domingo, 13 de mayo de 2018

COMUNITAS MATUTINA 13 DE MAYO DOMINGO VII DE PASCUA


“Dios desplegó esta fuerza en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo a su diestra en los cielos, por encima de todo principado, potestad, virtud, dominación, y de todo cuanto tiene nombre, no sólo en este mundo sino también en el venidero”
(Efesios 1: 20-21)
Lecturas:
1.   Hechos 1: 1-11
2.   Salmo 46
3.   Efesios 1: 17-23
4.   Marcos 16: 15-20
Cercanos ya a concluír el tiempo pascual,   la Iglesia nos propone en este domingo celebrar y considerar al Señor Jesucristo en la solemnidad de la Ascensión, como aquel en quien “sometió todo bajo sus pies y le constituyó cabeza suprema de la Iglesia, que es su cuerpo, la plenitud del que lo llena todo en todo” (Efesios 1: 22-23). Es el pleno reconocimiento del señorío de Jesús, profesado después de la experiencia pascual como el Cristo, el Señor , en quien llega a su consumación toda la realidad humana, histórica, toda la creación.
La Ascensión nos lleva a reconocer que en Cristo se hace definitiva realidad el contacto del ser humano con Dios; eso que llamamos “cielo” es un futuro pleno y decisivo que sólo nos viene gracias a la mediación salvadora-liberadora del Señor, no nos la podemos dar por nosotros mismos. En El y por El nos es dado superar la radical precariedad de nuestra contingencia , de nuestra fragilidad, de los límites que nos imponen la muerte y el pecado,  quedando abiertos para siempre a la trascendencia, asumidos por El y ascendidos con El a la plenitud del Padre.
La oferta de sentido que se nos manifiesta en Jesucristo nos permite explorar todas nuestras búsquedas de felicidad, esfuerzo tan legítimo y tan propio de la humanidad, en el que estamos demostrando que  no nos resignamos a ser apenas un fenómeno biológico programado de antemano ni  una mortalidad que da al traste con todas las cosas maravillosas con las que nos ingeniamos esta apasionante tarea de ser felices.
Sea este el momento para recoger , en síntesis pascual, toda nuestra faena existencial, la propia de las biografías y relatos vitales en los que se enmarcan todos estos deseos de permanecer para siempre en el ser, apuntando a una bienaventuranza que es don de Dios, tal como lo entendemos los creyentes; tarea en la que se articulan la gratuidad del Padre y la respuesta de nuestra libertad, binomio de evangélica complicidad para lograr que  lo humano no  se pierda ni fracase.
En los remotos años escolares aprendimos que los seres humanos nacemos, crecemos, nos reproducimos y morimos, esquema bien simple. En una formulación antropológica más integral debemos inscribir aquí la gran tarea de dar un sentido a la vida, de  amar,  de construír vínculos afectivos con otros seres humanos, genuino territorio de comunión, arraigo y pertenencia con quienes  son distintos de nosotros y en quienes hallamos las mejores razones para la esperanza.
Explorar el mundo, conocerlo y estructurarlo en la comprensión de las diversas disciplinas científicas, con el fin de transformar la naturaleza en aras de mejor calidad de vida para todos; esforzarnos por captar los entresijos de la mente, estudiarla en profundidad, reconocer los más hondos dinamismos que la configuran, promover la libertad a través de la explicitación de aquellos dinamismos inconscientes, formular posturas críticas que nos permitan emanciparnos de opresiones y dominios alienantes, desarrollar tecnología para agilizar los procesos de transformación del mundo, proponer un pensamiento que dé raíz y  fundamento a toda la humanidad, analizar los comportamientos y sus condiciones, hacernos libres en la expresión artística y en la lúdica para hacer de la existencia una experiencia placentera, enamorarnos apasionadamente, empeñarnos en la justicia y en la equidad para que sean viables sociedades donde todos podamos participar de los beneficios en igualdad de condiciones, son , entre muchas otras, expresiones elocuentes de esa pasión por “ascender”, por ganarle la partida a la inevitable precariedad, por no terminar en un simple proceso de descomposición orgánica.
Muchas veces lo logramos y así podemos sentirnos realizados, gozosos por vivir con eficacia esta tarea de vivir con sentido, y así nos permitimos celebrar la gran fiesta de la felicidad. Pero también nos salen al paso los tropiezos, inherentes a nuestra contingencia, donde las interminables limitaciones que nos acompañan se tornan lenguaje desafiante que nos invitan a ir “más allá” para encontrar la genuina razón del existir. Los seres humanos somos infatigables, por eso no nos cruzamos de brazos ante cual o tal logro, siempre aspiramos a algo “más y más” que nos proyecta a lo máximo, al culmen de la felicidad. Es una continua rebelión contra la muerte y contra la extinción del ser.
Hacer conciencia de todos estos elementos nos parece que es un excelente caldo de cultivo para comprender y vivir la plenitud que nos viene de Dios, el “todo en todos” del que habla la carta a los Efesios, que tiene su concreción en la persona del Señor a quien, en profesión de fe, designamos como Jesús, el Cristo: “Para que ustedes conozcan cuál es la esperanza a la que han sido llamados por El, cuál la gloriosa riqueza otorgada por El en herencia a los santos, y cuál la soberana grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes, conforme a la eficacia de su fuerza poderosa” (Efesios 1: 18-19).
El cielo no es un lugar físico al que vamos sino una situación en la que seremos transformados si vivimos en el amor y la gracia de Dios, asumiendo el proyecto de vida de Jesús y refiriéndonos plenamente al prójimo  , a la comunidad, como el lugar decisivo del ejercicio de esta Buena Noticia. La subida de Cristo a los cielos, según el lenguaje más tradicional, no es un prodigio físico, es pasar del tiempo a la eternidad, de lo inmanente a lo trascendente, donde se articulan salvíficamente la humanidad y la divinidad, siendo esta última la que acredita que la existencia de todo ser humano, que libremente acceda a tal beneficio, quede para siempre abierta a Dios y asumida por El,  aval en el que felizmente se nos garantiza que vivir no es quedar expuestos al absurdo de la finitud y de la muerte.
Vale la pena decir una palabra sobre el lenguaje con el que los evangelios y Hechos de los Apóstoles refieren la realidad de la ascensión. Es una forma narrativa propia de esa época y cultura para realzar el fin glorioso de un gran hombre, por encima de lo común. Los términos utilizados, las figuras literarias, describen un acontecimiento de divinidad y trascendencia; tal manera de expresarse no se utilizó solamente en el lenguaje bíblico, también fue propia de diversos contextos religiosos y culturales de la antigüedad, con el propósito de exaltar personajes de alta significación para las comunidades.
La primera lectura de este domingo, comienzo del relato de Hechos de los Apóstoles,  es un claro ejemplo de esto, con ello se formula una convicción de la fe de los primeros cristianos, que se transmite a todas las generaciones de creyentes: Jesús no fue revivificado ni volvió al modelo de vida humana que tenía antes de morir. El fue entronizado y constituído Señor viviendo la vida divina en la plenitud de su humanidad: “Dicho esto, fue levantado en presencia de ellos, y una nube lo ocultó a sus ojos” (Hechos 1: 9), realidad que también afirma el evangelio de Marcos: “Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios” (Marcos 16: 19).
Todos nuestros esfuerzos por afirmar la maravilla de la dignidad humana, nuestra lucha por la justicia y  por la equidad, la denuncia profética de las realidades pecaminosas que oprimen a millones de personas en el mundo, la negativa a estructurar proyectos de vida sobre ambiciones de poder y de riquezas, la fe en el servicio y en la solidaridad, también en la libertad, son realidades que, para nosotros creyentes en Jesús, tienen raíz en su señorío, en ese estar El a la diestra del Padre para que el ser humano sea, en nombre de Dios, señor de la vida, señor de sus decisiones, señor de su libertad, señor de la fraternidad y de la solidaridad.
Ya hemos aludido muchas veces al problema teológico y pastoral de reducir el mensaje de la fe a la anécdota literal que presenta el texto bíblico, restándole u oscureciendo su significado decisivo de fe, en lo que está totalmente involucrado ese deseo humano del “más y más”. La narrativa de la Ascensión de Jesús es un caso típico de esto, si la explicación se limita a un prodigio físico el asunto queda en el ámbito de la fábula maravillosa pero no propone el significado de la plenitud del Señor y la implicación que esto tiene para el ser humano. Si damos el salto cualitativo de la fe, si tenemos la osadía de dejarnos llevar por el Espíritu, entonces nuestras mentes salen de la opacidad y se dejan sorprender por el mismo Dios que en Jesús nos revela  totalmente su ser humano y su ser divino, que es a lo que estamos llamados nosotros, por gracia de esa iniciativa de salvación.
Consecuencia de todo lo anterior es la invitación misional de Jesús a sus discípulos y a nosotros, el asunto no puede permanecer encerrado en un rincón de la historia, se trata de propagarlo porque están en juego la esperanza y el sentido de vida de la humanidad: “Vayan por todo el mundo y proclamen la Buena Nueva a toda la creación…..Estos son los signos que acompañarán a los que crean: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y, aunque beban veneno, no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien” (Marcos 16: 15-18).
Por toda esta bienaventurada realidad pascual el cristianismo no puede ser una nueva preceptiva religiosa, ni una nueva ritualidad,  ni una nueva institucionalidad, como las que Jesús confrontó con tanto rigor, es mucho más que eso, es una nueva cualidad en la relación de Dios con el ser humano,  el Espíritu del Señor alienta para ir a todos los rincones de la humanidad a anunciar que Dios,  en la persona del Señor Jesucristo,  está totalmente de parte de todo varón y de toda mujer, para hacernos siempre demasiado humanos y demasiado divinos, realizando las señales de la vida, las que se constituyen en razones para la esperanza, haciendo viable la felicidad en este presente histórico como anticipo de la anunciada trascendencia.
“Mientras ellos estaban mirando fijamente al cielo, viendo cómo se iba, se les presentaron de pronto dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: Galileos, por qué permanecen mirando al cielo? Este Jesús, que de entre ustedes ha sido llevado al cielo, volverá tal como lo han visto marchar” (Hechos 1: 10-11). Palabras así son reto para ir a las calles de la vida, a encarnarnos en las realidades de la historia, para involucrarnos de frente con el prójimo, para ser “sal de la tierra y luz del mundo”, para romper con la religiosidad evasiva y alienante, para anunciar que en Jesucristo, el Señor, el ser humano asciende a su mayor dignidad, donde la pasión del “más y más” es asumida  y respondida con la desbordante generosidad del Padre.

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