domingo, 15 de abril de 2018

COMUNITAS MATUTINA 15 DE ABRIL DOMINGO III DE PASCUA


“Ustedes son testigos de estas cosas”
(Lucas 24:48)

Lecturas:
1.   Hechos 3: 13-19
2.   Salmo 4
3.   1 Juan 2: 1-5
4.   Lucas 24: 35-48
Común denominador de las lecturas bíblicas que la Iglesia nos propone durante el tiempo pascual, es el testimonio de muchas personas que experimentaron a Jesús como El Viviente, con el consiguiente cambio sustancial de sus vidas, en términos de entusiasmo, de compromiso con el Reino de Dios y su justicia, de temple para enfrentar las contradicciones religiosas y políticas causadas por las autoridades judías y romanas. Esa condición de testigos les permitió animar a muchos para que siguieran el mismo camino, es cuando surgen las primeras comunidades de cristianos y, más tarde, los evangelios y los demás textos del Nuevo Testamento, que vienen a ser la concreción de lo vivido por esos testigos originales de la experiencia pascual, escritos como material de catequesis para quienes se interesaban en seguir el Camino.
Justamente, el evangelio de este domingo es una ruta para que nos comprometamos en esa condición testimonial, de tal manera que mantengamos ininterrumpida la  apasionante vivencia del Resucitado, con su capacidad extraordinaria de reencantar la vida y de garantizar el sentido definitivo de la misma.
Las palabras de Pedro se inscriben en ese carácter de testimonio: ”Mataron al jefe que conduce a la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos; nosotros somos testigos de ello. Y por la fe en su nombre, el propio Jesús ha restablecido a este hombre que ustedes ven y conocen. Es, pues, la fe, dada por su medio, la que lo ha restablecido totalmente ante todos ustedes” (Hechos 3: 15-16). No está haciendo esta afirmación “de memoria”, por vanidad retórica, él, junto con sus compañeros, ha vivido intensamente ese salto de la derrota y la frustración a la certeza de que el mismo hombre histórico que caminó con ellos y que fue condenado injustamente al suplicio de la cruz es ahora el Cristo Resucitado, el que ha transformado su vida de raíz, involucrándolos a todos  en la novedad que surge de la Pascua.
La vocación fundamental de la Iglesia y de cada cristiano en particular, de cada comunidad de creyentes, es a ser testigos llevando una existencia ciento por ciento pascual, vale decir, de servicio, de solidaridad, de justicia, de fraternidad, de compromiso con la felicidad de los seres humanos en nombre de Dios, de transformación de la realidad injusta, de afirmación contundente de la dignidad de cada ser humano, de hacer que esa Iglesia  motive a muchos para hacer parte de ese proyecto de nueva humanidad que resucita con Jesús. Esos testigos originales demostraron que ni la cruz ni el fracaso tuvieron la última palabra porque  esta viene de Dios y es de vida definitiva e inagotable.
Tal es la tarea cristiana, hacer el mundo totalmente nuevo, saturado de ilusiones, de razones para vivir, de inclusiones y equidades, también de valiente renuncia a pretensiones de poder, a incoherencias, a participación en religiosidades paralizantes, a miedos al compromiso, a disfrazar de prudencia nuestras cobardías, a los silencios cómplices y a las posturas anquilosadas: “Estaremos seguros de conocerle si cumplimos sus mandamientos. Quien dice: yo le conozco, y no cumple sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está en él. Pero quien guarda su palabra, tenga por cierto que el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud. En esto conocemos que estamos con él” (1 Juan 2: 3-5).
Es el desafío de la coherencia entre la vida y las convicciones creyentes, reto que se hace particularmente exigente después de tantos escándalos de pederastia y de poder, de manejos económicos indebidos, y de tantas cosas deficientes de nosotros, de nuestra religiosidad formal, de nuestra indiferencia con los pobres, de nuestro miedo a ser profetas, de callarnos ante tantos desafueros que a diario se cometen contra la humanidad, de llevar un cristianismo acomodado sin impacto en la transformación de la historia.
Cómo estamos en esta materia? Como los discípulos, también nos dejamos dominar por el miedo? No terminamos de creer que sí está vivo y resuelto a inspirar nuestra vida? Seguimos manejando las mismas inseguridades y temores de Pedro y sus amigos? Confundimos a Jesús con un fantasma?: “Sobresaltados y asustados creyeron ver un espíritu, pero él les dijo: por qué se turban? Por qué albergan dudas en su mente? Miren mis manos y mis pies: soy yo mismo” (Lucas 24: 37-39).
Con qué o con quien confundimos a  Jesús? Nos hacemos ideas desfiguradas de él, probablemente interesadas según  conveniencias, oscurecemos su potencia de profeta liberador, eludimos el dramatismo de su cruz, o lo convertimos en un personaje dulzarrón, promotor de piedades intimistas, dejando de lado su absoluta inconformidad con las injusticias surgidas de la política y de la religión manipulada y del “orden” social injusto y excluyente?
 Las conocidas limitaciones de los discípulos en materia de captar a fondo el proyecto de Jesús tienen en estos temores una nueva evidencia, que sólo desaparecerá cuando tengan la osadía de seguir al Resucitado sin ambages, dispuestos a hacer vigente en totalidad su programa de bienaventuranzas, de nueva humanidad, de preferencia por los últimos del mundo, de conversión del corazón al Padre y al prójimo, de encarnación crucificada y redentora en la realidad del ser humano y de la historia.
 Con qué disfraces hemos envuelto  a Jesús en lugar de dejarnos transformar por el Viviente?
Para superar esas inseguridades Jesús se les presenta, entendiendo por esto último como una dimensión distinta de la realidad experimental, sensorial, es la fe, la certeza de que Dios ha intervenido definitivamente la historia de la humanidad para reorientarla en clave de trascendencia, en esta realidad que hay que resucitar de tanta injusticia y pecaminosidad, y proyectada hacia ese futuro pleno en el que Dios será todo en todos: “Cuando todo le haya sido sometido , entonces también el Hijo se someterá a Aquel que ha sometido a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todos” (1 Corintios 15: 28).
Hacia dónde caminamos nosotros, nuestras comunidades, cómo estamos viviendo la experiencia pascual? Tenemos la osadía de dejarnos llevar por El? Jesús invita a sus discípulos a tocarlo, como tuvo que hacerlo con Tomás, el incrédulo. Es una invitación a tener un encuentro cuerpo a cuerpo con él, superando las falsas imágenes que nos hacemos de él, las distorsiones contenidas en muchas devociones de cristologías deficientes, en las que lo divinizamos tanto que sustraemos su humanidad,  o lo dejamos en un simple liderazgo que convoca amigos para protegerse de los asedios del mundo: “Pálpenme y piensen que un espíritu no tiene carne y huesos como ustedes ven que yo tengo. Dicho esto, les mostró las manos y los pies” (Lucas 24: 39-40).
El lenguaje de Lucas, de profunda densidad teológica y antropológica, afirma que el Jesús histórico, el Crucificado, es ahora el Viviente, el Señor Resucitado. El evangelista se vale de este recurso, aparentemente sensorial, para afirmar simultáneamente la humanidad y la divinidad de Jesús, y para mover a sus discípulos – y, por supuesto, a nosotros – a establecer una relación personal con él, concreta y existencial,  eso que llamamos configuración, dejarnos tomar por El , dejarnos asumir por El, hacer que El suceda en nosotros, que acontezca en nosotros lo que Pablo llama el hombre nuevo.
Hablando de estas cosas, esta semana se hizo pública la Exhortación Apostólica del Papa Francisco sobre el llamado a la santidad en el mundo actual (Gaudete et Exsultate es el nombre latino del documento). Es una gratísima sorpresa que nos da el Pastor, con su habitual pedagogía de lo real, de lo muy humano y evangélico, invitación clara a insertarnos en este mundo para transformarlo, no con un nuevo régimen de cristiandad ni con una reforzada estructura de privilegios eclesiásticos , sino con decidida voluntad de animar a la humanidad a que sea consistente, justa, transparente, solidaria, respetuosa de la dignidad de todos, protectora de la vida, emancipada y emancipadora, contraarrestando así los efectos nocivos de tantas políticas y decisiones injustas que estremecen de dolor con sus trágicas consecuencias, aportando para esto lo específico de la Buena Noticia de Jesús.
Sea esta una invitación pascual a leerla, a orarla, a hacerla vida en todo nuestro ser y en nuestro quehacer. En el texto, entre tantos asuntos de honda raigambre evangélica y existencial que plantea Francisco, llama la atención sobre dos sutiles enemigos de la santidad: el gnosticismo y el pelagianismo. No nos asustemos porque no se trata de sofisticaciones académicas. El Papa se refiere a un tipo de cristianismo excesivamente subjetivo, muy en boga  en grupos que se sienten “elegidos”, con visiones e iluminaciones particulares, desconectados de la realidad histórica, presumidos por sentirse ellos poseedores de la auténtica doctrina. Abundan este tipo de tendencias, se han convertido muchos en instituciones religiosas con fuerza e influjo en sectores fundamentalistas, temerosos de la gran innovación pascual. Esos son los fantasmas sobre los que el mismo Jesús llama la atención a sus discípulos, y a la Iglesia de hoy.
Escuchemos al Papa: “El gnosticismo supone una fe encerrada en el subjetivismo, donde solo interesa una determinada experiencia o una serie de razonamientos y conocimientos que supuestamente reconfortan e iluminan, pero en definitiva el sujeto queda clausurado en la inmanencia de su propia razón o de sus sentimientos” (Gaudete et Exsultate, No. 36), y: “Los que responden a esta mentalidad pelagiana o semipelagiana, aunque hablen de la gracia de Dios con discursos edulcorados en el fondo sólo confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores a otros por cumplir determinadas normas o por ser inquebrantablemente fieles a cierto estilo católico” (Idem. No. 49).
Totalmente estratégico hacer público esta enseñanza en tiempo de Pascua, con el fin de animarnos a llevar un estilo de vida pascual, con sentido crítico para detectar esos perfeccionismos farisaicos, esas religiosidades plagadas de soberbia, tan frecuente en lo que algunos teólogos han llamado el “invierno eclesial”, con su consabido miedo a la innovación fundamentada en el Evangelio y al diálogo comprometido con las realidades del ser humano, siempre en expectativa de luz y de esperanza.
Dejarnos tomar por el Resucitado conlleva una  tarea misional, siempre humilde, siempre portadora de sentido, sin pretensiones de superioridad sobre nadie, con la discreta conciencia de sabernos inscritos en la aventura salvadora de Dios: “Está escrito que el Cristo debía padecer y resucitar de entre los muertos al tercer día y que se predicaría en su nombre la conversión para perdón de los pecados a todas las naciones, empezando por Jerusalén. Ustedes son testigos de estas cosas” (Lucas 24: 46-48).
Nos entusiasma ser testigos del Resucitado, el que nos hace libres de fantasmas y nos lanza a hacer creíble tan apasionante novedad? El testigo genuino es aquel que implica todo lo que es – sin reservas! – en aquella realidad a la que lo están invitando a atestiguar.

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