“Y
nosotros, los apóstoles, somos testigos de todo lo que él hizo por toda Judea y
en Jerusalén. Lo mataron, colgándolo de una cruz, pero Dios lo resucitó al
tercer día”
(Hechos 10: 39)
Lecturas:
1.
Hechos 10: 34-43
2.
Salmo 117
3.
Colosenses 3: 1-4
4.
Juan 20: 1-9
En la historia de Jesús se rompen muchos paradigmas,
como el exclusivismo religioso del judaísmo de su tiempo, como la afirmación
tajante de la ley por encima del ser humano, como la imagen de un Dios
implacable y vengativo, como el sentimiento de superioridad religioso-moral
profesado por los dirigentes y sabios de ese judaísmo, como el desconocimiento
de la universalidad de las culturas y la diversidad de los modos de ser y de pensar, como el desprecio
por los condenados de la tierra, como la religión reducida a un cuerpo de
prácticas rituales desconectadas de la realidad.
Jesús es la sorpresa de Dios, no brillo repentino,
tampoco fuego fatuo, El sorprende porque
lo suyo está destinado a reencantar al ser humano y a retornarle el perdido
sentido de la vida y la esperanza que parecen destruír los poderes del mundo.
La clave de esta sorpresa tiene su cimiento en la Pascua, en su vida que no se
destruye, en la vigencia de su causa, en la confrontación a los poderes
políticos y religiosos que se empeñaron en reducirlo a la nada.
Estos señores de la muerte , inicialmente
“victoriosos”, saltaron de ira cuando vieron a ese puñado de últimos,
discípulos y seguidores de su proyecto, transformarse definitiva y
cualitativamente y lanzarse con entusiasmo a proclamar que ese crucificado
ahora está resucitado, y que la saña con la que fue juzgado y condenado no pudo
tener la última palabra sobre su vida y su misión.
En Hechos de los Apóstoles, que tendremos como primera
lectura durante todo este tiempo de Pascua, vamos a encontrar diversas
proclamaciones por parte de los discípulos, en los que anuncian con gozo que el
ser humano histórico llamado Jesús de Nazareth, que pasó comunicando a Dios
como Padre de misericordia y realizando señales para reivindicar a los más
pobres de esa realidad, que llenó de esperanza y dignidad a muchos fracasados,
que no compaginó con el modo religioso de escribas y fariseos, que se indignó
con sus falacias e hipocresías, que fue tildado de blasfemo y condenado a la
ignominia de la cruz, es ahora el Viviente por excelencia, y que el mismísimo
Dios se ha constituído en el garante y legitimador de todo este revolucionario
ministerio: “Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en Judea y en Jerusalén.
Lo mataron, colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y nos
lo hizo ver, no a todo el pueblo, sino a los testigos que El había designado: a
nosotros que hemos comido y bebido con El después de su resurrección” (Hechos
10: 39-41).
Pedro, poseído ahora de esa lógica pascual, anuncia
que lo realizado en Jesús supera las fronteras del estrecho mundo judío, rebasa
el templo y las sinagogas, y se torna en noticia universal, ecuménica, que
invita a todas las razas, a todas las culturas, a todos los estilos humanos, a
integrarse en este gran programa de sentido llamado Evangelio, la Buena Noticia
que Dios propone a través del resucitado.
En este camino
caben todas las gentes, los perfectos y los imperfectos, los santos y los
pecadores, los del norte y los del sur, los de oriente y los de occidente, los
sabios y los rudos, la Pascua de Jesucristo desborda de generosidad teologal y
de acogida sin reservas a todo el que quiera enfocar su proyecto de vida por
esta ruta de resurrección.
Luego Juan, según el evangelio de este domingo, con
sus habituales contrastes luz-tinieblas, mundo-espíritu, verdad-falsedad,
palabras de un contenido muy superior a su sentido literal, nos habla así: “El
primer día de la semana, María fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba
oscuro, y vió la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaba
Simón Pedro y el otro discípulo, a quien tanto quería Jesús, y les dijo: Se han
llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto” (Juan
20: 1-2).
No es casual que el hallazgo se de en las brumas del
amanecer, no es casual que sea ella, mujer cuya vida fue resignificada por su
encuentro con Jesús, pasando de la oscuridad a la luz, del mundo de la mentira
a la verdad liberadora, la primer testigo de la Pascua, porque Dios no suele
acontecer en quienes presumen de perfectos.
Los discípulos, débiles, derrotados, temerosos de ser
también ajusticiados, habían puesto pies en polvorosa, su débil comprensión del
reino de Dios y su justicia, las muchas decepciones que causaron al maestro,
los hacían ver como un grupo irrelevante, con uno de los suyos como traidor, y
ahora con su líder muerto, un colectivo de perdedores.
Pero, gracias a
Dios – hay que afirmarlo con entera
pasión por la verdad - las cosas no
concluyeron ahí. En ellos se opera el prodigio pascual, no la reanimación de un cadáver, ni la
demostración objetiva de un prodigio que altera las leyes de la naturaleza,
sino el milagro de la nueva humanidad, el replanteamiento radical de sus vidas
mediocres, la realidad de Jesús transformando de raíz sus motivos vitales, sus
actitudes, su quehacer, ahora constituídos en los pioneros de esa tarea de
anunciar a todos que en el Dios revelado en Jesús reside la más definitiva de
las esperanzas, la que anula el poder
definitivo de la muerte, del pecado, del sin sentido, de la injusticia:
“Porque ustedes han muerto, y su vida está con Cristo escondida en Dios. Cuando
aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también ustedes aparecerán, juntamente
con El, en gloria” (Colosenses 3: 3-4).
Todos estos hombres y mujeres, profundamente desgarrados, heridos, y las bases de su vida sacudidas por completo,
no terminaban de entender la lógica de Jesús, tampoco el por qué de su tragedia
final.
El fuerte y
expresivo contenido simbólico de los relatos de la resurrección, es elocuente
con respecto al proceso renovador que realizó en ellos el Resucitado: pierden
la cobardía, adquieren un coraje inusitado, sus biografías se iluminan, no son
santones ritualistas, son gente en misión, anunciando a diestra y a siniestra
que la muerte no decide la historia de la humanidad: “Nos encargó predicar al pueblo,
dando solemne testimonio de que Dios lo ha nombrado juez de vivos y muertos. El
testimonio de los profetas es unánime: que los que creen en El reciben, por su
nombre, el perdón de los pecados” (Hechos 10: 42-43).
El testimonio de la resurrección de Jesús por parte de
sus seguidores fue recibido con extrema agresividad por parte de las
autoridades judías, porque ellos anunciaban la resurrección “de ese Jesús a
quienes ustedes crucificaron”, un excomulgado y condenado por ellos a quien
quisieron eliminar para siempre y sofocar su movimiento renovador, desvirtuar
su causa. Ese condenado es anunciado con
incontenible energía: Dios Padre saca la cara por Jesús, lo legitima en totalidad, su tarea no fue la
de un agitador más, quiere esto decir que El sí tenía la razón y no sus
perseguidores. Y más se enardecen cuando ven que esas gentes, para ellos
despreciables, no tienen miedo de su poder, y se disponen a correr todos los
riesgos posibles, incluso el de la misma muerte crucificada, como la de su
Señor.
Jesús los irritó en vida, y ahora también en su resurrección,
porque confronta todo poderío que desata
muerte y violencia, toda ideología que se absolutiza a sí misma, toda
humillación al ser humano, todo ejercicio tiránico, todo moralismo opresor,
toda religiosidad fanática, toda idolatría, toda cultura de la muerte. Con la
Pascua, la causa de Jesús adquiere permanencia en la historia y se hace
absoluta al proyectarse a la eternidad de Dios, asumiendo al ser humano para
que sus deseos de felicidad, sus preguntas por el sentido de la existencia, sus
gozos y sus esperanzas, sus tragedias y sus sufrimientos, no sean inútiles
faenas sino apasionantes aventuras de plenitud y bienaventuranza.
Los discípulos – y nosotros con ellos- redescubren en
Jesús el rostro de Dios y el rostro de la condición humana: Hijo, Señor,
Salvador, Liberador, Redentor, Camino, Verdad, Vida, Alfa y Omega.
Toda la
comunidad primitiva de resucitados lo sigue para arraigar en la historia este
proyecto, aún a sabiendas de las muchas interpretaciones erróneas que se han
hecho pretendiendo su nombre como aval de las mismas. El seguimiento de Jesús
“hace lío”, como dice el Papa Francisco, suscita conflicto, incomprensión,
porque incomoda, toca puntos sensibles en los intereses del poder, desvela el
pecado y la mentira, remite al ser humano al juicio definitivo de Dios, lo
lleva a hacer frente a la verdad de la conciencia, lo desnuda de apariencias y
mezquindades.
Desde la Pascua de Jesús estamos llamados a someter a
crítica el carácter anodino de muchos lenguajes sobre El, a practicar la
ruptura de ciertos estilos cristianos que se han quedado en rituales,
prohibiciones, culpas, miedos, comprensiones que empobrecen el vigor del
Evangelio, y a recuperar su impacto en la historia y en la apertura a la trascendencia
definitiva del ser humano en Dios y en el prójimo.
No se trata de
creer en Jesús, sino de creer como Jesús, al estilo del Beato Romero, al estilo
de tantos seguidores suyos que han demostrado con coherencia existencial que en
El se juega el sentido definitivo de la vida, para que esta no sea definida por
los intereses del lucro económico, por el miedo a un Dios vengativo, por unos
poderes que pretenden ser dueños de la libertad y de la conciencia de los
hombres, sino por el verdadero Dios, inserto en nuestra historia, que hace de
Jesús el Señor de la vida, y nos involucra en El de modo irreversibel.
Por la ruta del Jesús histórico, por la pasión del
Crucificado, caminamos con esperanza siguiendo los pasos del Resucitado,
haciendo historia aquello del Apocalipsis: “Entonces ví un cielo nuevo y una tierra
nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido y también
el mar. Y ví la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo desde
la presencia de Dios, como una novia hermosamente vestida para su esposo” (Apocalipsis
21: 1-2).
No hay comentarios:
Publicar un comentario