domingo, 15 de octubre de 2017

COMUNITAS MATUTINA 15 DE OCTUBRE DOMINGO XXVIII DEL TIEMPO ORDINARIO

Prepara Yahvé para todos los pueblos en este monte un convite de manjares enjundiosos, un convite de vinos generosos: manjares sustanciosos y gustosos, vinos generosos, con solera”
(Isaías 25: 6)

Lecturas:
  1. Isaías 25: 6-10
  2. Salmo 22: 1-6
  3. Filipenses 4: 12-14 y 19-20
  4. Mateo 22: 1-14
El salmo 22 y Filipenses, segunda lectura de este domingo, ponen de relieve el cuidado y la protección de Dios hacia la humanidad: “Yahvé es mi pastor, nada me falta. En verdes pastos me hace reposar. Me conduce a fuentes tranquilas, allí reparo mis fuerzas” (Salmo 22: 1-3), y Pablo comunica a los cristianos de Filipos el testimonio de la compañía divina en su vida y el deseo de que esta se extienda a toda la comunidad: “Sé andar escaso y sobrado. Estoy avezado a todo y en todo: a la saciedad y al hambre, a la abundancia y a la privación. Todo lo puedo con Aquel que me da fuerzas” (Filipenses 4: 12-13).
Dios se manifiesta como sólo lo sabe hacer El: salvando, liberando, dando vida, manteniendo en sus creaturas el dinamismo de su vitalidad, todo esto con la connotación de universalidad, este deseo teologal quiere ser para todos los seres humanos, don ofrecido a la libertad de cada persona, no se impone ni violenta autonomías.
El relato de Mateo – otra parábola como las de los domingos anteriores – comparte ese horizonte de acogida universal, pero se encuentra con el rechazo violento de tal iniciativa, expresado en la parábola del banquete nupcial: “Envió a sus siervos a llamar a los invitados a la boda, pero estos no quisieron venir. Volvió a enviar otros siervos, con este encargo: Digan a los invitados, miren , mi banquete está preparado. Ya han sido matados mis novillos y animales cebados, y todo está a punto. Vengan a la boda. Pero ellos no hicieron caso y se fueron: el uno a su campo, el otro a su negocio, y los demás agarraron a los siervos, los escarnecieron y los mataron” (Mateo 22: 3-6).
Ante tan rotunda negativa el rey ordena a su servidores que vayan a todos los lugares, sin contemplar categorías ni disposiciones morales, llamada universal que supera todas las diferencias humanas y reúne a todos en un mismo banquete. Es una voluntad salvadora, ilimitada, que aprovecha la hostilidad de unos – alusión a los judíos, especialmente a sus dirigentes, como ya se ha visto en los anteriores domingos – para manifestarse con esas características de incondicionalidad y de abundancia.
Pero en la segunda parte (versículos 11 a 14) hay un cambio brusco: haber entrado no confiere el derecho automático a permanecer, para participar plenamente en los beneficios del banquete es preciso aceptar el don de la fe, la invitación que hace Jesús en nombre del Padre, el deseo deliberado de seguirle con todas sus implicaciones. Este es el contenido del “vestido de fiesta” que refiere el evangelista: uno de los presentes no ha sido capaz de asumir el compromiso ético implicado en la llamada.
La tristeza ante Israel por no haber aceptado la invitación puede transferirse a los miembros de la comunidad eclesial que no sean capaces de vivir las exigencias que dimanan de la fiesta nupcial. Recordemos que los relatos evangélicos son escritos mucho tiempo después de los sucesos históricos de Jesús, surgidos en unas comunidades que se enfrentan a incomprensiones y contradicciones por parte de los judíos intransigentes que siguen viendo a Jesús y a sus seguidores como un peligro para la estabilidad de su religión y de su ordenamiento social.
Esa manifestación de dureza va directamente a la cerrazón de los judíos, a ellos provoca en la parábola con la invitación: “Vayan, pues, a los cruces de los caminos e inviten a la boda a cuantos encuentren. Los siervos salieron a los caminos, reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos, y la sala de bodas se llenó de comensales” (Mateo 22: 9-10), y añade una postura de mayor radicalidad con el rechazo a quien no portaba el traje de bodas.
Esta referencia es un llamado a los miembros “mudos” de la comunidad, incapaces de producir frutos coherentes con su confesión de fe, y también convocatoria a tomar en serio la invitación del rey. El banquete del reino es un don gratuito de Dios pero exige que cada persona tenga la disposición de aceptar los requerimientos que conlleva la invitación.
En este caso lo que quiere decir Jesús es que los creyentes, las personas religiosas, en este caso los judíos de tradición, se niegan a aceptar la invitación, mientras que los paganos sí lo hacen. Bien sabemos que este asunto es reiterado en la predicación de Jesús, con sus connotaciones de crítica a la no conversión de quienes se dicen primeros observantes de la ley y los profetas, y también de apertura universal a todo aquel que libremente acoja el don gratuito de Dios. La parábola es una interpretación del conflicto que tenía la comunidad de Mateo con las autoridades judías.
Llegan todos, buenos y malos, no hay distinciones morales pero, una vez en el banquete, hay que asumir la lógica del reino de Dios y su justicia. En el lenguaje de Jesús hay siempre una combinación de exigencia y de misericordia, seguir su camino es incluyente, lo suyo no parte de un moralismo rígido, solidario con el pecador no con el pecado, se compadece profundamente de las debilidades humanas, mira el trasfondo humilde de quien quiere dejarse seducir por su propuesta, pero al mismo tiempo demanda seriedad y compromiso en el seguimiento. No es asunto de medianías ni de cumplimientos externos.
Por otra parte, el texto de Isaías – primera lectura – es de notable belleza teológica, el profeta está hablando a un pueblo que vive la peor crisis de su historia, lo hace con una visión muy lúcida y esperanzadora, seductora oferta para un pueblo sumido en la miseria y el desencanto. El intento de Isaías es que el pueblo supere la dura prueba, con la certeza de que Dios salva y consuela a todos: “Enjugará el Señor Yahvé las lágrimas de todos los rostros, y acabará con el oprobio de su pueblo en toda la superficie del país” (Isaías 25: 8).
En el Antiguo Testamento el banquete tiene el significado de los tiempos mesiánicos, de la irrupción definitiva del favor de Dios para transformar la tristeza y devolver el sentido de la vida a los desencantados, El siempre dispuesto a saciar los más hondos anhelos del ser humano: “Aquí tenemos a nuestro Dios: esperamos que El nos salvara; El es Yahvé, en quien esperábamos; celebremos con alegría su victoria” (Isaías 25: 9).
Los nuevos invitados son todos los seres humanos, sin importar ni raza ni condición social, ni religiosidad y – lo más escandaloso para los judíos y similares – sin importar si son buenos o malos. Aquí hay un dato decisivo para comprender la misión de Jesús, su Buena Noticia que resignifica la vida de los condenados morales, de los humillados y ofendidos, de los desolados por causa de las injusticias de sus semejantes, de los rechazados por las instancias de religión y de moralidad.
Tal mensaje tiene hoy las mismas implicaciones que en tiempos de Jesús. Dios sigue llamando a todos, sin excepción, pero cada uno responde según sus prioridades e intereses. El centro del mensaje es la iniciativa universal de salvación que se origina en el Padre, su intención de que todos los seres humanos lleguen a su plenitud; con esto, no admite la soberbia religioso moral de quienes presumen ser los administradores de los dones de gracia y salvación, despreciando y condenando a quienes – según ellos – no poseen las condiciones de santidad y de moralidad para hacerse acreedores a tales beneficios.
En este orden de cosas, apreciemos estas palabras del Papa Francisco en la Exhortación Apostólica “Amoris Laetitia” (Sobre el amor en el matrimonio y en la familia): “Cristo ha introducido como emblema de sus discípulos sobre todo la ley del amor y del don de sí a los demás, y lo hizo a través de un principio que un padre o una madre suelen testimoniar en su propia existencia: Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Juan 15: 13). Fruto del amor son también la misericordia y el perdón. En esta línea, es muy emblemática la escena que muestra a una adúltera en la explanada del templo de Jerusalén, rodeada de sus acusadores, y luego sola con Jesús que no la condena y la invita a una vida más digna” (Juan 8: 1-11). (Amoris Laetitia, número 27).
Para el auténtico proyecto cristiano no es admisible que unos pocos se sientan los elegidos y denigren de la mayoría. La conciencia de la fragilidad humana invita al realismo y a la esperanza, propiciando que todos nos sintamos destinatarios del amor de Dios, sin juzgarnos con hipocresía, conscientes de nuestros límites pero gozosos y esperanzados por sentirnos invitados al banquete del reino.
No es posible que algunos sigan empeñados en el pequeño y mezquino negocio de una salvación individual sin darse cuenta de que una salvación que no se ejerce en clave de solidaridad no es ni humana ni cristiana. Gran pecado de muchos en el mundo cristiano ha sido poner un envoltorio repugnante al evangelio, llenando la fe cristiana de prohibiciones, de miedos y culpas, de dogmatismos y milimetrías jurídicas, secuestrando la Buena Noticia y la esperanza de muchos en el mundo.
La parábola de este domingo es fuerte confrontación a estas mentalidades estrechas e invitación para acceder al evangelio de la misericordia y de la compasión.

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