“Ustedes
son testigos de estas cosas”
(Lucas 24:48)
Lecturas:
1.
Hechos 3: 13-19
2.
Salmo 4
3.
1 Juan 2: 1-5
4.
Lucas 24: 35-48
Común denominador de las lecturas bíblicas que la
Iglesia nos propone durante el tiempo pascual, es el testimonio de muchas
personas que experimentaron a Jesús como El Viviente, con el consiguiente
cambio sustancial de sus vidas, en términos de entusiasmo, de compromiso con el
Reino de Dios y su justicia, de temple para enfrentar las contradicciones
religiosas y políticas causadas por las autoridades judías y romanas. Esa
condición de testigos les permitió animar a muchos para que siguieran el mismo
camino, es cuando surgen las primeras comunidades de cristianos y, más tarde,
los evangelios y los demás textos del Nuevo Testamento, que vienen a ser la
concreción de lo vivido por esos testigos originales de la experiencia pascual,
escritos como material de catequesis para quienes se interesaban en seguir el
Camino.
Justamente, el evangelio de este domingo es una ruta
para que nos comprometamos en esa condición testimonial, de tal manera que
mantengamos ininterrumpida la apasionante vivencia del Resucitado, con su
capacidad extraordinaria de reencantar la vida y de garantizar el sentido
definitivo de la misma.
Las palabras de Pedro se inscriben en ese carácter de
testimonio: ”Mataron al jefe que conduce a la vida, pero Dios lo resucitó de entre
los muertos; nosotros somos testigos de ello. Y por la fe en su nombre, el
propio Jesús ha restablecido a este hombre que ustedes ven y conocen. Es, pues,
la fe, dada por su medio, la que lo ha restablecido totalmente ante todos
ustedes” (Hechos 3: 15-16). No está haciendo esta afirmación “de
memoria”, por vanidad retórica, él, junto con sus compañeros, ha vivido
intensamente ese salto de la derrota y la frustración a la certeza de que el
mismo hombre histórico que caminó con ellos y que fue condenado injustamente al
suplicio de la cruz es ahora el Cristo Resucitado, el que ha transformado su
vida de raíz, involucrándolos a todos en
la novedad que surge de la Pascua.
La vocación fundamental de la Iglesia y de cada
cristiano en particular, de cada comunidad de creyentes, es a ser testigos
llevando una existencia ciento por ciento pascual, vale decir, de servicio, de
solidaridad, de justicia, de fraternidad, de compromiso con la felicidad de los
seres humanos en nombre de Dios, de transformación de la realidad injusta, de
afirmación contundente de la dignidad de cada ser humano, de hacer que esa
Iglesia motive a muchos para hacer parte
de ese proyecto de nueva humanidad que resucita con Jesús. Esos testigos
originales demostraron que ni la cruz ni el fracaso tuvieron la última palabra
porque esta viene de Dios y es de vida
definitiva e inagotable.
Tal es la tarea cristiana, hacer el mundo totalmente
nuevo, saturado de ilusiones, de razones para vivir, de inclusiones y
equidades, también de valiente renuncia a pretensiones de poder, a
incoherencias, a participación en religiosidades paralizantes, a miedos al
compromiso, a disfrazar de prudencia nuestras cobardías, a los silencios
cómplices y a las posturas anquilosadas: “Estaremos seguros de conocerle si
cumplimos sus mandamientos. Quien dice: yo le conozco, y no cumple sus
mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está en él. Pero quien guarda su
palabra, tenga por cierto que el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud.
En esto conocemos que estamos con él” (1 Juan 2: 3-5).
Es el desafío de la coherencia entre la vida y las convicciones
creyentes, reto que se hace particularmente exigente después de tantos
escándalos de pederastia y de poder, de manejos económicos indebidos, y de
tantas cosas deficientes de nosotros, de nuestra religiosidad formal, de
nuestra indiferencia con los pobres, de nuestro miedo a ser profetas, de
callarnos ante tantos desafueros que a diario se cometen contra la humanidad,
de llevar un cristianismo acomodado sin impacto en la transformación de la
historia.
Cómo estamos en esta materia? Como los discípulos,
también nos dejamos dominar por el miedo? No terminamos de creer que sí está
vivo y resuelto a inspirar nuestra vida? Seguimos manejando las mismas
inseguridades y temores de Pedro y sus amigos? Confundimos a Jesús con un
fantasma?: “Sobresaltados y asustados creyeron ver un espíritu, pero él les dijo:
por qué se turban? Por qué albergan dudas en su mente? Miren mis manos y mis
pies: soy yo mismo” (Lucas 24: 37-39).
Con qué o con quien confundimos a Jesús? Nos hacemos ideas desfiguradas de él,
probablemente interesadas según
conveniencias, oscurecemos su potencia de profeta liberador, eludimos el
dramatismo de su cruz, o lo convertimos en un personaje dulzarrón, promotor de
piedades intimistas, dejando de lado su absoluta inconformidad con las injusticias
surgidas de la política y de la religión manipulada y del “orden” social
injusto y excluyente?
Las conocidas
limitaciones de los discípulos en materia de captar a fondo el proyecto de
Jesús tienen en estos temores una nueva evidencia, que sólo desaparecerá cuando
tengan la osadía de seguir al Resucitado sin ambages, dispuestos a hacer
vigente en totalidad su programa de bienaventuranzas, de nueva humanidad, de
preferencia por los últimos del mundo, de conversión del corazón al Padre y al
prójimo, de encarnación crucificada y redentora en la realidad del ser humano y
de la historia.
Con qué
disfraces hemos envuelto a Jesús en
lugar de dejarnos transformar por el Viviente?
Para superar esas inseguridades Jesús se les presenta,
entendiendo por esto último como una dimensión distinta de la realidad
experimental, sensorial, es la fe, la certeza de que Dios ha intervenido
definitivamente la historia de la humanidad para reorientarla en clave de
trascendencia, en esta realidad que hay que resucitar de tanta injusticia y
pecaminosidad, y proyectada hacia ese futuro pleno en el que Dios será todo en
todos: “Cuando todo le haya sido sometido , entonces también el Hijo se
someterá a Aquel que ha sometido a él todas las cosas, para que Dios sea todo
en todos” (1 Corintios 15: 28).
Hacia dónde caminamos nosotros, nuestras comunidades,
cómo estamos viviendo la experiencia pascual? Tenemos la osadía de dejarnos
llevar por El? Jesús invita a sus discípulos a tocarlo, como tuvo que hacerlo
con Tomás, el incrédulo. Es una invitación a tener un encuentro cuerpo a cuerpo
con él, superando las falsas imágenes que nos hacemos de él, las distorsiones
contenidas en muchas devociones de cristologías deficientes, en las que lo
divinizamos tanto que sustraemos su humanidad,
o lo dejamos en un simple liderazgo que convoca amigos para protegerse
de los asedios del mundo: “Pálpenme y piensen que un espíritu no tiene
carne y huesos como ustedes ven que yo tengo. Dicho esto, les mostró las manos
y los pies” (Lucas 24: 39-40).
El lenguaje de Lucas, de profunda densidad teológica y
antropológica, afirma que el Jesús histórico, el Crucificado, es ahora el
Viviente, el Señor Resucitado. El evangelista se vale de este recurso,
aparentemente sensorial, para afirmar simultáneamente la humanidad y la
divinidad de Jesús, y para mover a sus discípulos – y, por supuesto, a nosotros
– a establecer una relación personal con él, concreta y existencial, eso que llamamos configuración, dejarnos tomar
por El , dejarnos asumir por El, hacer que El suceda en nosotros, que acontezca
en nosotros lo que Pablo llama el hombre nuevo.
Hablando de estas cosas, esta semana se hizo pública
la Exhortación Apostólica del Papa Francisco sobre el llamado a la santidad en
el mundo actual (Gaudete et Exsultate es el nombre latino del documento). Es
una gratísima sorpresa que nos da el Pastor, con su habitual pedagogía de lo
real, de lo muy humano y evangélico, invitación clara a insertarnos en este
mundo para transformarlo, no con un nuevo régimen de cristiandad ni con una
reforzada estructura de privilegios eclesiásticos , sino con decidida voluntad
de animar a la humanidad a que sea consistente, justa, transparente, solidaria,
respetuosa de la dignidad de todos, protectora de la vida, emancipada y
emancipadora, contraarrestando así los efectos nocivos de tantas políticas y
decisiones injustas que estremecen de dolor con sus trágicas consecuencias,
aportando para esto lo específico de la Buena Noticia de Jesús.
Sea esta una invitación pascual a leerla, a orarla, a
hacerla vida en todo nuestro ser y en nuestro quehacer. En el texto, entre
tantos asuntos de honda raigambre evangélica y existencial que plantea
Francisco, llama la atención sobre dos sutiles enemigos de la santidad: el
gnosticismo y el pelagianismo. No nos asustemos porque no se trata de
sofisticaciones académicas. El Papa se refiere a un tipo de cristianismo
excesivamente subjetivo, muy en boga en
grupos que se sienten “elegidos”, con visiones e iluminaciones particulares,
desconectados de la realidad histórica, presumidos por sentirse ellos
poseedores de la auténtica doctrina. Abundan este tipo de tendencias, se han
convertido muchos en instituciones religiosas con fuerza e influjo en sectores
fundamentalistas, temerosos de la gran innovación pascual. Esos son los
fantasmas sobre los que el mismo Jesús llama la atención a sus discípulos, y a
la Iglesia de hoy.
Escuchemos al Papa: “El gnosticismo supone una fe
encerrada en el subjetivismo, donde solo interesa una determinada experiencia o
una serie de razonamientos y conocimientos que supuestamente reconfortan e
iluminan, pero en definitiva el sujeto queda clausurado en la inmanencia de su
propia razón o de sus sentimientos” (Gaudete et Exsultate, No. 36), y: “Los
que responden a esta mentalidad pelagiana o semipelagiana, aunque hablen de la
gracia de Dios con discursos edulcorados en el fondo sólo confían en sus
propias fuerzas y se sienten superiores a otros por cumplir determinadas normas
o por ser inquebrantablemente fieles a cierto estilo católico” (Idem.
No. 49).
Totalmente estratégico hacer público esta enseñanza en
tiempo de Pascua, con el fin de animarnos a llevar un estilo de vida pascual,
con sentido crítico para detectar esos perfeccionismos farisaicos, esas
religiosidades plagadas de soberbia, tan frecuente en lo que algunos teólogos
han llamado el “invierno eclesial”, con su consabido miedo a la innovación
fundamentada en el Evangelio y al diálogo comprometido con las realidades del
ser humano, siempre en expectativa de luz y de esperanza.
Dejarnos tomar por el Resucitado conlleva una tarea misional, siempre humilde, siempre
portadora de sentido, sin pretensiones de superioridad sobre nadie, con la
discreta conciencia de sabernos inscritos en la aventura salvadora de Dios: “Está
escrito que el Cristo debía padecer y resucitar de entre los muertos al tercer
día y que se predicaría en su nombre la conversión para perdón de los pecados a
todas las naciones, empezando por Jerusalén. Ustedes son testigos de estas
cosas” (Lucas 24: 46-48).
Nos entusiasma ser testigos del Resucitado, el que nos
hace libres de fantasmas y nos lanza a hacer creíble tan apasionante novedad?
El testigo genuino es aquel que implica todo lo que es – sin reservas! – en
aquella realidad a la que lo están invitando a atestiguar.
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