domingo, 17 de septiembre de 2017

COMUNITAS MATUTINA 17 DE SEPTIEMBRE DOMINGO XXIV DEL TIEMPO ORDINARIO

Señor, cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? Hasta siete veces? Le respondió Jesús: no te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”
(Mateo 18: 21-22)

Lecturas:
  1. Eclesiástico 27:33 a 28:9
  2. Salmo 102: 1-12
  3. Romanos 14:7-9
  4. Mateo 18: 21-35
En la cultura religioso-moral del Antiguo Testamento la ley del talión determinaba la manera como las personas reaccionaban cuando eran ofendidas, vengándose con la precisión matemática contenida en la expresión “ojo por ojo, diente por diente”, tal norma imponía un castigo que se identificaba exactamente con la ofensa infligida. La legislación civil y religiosa autorizaba al agredido a responder con la misma medida con la que había sido vilipendiado: “Pero cuando haya lesiones , las pagarás: vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe” (Exodo 21:23-24).
Como contrapartida aparece Jesús, siempre desafiando la milimétrica lógica imperante, siempre ejerciendo una misericordia ilimitada, desconocedora de la estrechez de miras de la mentalidad que subyace en la ley del talión: “Ustedes han oído que se dijo ojo, por ojo, diente por diente. Pues yo les digo que no opongan resistencia al que les hace mal. Antes bien, si uno te da una bofetada en tu mejilla derecha, ofrécele también la otra. Al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, déjale también el manto….” (Mateo 5: 38-40).
Este es el asunto central que nos proponen las lecturas de este domingo, en perfecta coherencia con lo que el Papa Francisco nos planteó a los colombianos en su rica visita de la semana anterior, disposición radical, sin reservas, para el perdón y la reconciliación, convirtiéndonos en constructores de una cultura del encuentro, según su propia expresión.
Vale la pena escuchar de nuevo a Francisco: “Cómo haremos para dejar que entre la luz? Cuáles son los caminos de reconciliación? Como María, decir sí a la historia completa, no a una parte; como José, dejar de lado pasiones y orgullos; como Jesucristo, hacernos cargo, asumir, abrazar esa historia, porque ahí están ustedes, todos los colombianos, ahí está lo que somos y lo que Dios puede hacer con nosotros si decimos sí a la verdad, a la bondad, a la reconciliación. Y esto sólo es posible si llenamos de la luz del Evangelio nuestras historias de pecado, violencia y desencuentro. La reconciliación no es una palabra que debemos considerar como abstracta; si eso fuera así, sólo traería esterilidad, traería más distancia. Reconciliarse es abrir una puerta a todas y a cada una de las personas que han vivido la dramática realidad del conflicto. Cuándo las víctimas vencen la comprensible tentación de la venganza, se convierten en los protagonistas más creíbles de los procesos de construcción de paz” (Papa Francisco. Homilía en la Eucaristía en Villavicencio, 8 de septiembre 2017).
La exigencia del perdón es la más radical que hace Jesús a quienes se interesan en su persona y en su proyecto de vida. Un juicioso antecedente de tal invitación lo encontramos en el texto del Eclesiástico, primera lectura de este domingo, escrito sapiencial que proporciona orientaciones éticas y morales para ayudar a la madurez de la persona y a la salud de la convivencia social, advirtiendo que la venganza, además de herir a otros, se vuelve también en contra del agresor. Es claro en afirmar que no se puede aspirar al perdón de los pecados propios si no hay apertura a perdonar a los demás.
En el evangelio, Pedro salta a la escena para consultar a Jesús sobre temas candentes que se les presentaban a las nacientes comunidades cristianas que vivían en ambiente judío, intransigente este último en cuanto a la observancia de la ley. Recordemos que muchos de los episodios referidos por los evangelistas no son rigurosamente históricos pero sí fundamentados en la historia real de Jesús y de sus discípulos. En estas narraciones se escenifican diálogos del Señor con sus discípulos y con otras personas para transmitir enseñanzas fundamentales para su seguimiento.
Pedro pregunta por el límite del perdón: “Señor, cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? Hasta siete veces? Le respondió Jesús: no te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mateo 18: 21-22). La alusión al número siete, considerado número de la perfección de Dios, en el lenguaje bíblico, significa perdón sin medida, perdón incondicional. Jesús acude a la parábola del siervo sin entrañas para explicar a sus oyentes los alcances de la misericordia contenida en el acto de perdonar.
La contestación de Jesús está vinculada con el texto evangélico del domingo anterior, en el que hay una evidente preocupación por el pecado del prójimo, en el sentido constructivo de eliminar todo obstáculo de la persona y de la comunidad, con la invitación al ejercicio de la corrección fraterna.
En el programa de Jesús no hay cabida para la venganza. El perdón es una gracia que procede del amor y de la misericordia del Padre. Pero exige abrir el corazón a una conversión profunda, es decir, a obrar con los demás según los criterios de Dios y no con los del sistema vigente. Hacernos conscientes de esto es una invitación para aterrizar esta lógica teologal del perdón en el contexto de nuestra historia nacional. Para eso tuvimos la bendición de la visita pastoral del Papa Francisco.
La incapacidad para el perdón es la causa determinante de la violencia en nuestro país, la que nos ha sumergido en esta larga historia de destrucción y de muerte: guerras civiles en el siglo XIX, violencia liberal-conservadora durante la primera mitad del siglo XX; guerrillas de izquierda, paramilitares de derecha, narcotráfico, bacrim, falsos positivos, delincuencia común, agresividad en la vida cotidiana, incapacidad para reconocer con respeto a lo que es diferente de nosotros, eliminación del adversario.
En la catequesis católica tradicional se exigían cinco pasos, para obtener el perdón de los pecados: examen de conciencia, contrición de corazón, propósito de enmienda, confesión de boca y cumplimiento de la penitencia. Este proceso pone de presente que el perdón y la reconciliación, si bien son una gracia de Dios, también exigen un camino pedagógico y tangible que manifieste el deseo de cambio y el compromiso serio para reparar el mal hecho. El modelo clásico nos ayuda a establecer uno similar para remediar de raíz los gravísimos males causados en tantos años de violencia.
El Papa se ha dirigido a los colombianos dando un respaldo a la paz, más allá de sus connotaciones políticas a favor o en contra, él ha venido a invitar a construir un nuevo modo de convivencia social animado por la superación de las venganzas y odios ancestrales, reconociendo el natural pluralismo de nuestra sociedad, invocando a los cristianos católicos y protestantes en los más íntimo de sus convicciones espirituales, abriéndose a creyentes y no creyentes, reivindicando la memoria de las víctimas, demandando justicia y transparencia, impidiendo que la cizaña contamine las nobles intenciones de quienes desean embarcarse definitivamente en la gran aventura de la reconciliación.
La parábola que completa el texto evangélico de este domingo es una severa advertencia contra la incapacidad de perdonar, el perdonado que no fue capaz de perdonar a su deudor. El relato de este siervo inmisericorde deja claro que la vida en el reino de Dios y su justicia significa experimentar el generosísimo perdón de Dios y disponerse a transmitirlo a los demás, no en piadosas actuaciones ocasionales sino en conductas que se conviertan en permanentes proyectos de vida.
En las peticiones del Padre Nuestro, la clásica plegaria del cristianismo, se expresa esta intencionalidad: “Perdónanos el mal que hemos hecho, así como nosotros hemos perdonado a los que nos han hecho mal” (Mateo 6: 12. Estas palabras establecen una lógica de complementariedad y coherencia entre la demanda que hacemos a Dios de nuestras fragilidades y las que debemos a los prójimos, preferentemente a aquellos que nos han lastimado, y también a quienes hemos ofendido. Este puede ser el mayor indicador de la grandeza de un ser humano, máxime si se trata de un seguidor de Aquel que, humillado y sometido a ignominia siendo el justo por excelencia, expresó con dramática elocuencia: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lucas 23: 34).
Es imperativo revisar nuestras conciencias individuales y verificar cómo ellas se proyectan a la gran sociedad, detectar si albergamos sentimientos de venganza, si somos destructivos en nuestras apreciaciones de los demás, si – en nombre de unas pretendidas verdades y superioridades morales – estamos integrados a las violencias simbólicas, si somos incapaces de aceptar la rica pluralidad de la condición humana, si suscribimos posturas políticas de odios y rencores, si las víctimas están ausentes de nuestra sensibilidad.
Para descubrir por qué tenemos que seguir amando a quienes nos han hecho daño, tenemos que descubrir los motivos del genuino amor a los demás. Si yo amo solamente a las personas que son amables, no salgo de la dinámica del egoísmo. El amor a quienes son amables no es garantía de un amor auténtico. Si no perdonamos a todos y por todo, si no nos dejamos seducir por la incondicionalidad del amor del Padre, nuestro amor es nulo, porque si perdonamos unas ofensas y otras no, lo nuestro carece de sentido teologal y de sentido humano.
Nuestras comunidades cristianas deben ser espacios propicios y activos a favor de una verdadera reconciliación basada en la justicia, la verdad y la misericordia, los tres elementos debidamente articulados entre sí. El Evangelio no tolera la impunidad. En cuanto Iglesia estamos llamados a respaldar los procesos de reconciliación, como este de Colombia que se constituye en la gran responsabilidad histórica para la Iglesia y para todos en esta sociedad, siempre con el vigor de la profecía que denuncia lo que es contrario al querer de Dios y a la dignidad humana.

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