“Les
aseguro que los publicanos y las prostitutas llegarán antes que ustedes al
reino de Dios”
(Mateo 21: 31)
Lecturas:
1.
Ezequiel 18: 25-28
2.
Salmo 24: 4-9
3.
Filipenses 2: 1-11
4.
Mateo 21: 28-32
Dice el teólogo José Antonio Pagola, refiriéndose a la
actitud de Jesús ante la institución religiosa judía de su tiempo y a su rígida
y estrecha mentalidad de corte legalista: “Probablemente sorprendió mucho su libertad
ante el conjunto de normas y prescripciones en torno a la pureza ritual. La
mayor parte de las “impurezas” que podía contraer una persona no la convertían
en un “pecador”, moralmente culpable ante Dios, pero, según el código de
pureza, la apartaban del Dios santo y le impedían entrar en el templo y tomar
parte en el culto. Al parecer, en tiempos de Jesús se vivía con bastante rigor
la observancia de la pureza ritual… Jesús, por el contrario, se relaciona con
total libertad con gente considerada impura, sin importarle la crítica de los
sectores más observantes. Come con pecadores y publicanos, toca a los leprosos
y se mueve entre gente indeseable. La verdadera identidad no consiste en
excluír a paganos, pecadores e impuros. Para ser el “pueblo de Dios” lo
decisivo no es vivir “separados”, como hacen en buena parte los sectores
fariseos, ni aislarse en el desierto como los esenios de Qumrán. En el reino de
Dios, la verdadera identidad consiste en no excluír a nadie, en acoger a todos
y, de manera preferente, a los marginados” (PAGOLA, José Antonio.
Jesús: aproximación histórica. Páginas 250,251.)
Con esta extensa cita queremos dejar claro que en el
ministerio de Jesús su cuestionamiento a la minuciosidad religiosa judía es
fundamental, debido a esa obsesión por seguir literalmente todas las normativas
rituales y legales sin preocuparse de la conversión del corazón y de la
solidaridad con el prójimo. Este es el planteamiento central de la Palabra de
este domingo.
Jesús desnuda los ropajes de la vanidad religiosa
y de las apariencias de santidad y de
moralidad, para llegar a la pregunta de fondo que enfrenta las intenciones de tantas formalidades, nos interroga por la
verdad de lo que somos y hacemos, por las prioridades que determinan nuestra
conducta, y nos confronta para que accedamos a la transparencia del ser y del
hacer, ante Dios, ante nosotros mismos, ante los demás.
Para el judaísmo contemporáneo de Jesús la santidad
consistía en el acatamiento y práctica de un extenso conjunto de prescripciones
relacionadas con sus rituales. Son frecuentes las discusiones suyas con los
hombres religiosos que le ponían a prueba para verificar si era él un judío
piadoso y observante, con el fin de tener argumentos para acusarlo.
En este sentido es clásico el capítulo 23 del
evangelio de Mateo, en el que Jesús lanza siete maldiciones contra los escribas
y fariseos, con palabras muy fuertes, que aún hoy suenan con extrema severidad:
“Ay
de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que purifican por fuera la copa y
el plato, mientras por dentro están llenos de rapiña e intemperancia”
(Mateo 23: 25).
Es claro que tal advertencia no se queda solamente
para aquellos sacerdotes y maestros de la ley, también se extiende a las
prácticas religiosas de todos los tiempos de la historia cuando ellas no están
respaldadas por una vida convertida sinceramente al amor de Dios y a la
solidaridad con el prójimo. Nos dice esto algo de fondo para nuestras vidas?
La relación
entre el culto y la vida es indispensable, la rectitud de esta es la que
garantiza la autenticidad de aquel; lo que se significa en el rito debe
llevarse a la cotidianidad, a los diversos ámbitos de la vida, la relación de
pareja, la familia, la formación de los hijos, el ejercicio de la sexualidad,
la atención solidaria a los pobres y marginados, el reconocimiento respetuoso
de las diferencias, el cuidado del hábitat, el compromiso permanente con la
dignidad humana, la protección de la vida en todas sus formas, el manejo del
dinero y de los recursos materiales, el acceso al conocimiento, la seriedad en los
estudios, el trabajo entendido como servicio, la participación en la
construcción del bien común.
Una vida íntegra referida a Dios evidencia su plenitud
en la relación con los demás, este es el culto agradable que le debemos, todo
lo que allí se celebra y expresa debe tener decisivas implicaciones en una
nueva manera de ser y de vivir, modelada según el proyecto original de Jesús. Esto
era lo que no entendían los intransigentes judíos, por eso
alude a ellos con la parábola de los dos hijos, tan cruda y rigurosa.
Señala dos actitudes: “Un hombre tenía dos hijos.
Llegándose al primero le dijo: Hijo, vete hoy a trabajar en la viña. El
respondió No quiero, pero luego se arrepintió y fue. Llegándose al segundo, le
dijo lo mismo. El respondió: voy, señor, pero no fue. Cuál de los dos hizo la
voluntad del Padre? El primero, le dicen” (Mateo 18: 28-31).
Su referencia crítica es evidente, destacando con la
sutileza de este ejemplo la actitud negligente ante la conversión de quienes se
dicen los más cumplidores de la religión, los que presumen de ser ejemplo de
vida recta, y modelo para los demás, despreciando a quienes no viven en esta
perspectiva del ritualismo externo.
Jesús lo que hace es transformar radicalmente la
relación entre los seres humanos y Dios dejando atrás el esquema de la
mediación ritual para proponer el culto al Padre en espíritu y en verdad. La
vida asumida como culto agradable a El: “Pero llega la hora, ha llegado, en que los
que dan culto auténtico adorarán al Padre en espíritu y en verdad. Porque esos
son los adoradores que busca el Padre. Dios es Espíritu y los que lo adoran
deben hacerlo en espíritu y en verdad” (Juan 4: 23-24).
En qué aspectos
concretos nos toca esta exigente alusión del Señor? Suscitan estas palabras
en nosotros un honesto examen de conciencia?
Muchos de los que despreciamos por ateos y agnósticos
resultan de ejemplar honestidad y rectitud en sus vidas. Las palabras de Jesús
a este propósito son durísimas: “Les aseguro que los recaudadores de
impuestos y las prostitutas entrarán antes que ustedes en el reino de Dios.
Porque vino Juan, enseñando el camino de la justicia, y no le creyeron,
mientras que los recaudadores de impuestos y las prostitutas sí le creyeron. Y
ustedes, aún después de verlo, no se han arrepentido ni le han creído”
(Mateo 18: 31-32).
Con frecuencia los cristianos somos sometidos al
examen crítico de nuestra honestidad, se nos cuestiona por exceso de formalidad
religiosa y por dureza de corazón, por manipular a Dios poniéndolo como
legitimador de posturas estrechas con respecto a la conciencia de las personas,
por hacer interpretaciones sesgadas del evangelio, por no ejercer la
misericordia, por dar prioridad a las leyes sobre la vida, por juzgar y
condenar implacablemente a los “pecadores”, por la soberbia moral.
Ante esto, el modo humilde y realista del Papa
Francisco es un polo a tierra que nos regresa a la originalidad de Jesús, nos
recuerda que somos frágiles , que no tenemos todas las respuestas, que nuestra
condición es inevitablemente precaria. De ahí su constante insistencia en fijar
la atención en los condenados morales, en los millones de seres que la sociedad
indignamente llama “desechables”, en las gentes de la calle, en las interminables
legiones de refugiados, en los que no son significativos para una sociedad
entretenida con la producción y con el consumo.
Ante ellos Francisco nos dice que debemos ver en sus
vidas un reclamo potente de Dios, una protesta radical suya que dice que los
“buenos” mancillan su obra creadora, que se limpia la conciencia con
pasatiempos religiosos, escuchemos algo de lo que dijo hace tres semanas en
Medellín: “Antenoche, una chica con capacidades especiales, en el grupo que me
dio la bienvenida en la Nunciatura, habló de que en el núcleo de lo humano está
la vulnerabilidad, y explicaba por qué. Y a mí se me ocurrió preguntarle: Todos
somos vulnerables? Sí, todos, dijo ella. Pero hay alguien que no es vulnerable?
Me contestó: Dios. Pero Dios quiso hacerse vulnerable y salir a callejear con
nosotros , quiso salir a vivir nuestra historia tal como era, quiso hacerse
hombre en medio de una contradicción, en medio de algo incomprensible, con la
aceptación de una chica que no comprendía, pero obedece, y de un hombre justo
que siguió lo que le fue mandado, pero todo eso en medio de contradicciones”
(Papa Francisco en Medellín, 9 de septiembre de 2017. Discurso en el encuentro
con religiosas, sacerdotes y consagrados).
El Evangelio siempre nos trae posibilidades de
crecimiento y de conversión. Este tema
de hoy es antiguo y reiterado, pero su trasfondo es inagotable y susceptible de
un proceso constante y creciente de configuración con Jesús, con el proyecto
del Padre, realidad que se manifiesta cuando damos el salto del cristianismo de
formas externas y de minucias rituales a la pasión por la verdad que se
manifiesta en el reverso de la historia, en las muchas cruces de la humanidad,
en la indignación de Dios con las injusticias de los buenos.
Las palabras de Pablo en la segunda lectura de este
domingo nos ponen frente a Jesús y el drama de su fragilidad:
“Tengan entre ustedes los mismos sentimientos de Cristo Jesús, quien a pesar de
su condición divina no hizo alarde de ser igual a Dios, sino que se vació de sí
mismo y tomó la condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres. Y
mostrándose en figura humana se humilló, se hizo obediente hasta la muerte, y
una muerte de cruz” (Filipenses 2: 5-8).
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