductas en la perspectiva fundante de ese seguimiento, aclarando
que si la familia llega a constituír una afección desordenada, es
decir, que no se inscribe en la dinámica del reino de Dios, se
invita a hacer con ella una ruptura liberadora.
Mateo
escribe un evangelio para comunidades judías que se han convertido
al cristianismo. En ese contexto, la referencia al desapego familiar
alude a la estima desmesurada que los judíos tenían por sus
parientes, asunto que se podía convertir en un apego paralizante.
Ante eso, el proyecto de Jesús demanda más porque se trata de un
amor siempre mayor y universal referido a todo tipo de prójimo,
capaz de trascender el limitado ámbito de la familia, de la raza, o
de la nación.
Amar
a Jesús no se reduce a una dimensión intimista, individual,
privada. Seguir su camino es amar a Dios y al ser humano como él los
amó, hasta la donación total de la propia vida, es darse por
completo a su proyecto que es la gran utopía del Padre Dios, un amor
que llega incluso al extremo del perdón a los enemigos y de la
inclusión de los mismos en su universo de afectos y solidaridades.
Esto explica con nitidez las fuertes palabras de este evangelio.
“El
que no tome su cruz y me siga detrás no es digno de mi. El que
encuentre su vida, la perderá , y el que pierda su vida por mí, la
encontrará”
(Mateo 10: 38-39), son expresiones que vienen a corroborar lo
anterior. Al respecto, se impone aclarar que el camino cristiano
no es el de renuncias voluntaristas que rompen el dinamismo afectivo
de la persona, ni el de prácticas penitenciales que violenten a
quien decida tomar esta opción de la Buena Noticia. Es preciso hacer
un severo control de calidad a ciertos contenidos y prácticas que
bajo el título de cristianas se han desviado de la originalidad del
Evangelio y se han convertido en un conjunto de religiosidades
rituales, legalistas, que a menudo sofocan la libertad y la humanidad
misma de quien los sigue.
Tomar
la cruz y seguir a Jesús es asumir con radical generosidad que en El
descubrimos la alternativa genuina de la libertad y del amor, perder
la vida por él es dar lo mejor de sí para implantar en la historia
de la humanidad una lógica en la que todos los somos iguales, en la
que la mesa de la vida sea servida equitativamente , en la que la
dignidad de los hijos del mismo Padre sea constantemente reconocida,
en la que el servicio y la solidaridad sean sustanciales en los
proyectos de vida de quienes se comprometan con esta causa.
Siguiendo
aquello que tantas veces hemos afirmado en estas reflexiones, no
podemos eludir el carácter contestatario y contracultural de la
Buena Noticia de Jesús. Cuando el mundo y la sociedad deciden que el
poder y el dinero son los indicadores de felicidad, el proyecto
evangélico afirma y realiza la fraternidad y la mesa compartida, y
se desposee de toda pretensión de dominio sobre los demás para
indicar que el reino de Dios y su justicia pasa esencialmente por
asumir al prójimo como la responsabilidad determinante de la
felicidad.
Por
otra parte, Pablo afirma muy bien la radicalidad del amor cristiano
mediante la comparación entre la muerte y la inmersión bautismal,
tal es el sentido de la segunda lectura de este domingo:
“Por medio del bautismo fuimos, pues, sepultados con él en la
muerte, a fin de que, al igual que Cristo resucitó de entre los
muertos mediante la portentosa actuación del Padre, así también
nosotros vivamos una vida nueva” (Romanos
6: 4).
Ser
cristianos es morir a todo tipo de apego, familiar, económico,
cultural, incluyendo el afecto desordenado a sí mismo. La novedad
evangélica se manifiesta en la transformación radical de las
relaciones humanas, en la resurrección a una vida nueva llena de
afectos volcados hacia la humanidad sufriente, hacia las causas
mayores de justicia y de libertad, hacia la significación
sacramental de la Iglesia que tiene su centro y sentido en la persona
de Jesús y en la realización de la “salida misionera” para
anunciar a todos esa noticia cargada de esperanza y de vitalidad
teologal.
La
presencia del Resucitado es la convicción central en la que se
arraigan estas orientaciones, es la que hace posible dejar atrás eso
que Pablo llama el hombre viejo para acceder a la novedad pascual: “Y
si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él,
pues sabemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya
no vuelve a morir, y que la muerte carece ya de poder sobre él”
(Romanos 6: 8 – 10).
Esta realidad, que
fundamenta la fe de la Iglesia, no es un acontecimiento para el “más
allá”, ella empieza en la historia cuando acogemos el don de
Jesús, cuando optamos por vivir como él, cuando nos dejamos
impregnar por su pasión por el reino de Dios y su justicia, cuando
renunciamos al vano honor del mundo y nos empeñamos en ser
servidores de todos llevándolos por las sendas del Padre hasta la
consumación definitiva cuando pasemos la frontera de esta vida hacia
la Vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario