“Prepara
Yahvé para todos los pueblos en este monte un convite de manjares
enjundiosos, un convite de vinos generosos: manjares sustanciosos y
gustosos, vinos generosos, con solera”
(Isaías
25: 6)
Lecturas:
- Isaías 25: 6-10
- Salmo 22: 1-6
- Filipenses 4: 12-14 y 19-20
- Mateo 22: 1-14
El
salmo 22 y Filipenses, segunda lectura de este domingo, ponen de
relieve el cuidado y la protección de Dios hacia la humanidad:
“Yahvé es mi pastor, nada me falta. En verdes pastos me hace
reposar. Me conduce a fuentes tranquilas, allí reparo mis fuerzas”
(Salmo
22: 1-3), y Pablo comunica a los cristianos de Filipos el testimonio
de la compañía divina en su vida y el deseo de que esta se extienda
a toda la comunidad:
“Sé andar escaso y sobrado. Estoy avezado a todo y en todo: a la
saciedad y al hambre, a la abundancia y a la privación. Todo lo
puedo con Aquel que me da fuerzas”
(Filipenses 4: 12-13).
Dios
se manifiesta como sólo lo sabe hacer El: salvando, liberando, dando
vida, manteniendo en sus creaturas el dinamismo de su vitalidad,
todo esto con la connotación de universalidad, este deseo teologal
quiere ser para todos los seres humanos, don ofrecido a la libertad
de cada persona, no se impone ni violenta autonomías.
El
relato de Mateo – otra parábola como las de los domingos
anteriores – comparte ese horizonte de acogida universal, pero se
encuentra con el rechazo violento de tal iniciativa, expresado en la
parábola del banquete nupcial:
“Envió a sus siervos a llamar a los invitados a la boda, pero
estos no quisieron venir. Volvió a enviar otros siervos, con este
encargo: Digan a los invitados, miren , mi banquete está preparado.
Ya han sido matados mis novillos y animales cebados, y todo está a
punto. Vengan a la boda. Pero ellos no hicieron caso y se fueron: el
uno a su campo, el otro a su negocio, y los demás agarraron a los
siervos, los escarnecieron y los mataron”
(Mateo 22: 3-6).
Ante
tan rotunda negativa el rey ordena a su servidores que vayan a todos
los lugares, sin contemplar categorías ni disposiciones morales,
llamada universal que supera todas las diferencias humanas y reúne a
todos en un mismo banquete. Es una voluntad salvadora, ilimitada, que
aprovecha la hostilidad de unos – alusión a los judíos,
especialmente a sus dirigentes, como ya se ha visto en los anteriores
domingos – para manifestarse con esas características de
incondicionalidad y de abundancia.
Pero
en la segunda parte (versículos 11 a 14) hay un cambio brusco: haber
entrado no confiere el derecho automático a permanecer, para
participar plenamente en los beneficios del banquete es preciso
aceptar el don de la fe, la invitación que hace Jesús en nombre del
Padre, el deseo deliberado de seguirle con todas sus implicaciones.
Este es el contenido del “vestido de fiesta” que refiere el
evangelista: uno de los presentes no ha sido capaz de asumir el
compromiso ético implicado en la llamada.
La
tristeza ante Israel por no haber aceptado la invitación puede
transferirse a los miembros de la comunidad eclesial que no sean
capaces de vivir las exigencias que dimanan de la fiesta nupcial.
Recordemos que los relatos evangélicos son escritos mucho tiempo
después de los sucesos históricos de Jesús, surgidos en unas
comunidades que se enfrentan a incomprensiones y contradicciones por
parte de los judíos intransigentes que siguen viendo a Jesús y a
sus seguidores como un peligro para la estabilidad de su religión y
de su ordenamiento social.
Esa
manifestación de dureza va directamente a la cerrazón de los
judíos, a ellos provoca en la parábola con la invitación: “Vayan,
pues, a los cruces de los caminos e inviten a la boda a cuantos
encuentren. Los siervos salieron a los caminos, reunieron a todos los
que encontraron, malos y buenos, y la sala de bodas se llenó de
comensales”
(Mateo 22: 9-10), y añade una postura de mayor radicalidad con el
rechazo a quien no portaba el traje de bodas.
Esta
referencia es un llamado a los miembros “mudos” de la comunidad,
incapaces de producir frutos coherentes con su confesión de fe, y
también convocatoria a tomar en serio la invitación del rey. El
banquete del reino es un don gratuito de Dios pero exige que cada
persona tenga la disposición de aceptar los requerimientos que
conlleva la invitación.
En
este caso lo que quiere decir Jesús es que los creyentes, las
personas religiosas, en este caso los judíos de tradición, se
niegan a aceptar la invitación, mientras que los paganos sí lo
hacen. Bien sabemos que este asunto es reiterado en la predicación
de Jesús, con sus connotaciones de crítica a la no conversión de
quienes se dicen primeros observantes de la ley y los profetas, y
también de apertura universal a todo aquel que libremente acoja el
don gratuito de Dios. La parábola es una interpretación del
conflicto que tenía la comunidad de Mateo con las autoridades
judías.
Llegan
todos, buenos y malos, no hay distinciones morales pero, una vez en
el banquete, hay que asumir la lógica del reino de Dios y su
justicia. En el lenguaje de Jesús hay siempre una combinación de
exigencia y de misericordia, seguir su camino es incluyente, lo suyo
no parte de un moralismo rígido, solidario con el pecador no con el
pecado, se compadece profundamente de las debilidades humanas, mira
el trasfondo humilde de quien quiere dejarse seducir por su
propuesta, pero al mismo tiempo demanda seriedad y compromiso en el
seguimiento. No es asunto de medianías ni de cumplimientos
externos.
Por
otra parte, el texto de Isaías – primera lectura – es de notable
belleza teológica, el profeta está hablando a un pueblo que vive la
peor crisis de su historia, lo hace con una visión muy lúcida y
esperanzadora, seductora oferta para un pueblo sumido en la miseria y
el desencanto. El intento de Isaías es que el pueblo supere la dura
prueba, con la certeza de que Dios salva y consuela a todos:
“Enjugará
el Señor Yahvé las lágrimas de todos los rostros, y acabará con
el oprobio de su pueblo en toda la superficie del país” (Isaías
25: 8).
En
el Antiguo Testamento el banquete tiene el significado de los tiempos
mesiánicos, de la irrupción definitiva del favor de Dios para
transformar la tristeza y devolver el sentido de la vida a los
desencantados, El siempre dispuesto a saciar los más hondos anhelos
del ser humano: “Aquí
tenemos a nuestro Dios: esperamos que El nos salvara; El es Yahvé,
en quien esperábamos; celebremos con alegría su victoria” (Isaías
25: 9).
Los
nuevos invitados son todos los seres humanos, sin importar ni raza ni
condición social, ni religiosidad y – lo más escandaloso para
los judíos y similares – sin importar si son buenos o malos. Aquí
hay un dato decisivo para comprender la misión de Jesús, su Buena
Noticia que resignifica la vida de los condenados morales, de los
humillados y ofendidos, de los desolados por causa de las injusticias
de sus semejantes, de los rechazados por las instancias de religión
y de moralidad.
Tal
mensaje tiene hoy las mismas implicaciones que en tiempos de Jesús.
Dios sigue llamando a todos, sin excepción, pero cada uno responde
según sus prioridades e intereses. El centro del mensaje es la
iniciativa universal de salvación que se origina en el Padre, su
intención de que todos los seres humanos lleguen a su plenitud; con
esto, no admite la soberbia religioso moral de quienes presumen ser
los administradores de los dones de gracia y salvación, despreciando
y condenando a quienes – según ellos – no poseen las condiciones
de santidad y de moralidad para hacerse acreedores a tales
beneficios.
En
este orden de cosas, apreciemos estas palabras del Papa Francisco en
la Exhortación Apostólica “Amoris Laetitia” (Sobre el amor en
el matrimonio y en la familia): “Cristo
ha introducido como emblema de sus discípulos sobre todo la ley del
amor y del don de sí a los demás, y lo hizo a través de un
principio que un padre o una madre suelen testimoniar en su propia
existencia: Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por
sus amigos” (Juan 15: 13). Fruto del amor son también la
misericordia y el perdón. En esta línea, es muy emblemática la
escena que muestra a una adúltera en la explanada del templo de
Jerusalén, rodeada de sus acusadores, y luego sola con Jesús que no
la condena y la invita a una vida más digna”
(Juan 8: 1-11). (Amoris Laetitia, número 27).
Para
el auténtico proyecto cristiano no es admisible que unos pocos se
sientan los elegidos y denigren de la mayoría. La conciencia de la
fragilidad humana invita al realismo y a la esperanza, propiciando
que todos nos sintamos destinatarios del amor de Dios, sin juzgarnos
con hipocresía, conscientes de nuestros límites pero gozosos y
esperanzados por sentirnos invitados al banquete del reino.
No
es posible que algunos sigan empeñados en el pequeño y mezquino
negocio de una salvación individual sin darse cuenta de que una
salvación que no se ejerce en clave de solidaridad no es ni humana
ni cristiana. Gran pecado de muchos en el mundo cristiano ha sido
poner un envoltorio repugnante al evangelio, llenando la fe cristiana
de prohibiciones, de miedos y culpas, de dogmatismos y milimetrías
jurídicas, secuestrando la Buena Noticia y la esperanza de muchos en
el mundo.
La
parábola de este domingo es fuerte confrontación a estas
mentalidades estrechas e invitación para acceder al evangelio de la
misericordia y de la compasión.
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