“Señor,
cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano?
Hasta siete veces? Le respondió Jesús: no te digo hasta siete
veces, sino hasta setenta veces siete”
(Mateo
18: 21-22)
Lecturas:
- Eclesiástico 27:33 a 28:9
- Salmo 102: 1-12
- Romanos 14:7-9
- Mateo 18: 21-35
En
la cultura religioso-moral del Antiguo Testamento la ley del talión
determinaba la manera como las personas reaccionaban cuando eran
ofendidas, vengándose con la precisión matemática contenida en la
expresión “ojo por ojo, diente por diente”, tal norma imponía
un castigo que se identificaba exactamente con la ofensa infligida.
La legislación civil y religiosa autorizaba al agredido a responder
con la misma medida con la que había sido vilipendiado:
“Pero cuando haya lesiones , las pagarás: vida por vida, ojo por
ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por
quemadura, herida por herida, golpe por golpe” (Exodo
21:23-24).
Como
contrapartida aparece Jesús, siempre desafiando la milimétrica
lógica imperante, siempre ejerciendo una misericordia ilimitada,
desconocedora de la estrechez de miras de la mentalidad que subyace
en la ley del talión: “Ustedes
han oído que se dijo ojo, por ojo, diente por diente. Pues yo les
digo que no opongan resistencia al que les hace mal. Antes bien, si
uno te da una bofetada en tu mejilla derecha, ofrécele también la
otra. Al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, déjale
también el manto….”
(Mateo 5: 38-40).
Este
es el asunto central que nos proponen las lecturas de este domingo,
en perfecta coherencia con lo que el Papa Francisco nos planteó a
los colombianos en su rica visita de la semana anterior, disposición
radical, sin reservas, para el perdón y la reconciliación,
convirtiéndonos en constructores de una cultura del encuentro, según
su propia expresión.
Vale
la pena escuchar de nuevo a Francisco:
“Cómo haremos para dejar que entre la luz? Cuáles son los caminos
de reconciliación? Como María, decir sí a la historia completa, no
a una parte; como José, dejar de lado pasiones y orgullos; como
Jesucristo, hacernos cargo, asumir, abrazar esa historia, porque ahí
están ustedes, todos los colombianos, ahí está lo que somos y lo
que Dios puede hacer con nosotros si decimos sí a la verdad, a la
bondad, a la reconciliación. Y esto sólo es posible si llenamos de
la luz del Evangelio nuestras historias de pecado, violencia y
desencuentro. La reconciliación no es una palabra que debemos
considerar como abstracta; si eso fuera así, sólo traería
esterilidad, traería más distancia. Reconciliarse es abrir una
puerta a todas y a cada una de las personas que han vivido la
dramática realidad del conflicto. Cuándo las víctimas vencen la
comprensible tentación de la venganza, se convierten en los
protagonistas más creíbles de los procesos de construcción de paz”
(Papa Francisco. Homilía en la Eucaristía en Villavicencio, 8 de
septiembre 2017).
La
exigencia del perdón es la más radical que hace Jesús a quienes se
interesan en su persona y en su proyecto de vida. Un juicioso
antecedente de tal invitación lo encontramos en el texto del
Eclesiástico, primera lectura de este domingo, escrito sapiencial
que proporciona orientaciones éticas y morales para ayudar a la
madurez de la persona y a la salud de la convivencia social,
advirtiendo que la venganza, además de herir a otros, se vuelve
también en contra del agresor. Es claro en afirmar que no se puede
aspirar al perdón de los pecados propios si no hay apertura a
perdonar a los demás.
En
el evangelio, Pedro salta a la escena para consultar a Jesús sobre
temas candentes que se les presentaban a las nacientes comunidades
cristianas que vivían en ambiente judío, intransigente este último
en cuanto a la observancia de la ley. Recordemos que muchos de los
episodios referidos por los evangelistas no son rigurosamente
históricos pero sí fundamentados en la historia real de Jesús y de
sus discípulos. En estas narraciones se escenifican diálogos del
Señor con sus discípulos y con otras personas para transmitir
enseñanzas fundamentales para su seguimiento.
Pedro
pregunta por el límite del perdón: “Señor,
cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano?
Hasta siete veces? Le respondió Jesús: no te digo hasta siete
veces, sino hasta setenta veces siete”
(Mateo 18: 21-22). La alusión al número siete, considerado número
de la perfección de Dios, en el lenguaje bíblico, significa perdón
sin medida, perdón incondicional. Jesús acude a la parábola del
siervo sin entrañas para explicar a sus oyentes los alcances de la
misericordia contenida en el acto de perdonar.
La
contestación de Jesús está vinculada con el texto evangélico del
domingo anterior, en el que hay una evidente preocupación por el
pecado del prójimo, en el sentido constructivo de eliminar todo
obstáculo de la persona y de la comunidad, con la invitación al
ejercicio de la corrección fraterna.
En
el programa de Jesús no hay cabida para la venganza. El perdón es
una gracia que procede del amor y de la misericordia del Padre. Pero
exige abrir el corazón a una conversión profunda, es decir, a obrar
con los demás según los criterios de Dios y no con los del
sistema vigente. Hacernos conscientes de esto es una invitación para
aterrizar esta lógica teologal del perdón en el contexto de nuestra
historia nacional. Para eso tuvimos la bendición de la visita
pastoral del Papa Francisco.
La
incapacidad para el perdón es la causa determinante de la violencia
en nuestro país, la que nos ha sumergido en esta larga historia de
destrucción y de muerte: guerras civiles en el siglo XIX, violencia
liberal-conservadora durante la primera mitad del siglo XX;
guerrillas de izquierda, paramilitares de derecha, narcotráfico,
bacrim, falsos positivos, delincuencia común, agresividad en la vida
cotidiana, incapacidad para reconocer con respeto a lo que es
diferente de nosotros, eliminación del adversario.
En
la catequesis católica tradicional se exigían cinco pasos, para
obtener el perdón de los pecados: examen de conciencia, contrición
de corazón, propósito de enmienda, confesión de boca y
cumplimiento de la penitencia. Este proceso pone de presente que el
perdón y la reconciliación, si bien son una gracia de Dios, también
exigen un camino pedagógico y tangible que manifieste el deseo de
cambio y el compromiso serio para reparar el mal hecho. El modelo
clásico nos ayuda a establecer uno similar para remediar de raíz
los gravísimos males causados en tantos años de violencia.
El
Papa se ha dirigido a los colombianos dando un respaldo a la paz, más
allá de sus connotaciones políticas a favor o en contra, él ha
venido a invitar a construir un nuevo modo de convivencia social
animado por la superación de las venganzas y odios ancestrales,
reconociendo el natural pluralismo de nuestra sociedad, invocando a
los cristianos católicos y protestantes en los más íntimo de sus
convicciones espirituales, abriéndose a creyentes y no creyentes,
reivindicando la memoria de las víctimas, demandando justicia y
transparencia, impidiendo que la cizaña contamine las nobles
intenciones de quienes desean embarcarse definitivamente en la gran
aventura de la reconciliación.
La
parábola que completa el texto evangélico de este domingo es una
severa advertencia contra la incapacidad de perdonar, el perdonado
que no fue capaz de perdonar a su deudor. El relato de este siervo
inmisericorde deja claro que la vida en el reino de Dios y su
justicia significa experimentar el generosísimo perdón de Dios y
disponerse a transmitirlo a los demás, no en piadosas actuaciones
ocasionales sino en conductas que se conviertan en permanentes
proyectos de vida.
En
las peticiones del Padre Nuestro, la clásica plegaria del
cristianismo, se expresa esta intencionalidad:
“Perdónanos el mal que hemos hecho, así como nosotros hemos
perdonado a los que nos han hecho mal” (Mateo
6: 12. Estas palabras establecen una lógica de complementariedad y
coherencia entre la demanda que hacemos a Dios de nuestras
fragilidades y las que debemos a los prójimos, preferentemente a
aquellos que nos han lastimado, y también a quienes hemos ofendido.
Este puede ser el mayor indicador de la grandeza de un ser humano,
máxime si se trata de un seguidor de Aquel que, humillado y sometido
a ignominia siendo el justo por excelencia, expresó con dramática
elocuencia: “Padre,
perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lucas
23: 34).
Es
imperativo revisar nuestras conciencias individuales y verificar cómo
ellas se proyectan a la gran sociedad, detectar si albergamos
sentimientos de venganza, si somos destructivos en nuestras
apreciaciones de los demás, si – en nombre de unas pretendidas
verdades y superioridades morales – estamos integrados a las
violencias simbólicas, si somos incapaces de aceptar la rica
pluralidad de la condición humana, si suscribimos posturas políticas
de odios y rencores, si las víctimas están ausentes de nuestra
sensibilidad.
Para
descubrir por qué tenemos que seguir amando a quienes nos han hecho
daño, tenemos que descubrir los motivos del genuino amor a los
demás. Si yo amo solamente a las personas que son amables, no salgo
de la dinámica del egoísmo. El amor a quienes son amables no es
garantía de un amor auténtico. Si no perdonamos a todos y por
todo, si no nos dejamos seducir por la incondicionalidad del amor del
Padre, nuestro amor es nulo, porque si perdonamos unas ofensas y
otras no, lo nuestro carece de sentido teologal y de sentido humano.
Nuestras
comunidades cristianas deben ser espacios propicios y activos a favor
de una verdadera reconciliación basada en la justicia, la verdad y
la misericordia, los tres elementos debidamente articulados entre sí.
El Evangelio no tolera la impunidad. En cuanto Iglesia estamos
llamados a respaldar los procesos de reconciliación, como este de
Colombia que se constituye en la gran responsabilidad histórica para
la Iglesia y para todos en esta sociedad, siempre con el vigor de la
profecía que denuncia lo que es contrario al querer de Dios y a la
dignidad humana.
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