“Porque
quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida
por mí, la encontrará”
(Mateo
16: 25)
Lecturas:
- Jeremìas 20: 7-9
- Salmo 62
- Romanos 12: 1-2
- Mateo 16: 21-27
La
Palabra de este domingo se concentra en las consecuencias dolorosas
que conllevan el ministerio profético y el seguimiento de Jesùs. La
primera lectura, de Jeremìas, y el evangelio, de Mateo, llaman la
atención sobre el conflicto que tienen que afrontar tanto el profeta
como Jesùs.
El
ministerio profético de Jeremìas es especialmente doloroso, su
servicio se enmarca en la experiencia del exilio vivida por el pueblo
de Israel, desposeídos de su territorio, de su autonomía, de su
templo, se ven abocados a replantear su fe en el Dios de la alianza,
y a purificar su experiencia religiosa de la formalidad cultual y de
la precaria autenticidad de sus vidas.
Jeremìas
vivió esta dramática historia predicando y amenazando en vano a los
reyes incapaces que se sucedìan en el trono de David; fue acusado de
derrotismo, perseguido y encarcelado. A esto se une su temperamento
extremadamente sensible y frágil, que tuvo que hacer frente a
multitud de desgracias para èl mismo y para su pueblo.
Se
viò desgarrado por una misión a la que no podía sustraerse: “Me
has seducido, Yahvè, y me dejè seducir; me has agarrado y me has
podido. He sido la irrisión cotidiana: todos me remedaban. Cada vez
que abro la boca es para clamar: Atropello!, para gritar: Me roban!
La palabra de Yahvè ha sido para mì oprobio y befa cotidiana”
(Jeremìas
20: 7-8).
La
mayoría de los profetas bíblicos sufrieron experiencias similares,
rechazados por sus propios hermanos y por las autoridades
correspondientes. Muchos de ellos padecieron el destierro y la muerte
ignominiosa, pero pudo màs la fidelidad a Yahvè y a su pueblo, a la
misión encomendada, que su seguridad y bienestar. La Palabra de Dios
penetra hasta lo màs profundo del profeta y lo abrasa hasta el punto
de quitar su tranquilidad y de mantenerlo siempre en estado de
alerta.
De
aquí podemos trasladarnos a los relatos de cristianos heroicos, que
no cedieron a la perversidad de injustos y poderosos, que no
transaron sus convicciones, que se mantuvieron firmes en sus
denuncias de tal o cual estado de cosas inadmisibles para los valores
evangélicos y para el humanismo autèntico, que defendieron la
dignidad de sus pròjimos, hasta el extremo de ofrecer su vida
martirialmente: “Nadie
tiene mayor amor que aquel que es capaz de dar la vida por las
personas que ama”
(Juan 15: 13).
Pasan
por nuestra mente y corazón los mártires del cristianismo
primitivo, los que dieron sus vidas en el horror de los campos de
concentración stalinianos y nazis en la II guerra mundial, los que
murieron víctimas de las atrocidades de las dictaduras militares
latinoamericanas en el siglo XX, los misioneros y catequistas que se
resistían a abjurar de su fe en el Japòn de los siglos XVII y
XVIII, los líderes sociales de Colombia asesinados por su defensa
comprometida de la paz y de la dignidad humana.
El
padre Alfred Delp (1907-1945), jesuita alemán, es uno de estos
testigos proféticos del reino de Dios y su justicia. Por su
actividad de denuncia de la barbarie nazi es llevado a un campo de
concentración en las afueras de Berlìn, el 28 de julio de 1944. Al
enterarse de la sentencia de muerte escribe a sus compañeros: “Ahora
tengo que emprender otro camino. Se ha solicitado para mì la pena de
muerte, y la atmòsfera està tan cargada de odio y hostilidad que
he de contar hoy con que será dictada y ejecutada. Doy gracias a la
Compañìa de Jesùs por toda su bondad, compañerismo y ayuda,
también y especialmente en estas duras semanas. Pido perdón por
muchas cosas falsas e injustas, y suplico un poco de ayuda y cuidado
de mis padres, ancianos y enfermos. La verdadera razón de la condena
es que soy y he seguido siendo jesuita” (DELP,Alfred.
Escritos desde la prisión. Editorial Sal Terrae, 2012; página 222).
El
texto de Mateo aborda esta cuestión esencial de la existencia
cristiana presentando el discipulado como seguimiento de Jesùs hasta
la cruz. Jesùs pone de manifiesto a sus discípulos que el camino de
la resurrección està vinculado estrechamente a la experiencia
dolorosa de la cruz. El núcleo principal es el primer anuncio de la
pasión. Los discípulos, simbolizados en la persona de Pedro, no son
capaces de comprender esta dura de realidad y se resisten a
admitirla: “Pedro
se lo llevò aparta y se puso a reprenderlo diciendo: Ni se te
ocurra, Señor! De ningún modo te sucederà eso!”
(Mateo 16: 22).
Para
ellos su expectativa se concentra en un mesianismo glorioso y
triunfante, ideas muy propias del judaísmo de ese momento. Son
criterios mundanos, parecidos a los que se manifiestan con pesadumbre
cuando alguien decide emprender un modo de vida en el que la
abnegación y el sacrificio son el pan de cada dìa. Jesùs rechaza
enfáticamente esa mentalidad con palabras muy severas: “Pero
èl, volviéndose , dijo a Pedro: Quìtate de mi vista, Satanàs!
Sòlo me sirves de escàndalo, porque tus pensamientos no son los de
Dios, sino los de los hombres”
(Mateo 16: 23).
No
hay verdadero discipulado si no se asume el mismo camino del Maestro.
El anuncio genuino del Evangelio trae consigo persecución y
sufrimiento. Tomar la cruz significa participar en la muerte y en la
resurrección de Jesùs, la pèrdida de la vida por su causa habilita
al discípulo para alcanzarla en plenitud junto a Dios:
“Si alguno quiere venir en pos de mì, niéguese a sì mismo, tome
su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderà;
pero quien pierda su vida por mì, la encontrarà. Pues, de què le
servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?”
(Mateo
16: 25-26).
Hay
que advertir ènfaticamente que el camino de seguimiento de Jesùs no
contiene una exaltación del sufrimiento por sì mismo, ni es una
propuesta masoquista que promueve el autocastigo o que se abstiene
neuróticamente del gozo de vivir. Se hace una invitación al amor
sin medida, al reconocimiento constante de la dignidad del ser
humano, a la denuncia de todo lo que atente contra este valor
esencial, a poner en tela de juicio el mundo del poder, de la
vanidad, del consumismo, de la ambición de riquezas, a rechazar el
olvido de la solidaridad y de la justicia, todo esto como
consecuencia de seguir con fidelidad el itinerario de Jesùs,
condensado en el espíritu de las bienaventuranzas.
En
el bautismo se nos ha configurado con Jesùs, en su muerte y en su
pascua, dice la tradición cristiana que por este sacramento
adquirimos la condición de sacerdotes-miembros del pueblo que
significa con eficacia la mediación de salvación – la Iglesia - ;
profetas-anunciadores de la Buena Noticia de la vida abundante de
Dios para toda la humanidad y dispuestos a denunciar todo lo que va
en contravía de este proyecto; reyes-servidores que asumimos la
realeza de Cristo, no siguiendo el modo mundano enfáticamente
rechazado por èl, sino sirviendo generosamente al prójimo. Y en
todo esto dispuestos a identificarnos con las exigencias de su cruz.
No
podemos prescindir del profetismo en el seguimiento de Jesùs. Muchos
cristianos se han jugado la vida por la defensa de los valores
contenidos en el Evangelio, han enfrentado contradicciones, han
renunciado a la vida cómoda e instalada para anunciar que hay una
manera cualitativamente distinta de vida que no fundamenta su sentido
ni en el dinero ni en el poder absoluto ni en la dominación injusta
de los hermanos, sino en el sacrificio, en el ejercicio de la
solidaridad, en la mesa compartida, en la tantas veces mencionada
radical projimidad, estas últimas garantía del màs autèntico y
liberador sentido de la vida.
Dice
nuestro admirado y querido Monseñor Romero, Beato Romero de Amèrica,
en anotación de su diario, el 2 de abril de 1978, Domingo de Pascua
de ese año: “Prediquè
el Evangelio, hice alusión a la tumba vacìa de Jesucristo
resucitado y a la tumba cerrada del Padre Alfonso Navarro que el año
pasado, precisamente en esta fiesta, había mostrado todo su
entusiasmo de párroco en una parroquia que es testimonio de la
resurrección de Cristo. Su tumba cerrada, después de haberlo
asesinado, esa tumba cerrada podía significar como un fracaso de la
redención y de la resurrección de Cristo y, sin embargo, era el
signo de una esperanza. Nuestros muertos han de resucitar y las
tumbas de nuestros muertos que hoy están selladas con el triunfo de
la muerte, un dìa serán también como la de Cristo: tumbas vacìas.
La tumba vacìa de Cristo es una evocación del triunfo definitivo,
de la redención consumada” (ROMERO,Oscar
Arnulfo. Diario, editado por Fundaciòn Monseñor Romero, página 8).
El
texto de la segunda lectura de hoy – carta a los Romanos – es un
aval para todo lo expresado hasta aquí, Pablo invita a que nuestro
culto sea ofrenda de todo lo que somos a Dios y al prójimo, la
existencia recta y amorosa como significación plena de esta nueva
manera de vivir: “Los
exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que se
ofrezcan a ustedes mismos como un sacrificio vivo, santo, y agradable
a Dios” (Romanos
12: 1).
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