Discurso del Papa al llegar a Bogotá.
El evangelista recuerda que el llamado de los primeros discípulos fue a orillas del lago de Genesaret, allí donde la gente se aglutinaba para escuchar una voz capaz de orientarles e iluminarles; y también es el lugar donde los pescadores cierran sus fatigosas jornadas, en las que buscan el sustento para llevar una vida sin penurias, digna y feliz. Es la única vez en todo el Evangelio de Lucas en que Jesús predica junto al llamado mar de Galilea. En el mar abierto se confunden la esperada fecundidad del trabajo con la frustración por la inutilidad de los esfuerzos vanos. Según una antigua lectura cristiana, el mar también representa la inmensidad donde conviven todos los pueblos. Finalmente, por su agitación y oscuridad, evoca todo aquello que amenaza la existencia humana y que tiene el poder de destruirla.
Nosotros
usamos expresiones similares para definir multitudes; una marea humana,
un mar de gente. Ese día, Jesús tiene detrás de sí, el mar y frente a
Él, una multitud que lo ha seguido porque sabe de su conmoción ante el
dolor humano … y de sus palabras justas, profundas, certeras. Todos
ellos vienen a escucharlo, la Palabra de Jesús tiene algo especial que
no deja indiferente a nadie; su Palabra tiene poder para convertir
corazones, cambiar planes y proyectos. Es una Palabra probada en la
acción, no es una conclusión de escritorio, de acuerdos fríos y alejados
del dolor de la gente, por eso es una Palabra que sirve tanto para la
seguridad de la orilla como para la fragilidad del mar.
Esta querida
ciudad, Bogotá, y este hermoso país, Colombia, tienen mucho de estos
escenarios humanos presentados por el Evangelio. Aquí se encuentran
multitudes anhelantes de una palabra de vida, que ilumine con su luz
todos los esfuerzos y muestre el sentido y la belleza de la existencia
humana. Estas multitudes de hombres y mujeres, niños y ancianos habitan
una tierra de inimaginable fecundidad, que podría dar frutos para todos.
Pero también aquí, como en otras partes, hay densas tinieblas que
amenazan y destruyen la vida: las tinieblas de la injusticia y de la
inequidad social; las tinieblas corruptoras de los intereses personales o
grupales, que consumen de manera egoísta y desaforada lo que está
destinado para el bienestar de todos; las tinieblas del irrespeto por la
vida humana que siega a diario la existencia de tantos inocentes, cuya
sangre clama al cielo; las tinieblas de la sed de venganza y del odio
que mancha con sangre humana las manos de quienes se toman la justicia
por su cuenta; las tinieblas de quienes se vuelven insensibles ante el
dolor de tantas víctimas. A todas esas tinieblas Jesús las disipa y
destruye con su mandato en la barca de Pedro: “Navega mar adentro” (Lc
5,4).
Nosotros
podemos enredarnos en discusiones interminables, sumar intentos fallidos
y hacer un elenco de esfuerzos que han terminado en nada; igual que
Pedro, sabemos qué significa la experiencia de trabajar sin ningún
resultado. Esta Nación también sabe de ello, cuando por un período de 6
años, allá al comienzo, tuvo 16 presidentes y pagó caro sus divisiones
(“la patria boba”); también la Iglesia en Colombia sabe de trabajos
pastorales vanos e infructuosos, pero como Pedro, también somos capaces
de confiar en el Maestro, cuya palabra suscita fecundidad incluso allí
donde la inhospitalidad de las tinieblas humanas hace infructuosos
tantos esfuerzos y fatigas. Pedro es el hombre que acoge decidido la
invitación de Jesús, que lo deja todo y lo sigue, para transformarse en
nuevo pescador, cuya misión consiste en llevar a sus hermanos al Reino
de Dios, donde la vida se hace plena y feliz.
Pero el
mandato de echar las redes no está dirigido sólo a Simón Pedro; a él le
ha tocado navegar mar adentro, como aquellos en vuestra patria que han
visto primero lo que más urge, aquellos que han tomado iniciativas de
paz, de vida. Echar las redes entraña responsabilidad. En Bogotá y en
Colombia peregrina una inmensa comunidad, que está llamada a convertirse
en una red vigorosa que congregue a todos en la unidad, trabajando en
la defensa y en el cuidado de la vida humana, particularmente cuando es
más frágil y vulnerable: en el seno materno, en la infancia, en la
vejez, en las condiciones de discapacidad y en las situaciones de
marginación social. También multitudes que viven en Bogotá y en Colombia
pueden llegar a ser verdaderas comunidades vivas, justas y fraternas si
escuchan y acogen la Palabra de Dios. En estas multitudes evangelizadas
surgirán muchos hombres y mujeres convertidos en discípulos que, con un
corazón verdaderamente libre, sigan a Jesús; hombres y mujeres capaces
de amar la vida en todas sus etapas, de respetarlas, de promoverla.
Hace falta
llamarnos unos a otros, hacernos señas, como los pescadores, volver a
considerarnos hermanos, compañeros de camino, socios de esta empresa
común que es la patria. Bogotá y Colombia son, al mismo tiempo, orilla,
lago, mar abierto, ciudad por donde Jesús ha transitado y transita, para
ofrecer su presencia y su palabra fecunda, para sacar de las tinieblas y
llevarnos a la luz y la vida. Llamar a otros, a todos, para que nadie
quede al arbitrio de las tempestades; subir a la barca a todas las
familias, santuario de vida; hacer lugar al bien común por encima de los
intereses mezquinos o particulares, cargar a los más frágiles
promoviendo sus derechos.
Pedro
experimenta su pequeñez, lo inmenso de la Palabra y el accionar de
Jesús; Pedro sabe de sus fragilidades, de sus idas y venidas, como lo
sabemos nosotros, como lo sabe la historia de violencia y división de
vuestro pueblo que no siempre nos ha encontrado compartiendo barca,
tempestad, infortunios. Pero al igual que a Simón, Jesús nos invita a ir
mar adentro, nos impulsa al riesgo compartido, a dejar nuestros
egoísmos y a seguirlo. A perder miedos que no vienen de Dios, que nos
inmovilizan y retardan la urgencia de ser constructores de la paz,
promotores de la vida.
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