domingo, 3 de septiembre de 2017

COMUNITAS MATUTINA 3 DE SEPTIEMBRE DOMINGO XXII DEL TIEMPO ORDINARIO

Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la encontrará”
(Mateo 16: 25)
Lecturas:
  1. Jeremìas 20: 7-9
  2. Salmo 62
  3. Romanos 12: 1-2
  4. Mateo 16: 21-27

La Palabra de este domingo se concentra en las consecuencias dolorosas que conllevan el ministerio profético y el seguimiento de Jesùs. La primera lectura, de Jeremìas, y el evangelio, de Mateo, llaman la atención sobre el conflicto que tienen que afrontar tanto el profeta como Jesùs.
El ministerio profético de Jeremìas es especialmente doloroso, su servicio se enmarca en la experiencia del exilio vivida por el pueblo de Israel, desposeídos de su territorio, de su autonomía, de su templo, se ven abocados a replantear su fe en el Dios de la alianza, y a purificar su experiencia religiosa de la formalidad cultual y de la precaria autenticidad de sus vidas.
Jeremìas vivió esta dramática historia predicando y amenazando en vano a los reyes incapaces que se sucedìan en el trono de David; fue acusado de derrotismo, perseguido y encarcelado. A esto se une su temperamento extremadamente sensible y frágil, que tuvo que hacer frente a multitud de desgracias para èl mismo y para su pueblo.
Se viò desgarrado por una misión a la que no podía sustraerse: “Me has seducido, Yahvè, y me dejè seducir; me has agarrado y me has podido. He sido la irrisión cotidiana: todos me remedaban. Cada vez que abro la boca es para clamar: Atropello!, para gritar: Me roban! La palabra de Yahvè ha sido para mì oprobio y befa cotidiana” (Jeremìas 20: 7-8).
La mayoría de los profetas bíblicos sufrieron experiencias similares, rechazados por sus propios hermanos y por las autoridades correspondientes. Muchos de ellos padecieron el destierro y la muerte ignominiosa, pero pudo màs la fidelidad a Yahvè y a su pueblo, a la misión encomendada, que su seguridad y bienestar. La Palabra de Dios penetra hasta lo màs profundo del profeta y lo abrasa hasta el punto de quitar su tranquilidad y de mantenerlo siempre en estado de alerta.
De aquí podemos trasladarnos a los relatos de cristianos heroicos, que no cedieron a la perversidad de injustos y poderosos, que no transaron sus convicciones, que se mantuvieron firmes en sus denuncias de tal o cual estado de cosas inadmisibles para los valores evangélicos y para el humanismo autèntico, que defendieron la dignidad de sus pròjimos, hasta el extremo de ofrecer su vida martirialmente: “Nadie tiene mayor amor que aquel que es capaz de dar la vida por las personas que ama” (Juan 15: 13).
Pasan por nuestra mente y corazón los mártires del cristianismo primitivo, los que dieron sus vidas en el horror de los campos de concentración stalinianos y nazis en la II guerra mundial, los que murieron víctimas de las atrocidades de las dictaduras militares latinoamericanas en el siglo XX, los misioneros y catequistas que se resistían a abjurar de su fe en el Japòn de los siglos XVII y XVIII, los líderes sociales de Colombia asesinados por su defensa comprometida de la paz y de la dignidad humana.
El padre Alfred Delp (1907-1945), jesuita alemán, es uno de estos testigos proféticos del reino de Dios y su justicia. Por su actividad de denuncia de la barbarie nazi es llevado a un campo de concentración en las afueras de Berlìn, el 28 de julio de 1944. Al enterarse de la sentencia de muerte escribe a sus compañeros: “Ahora tengo que emprender otro camino. Se ha solicitado para mì la pena de muerte, y la atmòsfera està tan cargada de odio y hostilidad que he de contar hoy con que será dictada y ejecutada. Doy gracias a la Compañìa de Jesùs por toda su bondad, compañerismo y ayuda, también y especialmente en estas duras semanas. Pido perdón por muchas cosas falsas e injustas, y suplico un poco de ayuda y cuidado de mis padres, ancianos y enfermos. La verdadera razón de la condena es que soy y he seguido siendo jesuita” (DELP,Alfred. Escritos desde la prisión. Editorial Sal Terrae, 2012; página 222).
El texto de Mateo aborda esta cuestión esencial de la existencia cristiana presentando el discipulado como seguimiento de Jesùs hasta la cruz. Jesùs pone de manifiesto a sus discípulos que el camino de la resurrección està vinculado estrechamente a la experiencia dolorosa de la cruz. El núcleo principal es el primer anuncio de la pasión. Los discípulos, simbolizados en la persona de Pedro, no son capaces de comprender esta dura de realidad y se resisten a admitirla: “Pedro se lo llevò aparta y se puso a reprenderlo diciendo: Ni se te ocurra, Señor! De ningún modo te sucederà eso!” (Mateo 16: 22).
Para ellos su expectativa se concentra en un mesianismo glorioso y triunfante, ideas muy propias del judaísmo de ese momento. Son criterios mundanos, parecidos a los que se manifiestan con pesadumbre cuando alguien decide emprender un modo de vida en el que la abnegación y el sacrificio son el pan de cada dìa. Jesùs rechaza enfáticamente esa mentalidad con palabras muy severas: “Pero èl, volviéndose , dijo a Pedro: Quìtate de mi vista, Satanàs! Sòlo me sirves de escàndalo, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres” (Mateo 16: 23).
No hay verdadero discipulado si no se asume el mismo camino del Maestro. El anuncio genuino del Evangelio trae consigo persecución y sufrimiento. Tomar la cruz significa participar en la muerte y en la resurrección de Jesùs, la pèrdida de la vida por su causa habilita al discípulo para alcanzarla en plenitud junto a Dios: “Si alguno quiere venir en pos de mì, niéguese a sì mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderà; pero quien pierda su vida por mì, la encontrarà. Pues, de què le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?” (Mateo 16: 25-26).
Hay que advertir ènfaticamente que el camino de seguimiento de Jesùs no contiene una exaltación del sufrimiento por sì mismo, ni es una propuesta masoquista que promueve el autocastigo o que se abstiene neuróticamente del gozo de vivir. Se hace una invitación al amor sin medida, al reconocimiento constante de la dignidad del ser humano, a la denuncia de todo lo que atente contra este valor esencial, a poner en tela de juicio el mundo del poder, de la vanidad, del consumismo, de la ambición de riquezas, a rechazar el olvido de la solidaridad y de la justicia, todo esto como consecuencia de seguir con fidelidad el itinerario de Jesùs, condensado en el espíritu de las bienaventuranzas.
En el bautismo se nos ha configurado con Jesùs, en su muerte y en su pascua, dice la tradición cristiana que por este sacramento adquirimos la condición de sacerdotes-miembros del pueblo que significa con eficacia la mediación de salvación – la Iglesia - ; profetas-anunciadores de la Buena Noticia de la vida abundante de Dios para toda la humanidad y dispuestos a denunciar todo lo que va en contravía de este proyecto; reyes-servidores que asumimos la realeza de Cristo, no siguiendo el modo mundano enfáticamente rechazado por èl, sino sirviendo generosamente al prójimo. Y en todo esto dispuestos a identificarnos con las exigencias de su cruz.
No podemos prescindir del profetismo en el seguimiento de Jesùs. Muchos cristianos se han jugado la vida por la defensa de los valores contenidos en el Evangelio, han enfrentado contradicciones, han renunciado a la vida cómoda e instalada para anunciar que hay una manera cualitativamente distinta de vida que no fundamenta su sentido ni en el dinero ni en el poder absoluto ni en la dominación injusta de los hermanos, sino en el sacrificio, en el ejercicio de la solidaridad, en la mesa compartida, en la tantas veces mencionada radical projimidad, estas últimas garantía del màs autèntico y liberador sentido de la vida.
Dice nuestro admirado y querido Monseñor Romero, Beato Romero de Amèrica, en anotación de su diario, el 2 de abril de 1978, Domingo de Pascua de ese año: “Prediquè el Evangelio, hice alusión a la tumba vacìa de Jesucristo resucitado y a la tumba cerrada del Padre Alfonso Navarro que el año pasado, precisamente en esta fiesta, había mostrado todo su entusiasmo de párroco en una parroquia que es testimonio de la resurrección de Cristo. Su tumba cerrada, después de haberlo asesinado, esa tumba cerrada podía significar como un fracaso de la redención y de la resurrección de Cristo y, sin embargo, era el signo de una esperanza. Nuestros muertos han de resucitar y las tumbas de nuestros muertos que hoy están selladas con el triunfo de la muerte, un dìa serán también como la de Cristo: tumbas vacìas. La tumba vacìa de Cristo es una evocación del triunfo definitivo, de la redención consumada” (ROMERO,Oscar Arnulfo. Diario, editado por Fundaciòn Monseñor Romero, página 8).
El texto de la segunda lectura de hoy – carta a los Romanos – es un aval para todo lo expresado hasta aquí, Pablo invita a que nuestro culto sea ofrenda de todo lo que somos a Dios y al prójimo, la existencia recta y amorosa como significación plena de esta nueva manera de vivir: “Los exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que se ofrezcan a ustedes mismos como un sacrificio vivo, santo, y agradable a Dios” (Romanos 12: 1).

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