“Los
apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con gran poder. Y
gozaban todos de gran simpatía”
(Hechos 4: 33)
Lecturas:
1.
Hechos 4: 32-35
2.
Salmo 117
3.
1 Juan 5: 1-6
4.
Juan 20: 19-31
Tras la muerte de Jesús los discípulos experimentan un
gran sentimiento de fracaso, el miedo se apodera de ellos, especialmente porque
imaginan que, debido a su estrecho vínculo con El, las autoridades judías
puedan tomar represalias, hacerlos correr la misma suerte de su maestro: “Al
atardecer de aquel día, el primero de la semana, los discípulos tenían cerradas
las puertas del lugar donde se encontraban, pues tenían miedo a los judíos”
(Juan 20: 19).
Un temor así es
normal, como el que podemos sentir cuando nos vemos en riesgo, o cuando
prevemos consecuencias problemáticas derivadas de actuaciones o palabras
nuestras. Junto a esto, no podemos olvidar que este primer grupo de seguidores
de Jesús estaba integrado por personas especialmente frágiles, a pesar de su
rudeza, de ellos nos hablan su cortedad para captar el proyecto de Jesús en
todo su alcance y la cobardía evidenciada en las negaciones de Pedro y en el
sueño irresponsable de algunos cuando El
se encontraba en el momento más dramático de su pasión.
Qué sucedió, entonces, con estas personas ahora
transformadas por la experiencia de la fe pascual? Cómo calificar esta vivencia
y cómo apropiarla para nosotros, los creyentes de todos los tiempos de la
historia? Cómo pasar de la derrota a la firme convicción de su presencia vital
en medio de cada comunidad de discípulos? Cómo dar cuenta de la Pascua? Porque
todo cambia desde el momento en que Jesús se hace presente en medio de ellos,
El como punto de convergencia de la comunidad, como referente de Dios, fuente
de vida y factor decisivo de unidad y de misión.
Su saludo les recupera la paz perdida: “Entonces
se presentó Jesús en medio de ellos y les dijo: la paz con ustedes. Dicho esto,
les mostró las manos y el costado. Los discípulos se alegraron de ver al Señor.
Jesús les dijo otra vez: la paz con ustedes” (Juan 20: 19-21). Sus
manos y su costado, pruebas de su pasión y muerte, son ahora las señales de su
amor y de su victoria: el Viviente que está en medio de ellos es el mismo
Crucificado.
Llamamos la atención sobre esto, la fe en el
Resucitado no parte de la visión objetiva de un cadáver reanimado, es una
experiencia densa, real con otro nivel de realidad, su consecuencia es la
transformación radical de aquellos asustados testigos, en ellos empieza a
acontecer la nueva humanidad de Jesús, tienen la certeza de que Dios ha
legitimado la misión histórica de su Señor dándole el crédito de la vida
definitiva, su proyecto del Reino es plenamente válido para transformar la
humanidad, su escala de valores ahora entra en vigencia, ellos son los garantes
de que esa intención adquiera eficaz continuidad en la historia.
Entra en juego otro elemento esencial: la comunidad,
sólo en ella – comunidad de seguidores de Jesús, Iglesia – se descubre la
presencia del Jesús vivo. La comunidad garantiza la fidelidad a El y al
Espíritu, ella misma recibe el mandato misional: “Como el Padre me envió, también
yo los envío. Dicho esto sopló y les dijo: Reciban el Espíritu Santo, a quienes
perdonen los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengan, les
quedan retenidos” (Juan 20: 21-23).
El lenguaje más tradicional sobre estas realidades
originales y originantes de nuestra fe no ayuda mucho para captar la radical
novedad de vida sucedida para bien de
toda la humanidad. Nos quedamos hablando
de algo pasado, perdido en la noche de los tiempos, nuestro estilo de vida
dista de ser resucitado, seguimos inmersos en las rutinas empobrecedoras, en
los miedos no confrontados, en las desconfianzas que por su reiteración se
tornan sistemáticas, en los inmediatismos producto de tantos afanes por hacer
desaforadamente sin el salto cualitativo del ser, en el ritualismo religioso no respaldado por
una espiritualidad liberadora, en el no interrumpir con firmeza la loca carrera
de la productividad. Si las cosas son así, estamos muy lejos de dejarnos saturar por el sentido definitivo
de la existencia que se comunica en la Pascua.
Con la referencia “al atardecer de aquel día, el primero de la
semana” (Juan 20: 19), el evangelista alude al relato de la creación en
Génesis y lo matiza afirmando que en Jesús se da comienzo a la nueva creación,
a la nueva humanidad, a la nueva historia, percepción que se da desde la fe. Nunca
perdamos de vista que el hecho pascual es, en esencia, una realidad que se
comprende en el más radical acto creyente.
Jesús aparece en el centro como vínculo de unidad, la
filiación divina y la projimidad están integradas y se implican mutuamente. Una
comunidad eclesial no es una entidad de servicios religiosos o de
administración eclesiástica, tampoco es depósito de dogmas y de normas
disciplinares, ella es una asamblea de discípulos inspirados por el mismo
Resucitado, dispuestos a seguir su mismo proyecto de vida, que tiene su raíz en
Dios mismo, El es el centro vinculante de esa comunidad que, además, es enviada
en misión a comunicar esta Buena Noticia, que Dios está totalmente de parte de
la humanidad, que su interés determinante es la plenitud de todos los humanos,
histórica y trascendente y que El – Jesús el Cristo – es el referente mediador
para lograrla.
En los diversos relatos de las apariciones pascuales
la misión es algo fundante, que no es otra cosa que asumir sus mismas opciones,
llevar un modo de vida como el de El, dedicarse enteramente al servicio del
prójimo reivindicando su dignidad, reflejo del amor de Dios, luchar
infatigablemente para que esta dignidad sea afirmada sin ambigüedades,
garantizar a todos que la existencia no es absurda ni irremediablemente
trágica, siguiendo al pie de la letra aquello de Pedro: “Al contrario, den culto al
Señor, Cristo, en su interior, siempre dispuestos a dar respuesta a quien les
pida razón de su esperanza” (1 Pedro 3: 15).
El verbo soplar, usado por Juan, el “ruah” de la
creación, en hebreo, es el mismo que se emplea en Génesis : “Entonces
Yahvé Dios modeló al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices
aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente” (Génesis 2: 7).
Ahora Jesús, con su aliento pascual, les comunica el Espíritu que da Vida. La
condición de ser humano material se hace, gracias a esto, ser humano que vive
en el Espíritu. Esa vitalidad es la capacidad de amar como amó Jesús, es la que
saca de la opresión, de la oscuridad del egoísmo y lo constituye en
varón-mujer, dato inequívoco de la nueva creación.
El Espíritu es el criterio para discernir las
actitudes que se derivan de esa vida: la comunidad vivida en serio, la radical
projimidad de unos y otros, el trabajo denodado por la justicia y la dignidad,
la negativa rotunda a los poderes del mundo, el rechazo total de los ídolos que
esclavizan, la pasión amorosa por el ser humano, la capacidad de ir a lo
esencial de la vida dejando de lado las ataduras que impiden la libertad, la
total configuración con Jesús.
Hechos de los Apóstoles – primera lectura – y 1 Juan –
segunda – nos dan claras señales de la Pascua: “La multitud de los creyentes
tenía un solo corazón y un solo espíritu. Nadie consideraba sus bienes como
propios, sino que todo lo tenían en común” (Hechos 5: 32), y “Todo
el que cree que Jesús es el Cristo ha nacido de Dios; y todo el que ama a aquel
que da el ser amará también al que ha nacido de él. En esto podemos conocer que
amamos a los hijos de Dios: si amamos a Dios y cumplimos sus mandamientos” (1
Juan 5: 1-2).
Vamos a dejarnos modelar por el Espíritu para que, al
hablar de amor, no estemos haciendo una alusión genérica, retórica y nada
comprometedora. Si estamos en el plan de dejarnos “tomar” por Jesús y por su
Pascua, estamos asumiendo que optamos por un modo de vida en comunión y
participación, por tomar en serio a cada ser humano, principalmente a los
desvalidos a causa del pecado,
acompañándolos en su tarea de resurrección.
El texto de
Hechos nos refiere la comunidad de bienes como una consecuencia pascual, y 1
Juan afirma que el amor a Dios inevitablemente lleva a la seriedad del amor al
prójimo.
Ser pastores con olor a oveja, como dice Francisco tan
reiteradamente, hacer que la Iglesia se despoje de privilegios y poderes,
renunciar a pompas y a lejanías rituales, tornarse Iglesia servidora,
genuinamente ministerial, encarnarse en las dramáticas realidades de las
víctimas, asumir con tenacidad la dimensión profética, no transigir con las
injusticias y afrentas al ser humano, estar dispuestos a correr el riesgo de la
cruz, tener la capacidad de responder con profundidad a los interrogantes
humanos por el sentido de la vida, son efectos del espíritu pascual.
Estamos
matriculados en esta perspectiva, tenemos la osadía de dejarnos llevar por el
Espíritu para que todo esto se haga esperanzadora realidad? El asunto del Resucitado realmente determina
nuestros proyectos de vida?
O, más bien, somos como el incrédulo Tomás, el de la
segunda parte del evangelio de hoy, cuya fe se quedó anclada en una figura del
pasado y no tuvo la luminosidad para descubrir al Señor en la comunidad de
hombres y mujeres transformados y entusiasmados, sus propios compañeros de camino?
Tomás no estuvo abierto al testimonio de sus hermanos!
Aquí la
incredulidad no es cuestión empírica, se trata de la visión interiorizada que
cada uno tiene, la de Tomás demanda una prueba experimental, no dio el salto
cualitativo de la Pascua, no creyó a los suyos, no dio crédito a su comunidad.
Sin una experiencia personal, vivida en el seno de la Iglesia, es imposible
acceder a esa novedad de vida que nos comunica el Señor. Si no vivimos en la
Buena Noticia , aunque Jesús esté vivo,
no hemos resucitado.
Muchos creyentes permanecen detenidos en un pasado de
poder institucional, fijados en fórmulas
y estilos que fueron significativos en un tiempo pero que ya perdieron fuerza
vinculante, son los nostálgicos del “todo tiempo pasado fue mejor”, los grupos
integristas temerosos de la confrontación con los retos de la realidad, los de
las liturgias solemnes sin prójimo y sin comunidad, aquellos en quienes lo
jurídico sofoca el carisma, esto es lastre de la Iglesia, es cerrazón al Señor
Resucitado.
También son incredulidades todo lo que sea primacía de
intereses egoístas en contra de los comunitarios, seudofelicidad
individualista, consumismo, seducción por el vano honor del mundo, soberbia religioso-moral, incapacidad para
sintonizar con la realidad histórica, vidas sin compromiso.
Pero, a pesar de todo eso, Jesús está siempre ahí
ofreciéndonos su alternativa, proponiéndonos vivir en clave de Pascua,
invitándonos a la libertad, dotándonos de su novedad resucitada, lanzándonos a
construír una historia de solidaridad, de referencia total al Padre Dios y al
prójimo hermano, crucificando mezquindades y resucitando a su reino y a su
justicia.
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