domingo, 1 de abril de 2018

COMUNITAS MATUTINA 1 DE ABRIL DOMINGO DE PASCUA


“Y nosotros, los apóstoles, somos testigos de todo lo que él hizo por toda Judea y en Jerusalén. Lo mataron, colgándolo de una cruz, pero Dios lo resucitó al tercer día”
(Hechos 10: 39)
Lecturas:
1.   Hechos 10: 34-43
2.   Salmo 117
3.   Colosenses 3: 1-4
4.   Juan 20: 1-9

En la historia de Jesús se rompen muchos paradigmas, como el exclusivismo religioso del judaísmo de su tiempo, como la afirmación tajante de la ley por encima del ser humano, como la imagen de un Dios implacable y vengativo, como el sentimiento de superioridad religioso-moral profesado por los dirigentes y sabios de ese judaísmo, como el desconocimiento de la universalidad de las culturas y la diversidad  de los modos de ser y de pensar, como el desprecio por los condenados de la tierra, como la religión reducida a un cuerpo de prácticas rituales desconectadas de la realidad.
Jesús es la sorpresa de Dios, no brillo repentino, tampoco fuego fatuo, El  sorprende porque lo suyo está destinado a reencantar al ser humano y a retornarle el perdido sentido de la vida y la esperanza que parecen destruír los poderes del mundo. La clave de esta sorpresa tiene su cimiento en la Pascua, en su vida que no se destruye, en la vigencia de su causa, en la confrontación a los poderes políticos y religiosos que se empeñaron en reducirlo a la nada.
Estos señores de la muerte , inicialmente “victoriosos”, saltaron de ira cuando vieron a ese puñado de últimos, discípulos y seguidores de su proyecto, transformarse definitiva y cualitativamente y lanzarse con entusiasmo a proclamar que ese crucificado ahora está resucitado, y que la saña con la que fue juzgado y condenado no pudo tener la última palabra sobre su vida y su misión.
En Hechos de los Apóstoles, que tendremos como primera lectura durante todo este tiempo de Pascua, vamos a encontrar diversas proclamaciones por parte de los discípulos, en los que anuncian con gozo que el ser humano histórico llamado Jesús de Nazareth, que pasó comunicando a Dios como Padre de misericordia y realizando señales para reivindicar a los más pobres de esa realidad, que llenó de esperanza y dignidad a muchos fracasados, que no compaginó con el modo religioso de escribas y fariseos, que se indignó con sus falacias e hipocresías, que fue tildado de blasfemo y condenado a la ignominia de la cruz, es ahora el Viviente por excelencia, y que el mismísimo Dios se ha constituído en el garante y legitimador de todo este revolucionario ministerio: “Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en Judea y en Jerusalén. Lo mataron, colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que El había designado: a nosotros que hemos comido y bebido con El después de su resurrección” (Hechos 10: 39-41).
Pedro, poseído ahora de esa lógica pascual, anuncia que lo realizado en Jesús supera las fronteras del estrecho mundo judío, rebasa el templo y las sinagogas, y se torna en noticia universal, ecuménica, que invita a todas las razas, a todas las culturas, a todos los estilos humanos, a integrarse en este gran programa de sentido llamado Evangelio, la Buena Noticia que Dios propone a través del resucitado.
 En este camino caben todas las gentes, los perfectos y los imperfectos, los santos y los pecadores, los del norte y los del sur, los de oriente y los de occidente, los sabios y los rudos, la Pascua de Jesucristo desborda de generosidad teologal y de acogida sin reservas a todo el que quiera enfocar su proyecto de vida por esta ruta de resurrección.
Luego Juan, según el evangelio de este domingo, con sus habituales contrastes luz-tinieblas, mundo-espíritu, verdad-falsedad, palabras de un contenido muy superior a su sentido literal, nos habla así: “El primer día de la semana, María fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vió la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a quien tanto quería Jesús, y les dijo: Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto” (Juan 20: 1-2).
No es casual que el hallazgo se de en las brumas del amanecer, no es casual que sea ella, mujer cuya vida fue resignificada por su encuentro con Jesús, pasando de la oscuridad a la luz, del mundo de la mentira a la verdad liberadora, la primer testigo de la Pascua, porque Dios no suele acontecer en quienes presumen de perfectos.
Los discípulos, débiles, derrotados, temerosos de ser también ajusticiados, habían puesto pies en polvorosa, su débil comprensión del reino de Dios y su justicia, las muchas decepciones que causaron al maestro, los hacían ver como un grupo irrelevante, con uno de los suyos como traidor, y ahora con su líder muerto, un colectivo de perdedores.
 Pero, gracias a Dios – hay que afirmarlo  con entera pasión por la verdad -  las cosas no concluyeron ahí. En ellos se opera el prodigio pascual, no  la reanimación de un cadáver, ni la demostración objetiva de un prodigio que altera las leyes de la naturaleza, sino el milagro de la nueva humanidad, el replanteamiento radical de sus vidas mediocres, la realidad de Jesús transformando de raíz sus motivos vitales, sus actitudes, su quehacer, ahora constituídos en los pioneros de esa tarea de anunciar a todos que en el Dios revelado en Jesús reside la más definitiva de las esperanzas, la  que anula el poder definitivo de la muerte, del pecado, del sin sentido, de la injusticia: “Porque ustedes han muerto, y su vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también ustedes aparecerán, juntamente con El, en gloria” (Colosenses 3: 3-4).
Todos estos hombres y mujeres,  profundamente desgarrados, heridos,  y las bases de su vida sacudidas por completo, no terminaban de entender la lógica de Jesús, tampoco el por qué de su tragedia final.
 El fuerte y expresivo contenido simbólico de los relatos de la resurrección, es elocuente con respecto al proceso renovador que realizó en ellos el Resucitado: pierden la cobardía, adquieren un coraje inusitado, sus biografías se iluminan, no son santones ritualistas, son gente en misión, anunciando a diestra y a siniestra que la muerte no decide la historia de la humanidad: “Nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos. El testimonio de los profetas es unánime: que los que creen en El reciben, por su nombre, el perdón de los pecados” (Hechos 10: 42-43).
El testimonio de la resurrección de Jesús por parte de sus seguidores fue recibido con extrema agresividad por parte de las autoridades judías, porque ellos anunciaban la resurrección “de ese Jesús a quienes ustedes crucificaron”, un excomulgado y condenado por ellos a quien quisieron eliminar para siempre y sofocar su movimiento renovador, desvirtuar su causa. Ese condenado  es anunciado con incontenible energía: Dios Padre saca la cara por Jesús,  lo legitima en totalidad, su tarea no fue la de un agitador más, quiere esto decir que El sí tenía la razón y no sus perseguidores. Y más se enardecen cuando ven que esas gentes, para ellos despreciables, no tienen miedo de su poder, y se disponen a correr todos los riesgos posibles, incluso el de la misma muerte crucificada, como la de su Señor.
Jesús los irritó en vida, y ahora también en su resurrección, porque  confronta todo poderío que desata muerte y violencia, toda ideología que se absolutiza a sí misma, toda humillación al ser humano, todo ejercicio tiránico, todo moralismo opresor, toda religiosidad fanática, toda idolatría, toda cultura de la muerte. Con la Pascua, la causa de Jesús adquiere permanencia en la historia y se hace absoluta al proyectarse a la eternidad de Dios, asumiendo al ser humano para que sus deseos de felicidad, sus preguntas por el sentido de la existencia, sus gozos y sus esperanzas, sus tragedias y sus sufrimientos, no sean inútiles faenas sino apasionantes aventuras de plenitud y bienaventuranza.
Los discípulos – y nosotros con ellos- redescubren en Jesús el rostro de Dios y   el rostro de la condición humana: Hijo, Señor, Salvador, Liberador, Redentor, Camino, Verdad, Vida, Alfa y Omega.
 Toda la comunidad primitiva de resucitados lo sigue para arraigar en la historia este proyecto, aún a sabiendas de las muchas interpretaciones erróneas que se han hecho pretendiendo su nombre como aval de las mismas. El seguimiento de Jesús “hace lío”, como dice el Papa Francisco, suscita conflicto, incomprensión, porque incomoda, toca puntos sensibles en los intereses del poder, desvela el pecado y la mentira, remite al ser humano al juicio definitivo de Dios, lo lleva a hacer frente a la verdad de la conciencia, lo desnuda de apariencias y mezquindades.
Desde la Pascua de Jesús estamos llamados a someter a crítica el carácter anodino de muchos lenguajes sobre El, a practicar la ruptura de ciertos estilos cristianos que se han quedado en rituales, prohibiciones, culpas, miedos, comprensiones que empobrecen el vigor del Evangelio, y a recuperar su impacto en la historia y en la apertura a la trascendencia definitiva del ser humano en Dios y en el prójimo.
 No se trata de creer en Jesús, sino de creer como Jesús, al estilo del Beato Romero, al estilo de tantos seguidores suyos que han demostrado con coherencia existencial que en El se juega el sentido definitivo de la vida, para que esta no sea definida por los intereses del lucro económico, por el miedo a un Dios vengativo, por unos poderes que pretenden ser dueños de la libertad y de la conciencia de los hombres, sino por el verdadero Dios, inserto en nuestra historia, que hace de Jesús el Señor de la vida, y nos involucra en El de modo irreversibel.
Por la ruta del Jesús histórico, por la pasión del Crucificado, caminamos con esperanza siguiendo los pasos del Resucitado, haciendo historia aquello del Apocalipsis: “Entonces ví un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido y también el mar. Y ví la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo desde la presencia de Dios, como una novia hermosamente vestida para su esposo” (Apocalipsis 21: 1-2).

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