“Dios
desplegó esta fuerza en Cristo, resucitándolo de entre los muertos y sentándolo
a su diestra en los cielos, por encima de todo principado, potestad, virtud,
dominación, y de todo cuanto tiene nombre, no sólo en este mundo sino también
en el venidero”
(Efesios 1: 20-21)
Lecturas:
1.
Hechos 1: 1-11
2.
Salmo 46
3.
Efesios 1: 17-23
4.
Marcos 16: 15-20
Cercanos ya a concluír el tiempo pascual, la
Iglesia nos propone en este domingo celebrar y considerar al Señor Jesucristo
en la solemnidad de la Ascensión, como aquel en quien “sometió todo bajo sus pies y le
constituyó cabeza suprema de la Iglesia, que es su cuerpo, la plenitud del que
lo llena todo en todo” (Efesios 1: 22-23). Es el pleno reconocimiento
del señorío de Jesús, profesado después de la experiencia pascual como el
Cristo, el Señor , en quien llega a su consumación toda la realidad humana,
histórica, toda la creación.
La Ascensión nos lleva a reconocer que en Cristo se
hace definitiva realidad el contacto del ser humano con Dios; eso que llamamos
“cielo” es un futuro pleno y decisivo que sólo nos viene gracias a la mediación
salvadora-liberadora del Señor, no nos la podemos dar por nosotros mismos. En
El y por El nos es dado superar la radical precariedad de nuestra contingencia
, de nuestra fragilidad, de los límites que nos imponen la muerte y el pecado, quedando abiertos para siempre a la
trascendencia, asumidos por El y ascendidos con El a la plenitud del Padre.
La oferta de sentido que se nos manifiesta en
Jesucristo nos permite explorar todas nuestras búsquedas de felicidad, esfuerzo
tan legítimo y tan propio de la humanidad, en el que estamos demostrando
que no nos resignamos a ser apenas un
fenómeno biológico programado de antemano ni una mortalidad que da al traste con todas las
cosas maravillosas con las que nos ingeniamos esta apasionante tarea de ser
felices.
Sea este el momento para recoger , en síntesis
pascual, toda nuestra faena existencial, la propia de las biografías y relatos
vitales en los que se enmarcan todos estos deseos de permanecer para siempre en
el ser, apuntando a una bienaventuranza que es don de Dios, tal como lo
entendemos los creyentes; tarea en la que se articulan la gratuidad del Padre y
la respuesta de nuestra libertad, binomio de evangélica complicidad para lograr
que lo humano no se pierda ni fracase.
En los remotos años escolares aprendimos que los seres
humanos nacemos, crecemos, nos reproducimos y morimos, esquema bien simple. En
una formulación antropológica más integral debemos inscribir aquí la gran tarea
de dar un sentido a la vida, de amar, de construír vínculos afectivos con otros
seres humanos, genuino territorio de comunión, arraigo y pertenencia con
quienes son distintos de nosotros y en
quienes hallamos las mejores razones para la esperanza.
Explorar el mundo, conocerlo y estructurarlo en la
comprensión de las diversas disciplinas científicas, con el fin de transformar
la naturaleza en aras de mejor calidad de vida para todos; esforzarnos por
captar los entresijos de la mente, estudiarla en profundidad, reconocer los más
hondos dinamismos que la configuran, promover la libertad a través de la
explicitación de aquellos dinamismos inconscientes, formular posturas críticas
que nos permitan emanciparnos de opresiones y dominios alienantes, desarrollar
tecnología para agilizar los procesos de transformación del mundo, proponer un
pensamiento que dé raíz y fundamento a
toda la humanidad, analizar los comportamientos y sus condiciones, hacernos
libres en la expresión artística y en la lúdica para hacer de la existencia una
experiencia placentera, enamorarnos apasionadamente, empeñarnos en la justicia
y en la equidad para que sean viables sociedades donde todos podamos participar
de los beneficios en igualdad de condiciones, son , entre muchas otras,
expresiones elocuentes de esa pasión por “ascender”, por ganarle la partida a
la inevitable precariedad, por no terminar en un simple proceso de
descomposición orgánica.
Muchas veces lo logramos y así podemos sentirnos
realizados, gozosos por vivir con eficacia esta tarea de vivir con sentido, y
así nos permitimos celebrar la gran fiesta de la felicidad. Pero también nos
salen al paso los tropiezos, inherentes a nuestra contingencia, donde las
interminables limitaciones que nos acompañan se tornan lenguaje desafiante que
nos invitan a ir “más allá” para encontrar la genuina razón del existir. Los
seres humanos somos infatigables, por eso no nos cruzamos de brazos ante cual o
tal logro, siempre aspiramos a algo “más y más” que nos proyecta a lo máximo,
al culmen de la felicidad. Es una continua rebelión contra la muerte y contra
la extinción del ser.
Hacer conciencia de todos estos elementos nos parece
que es un excelente caldo de cultivo para comprender y vivir la plenitud que
nos viene de Dios, el “todo en todos” del que habla la carta a los Efesios, que
tiene su concreción en la persona del Señor a quien, en profesión de fe, designamos
como Jesús, el Cristo: “Para que ustedes conozcan cuál es la
esperanza a la que han sido llamados por El, cuál la gloriosa riqueza otorgada
por El en herencia a los santos, y cuál la soberana grandeza de su poder para
con nosotros, los creyentes, conforme a la eficacia de su fuerza poderosa”
(Efesios 1: 18-19).
El cielo no es un lugar físico al que vamos sino una
situación en la que seremos transformados si vivimos en el amor y la gracia de
Dios, asumiendo el proyecto de vida de Jesús y refiriéndonos plenamente al
prójimo , a la comunidad, como el lugar
decisivo del ejercicio de esta Buena Noticia. La subida de Cristo a los cielos,
según el lenguaje más tradicional, no es un prodigio físico, es pasar del
tiempo a la eternidad, de lo inmanente a lo trascendente, donde se articulan
salvíficamente la humanidad y la divinidad, siendo esta última la que acredita
que la existencia de todo ser humano, que libremente acceda a tal beneficio,
quede para siempre abierta a Dios y asumida por El, aval en el que felizmente se nos garantiza que
vivir no es quedar expuestos al absurdo de la finitud y de la muerte.
Vale la pena decir una palabra sobre el lenguaje con
el que los evangelios y Hechos de los Apóstoles refieren la realidad de la
ascensión. Es una forma narrativa propia de esa época y cultura para realzar el
fin glorioso de un gran hombre, por encima de lo común. Los términos
utilizados, las figuras literarias, describen un acontecimiento de divinidad y
trascendencia; tal manera de expresarse no se utilizó solamente en el lenguaje
bíblico, también fue propia de diversos contextos religiosos y culturales de la
antigüedad, con el propósito de exaltar personajes de alta significación para
las comunidades.
La primera lectura de este domingo, comienzo del
relato de Hechos de los Apóstoles, es un
claro ejemplo de esto, con ello se formula una convicción de la fe de los
primeros cristianos, que se transmite a todas las generaciones de creyentes:
Jesús no fue revivificado ni volvió al modelo de vida humana que tenía antes de
morir. El fue entronizado y constituído Señor viviendo la vida divina en la
plenitud de su humanidad: “Dicho esto, fue levantado en presencia de
ellos, y una nube lo ocultó a sus ojos” (Hechos 1: 9), realidad que
también afirma el evangelio de Marcos: “Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles,
fue elevado al cielo y se sentó a la diestra de Dios” (Marcos 16: 19).
Todos nuestros esfuerzos por afirmar la maravilla de
la dignidad humana, nuestra lucha por la justicia y por la equidad, la denuncia profética de las
realidades pecaminosas que oprimen a millones de personas en el mundo, la
negativa a estructurar proyectos de vida sobre ambiciones de poder y de
riquezas, la fe en el servicio y en la solidaridad, también en la libertad, son
realidades que, para nosotros creyentes en Jesús, tienen raíz en su señorío, en
ese estar El a la diestra del Padre para que el ser humano sea, en nombre de
Dios, señor de la vida, señor de sus decisiones, señor de su libertad, señor de
la fraternidad y de la solidaridad.
Ya hemos aludido muchas veces al problema teológico y
pastoral de reducir el mensaje de la fe a la anécdota literal que presenta el
texto bíblico, restándole u oscureciendo su significado decisivo de fe, en lo
que está totalmente involucrado ese deseo humano del “más y más”. La narrativa
de la Ascensión de Jesús es un caso típico de esto, si la explicación se limita
a un prodigio físico el asunto queda en el ámbito de la fábula maravillosa pero
no propone el significado de la plenitud del Señor y la implicación que esto
tiene para el ser humano. Si damos el salto cualitativo de la fe, si tenemos la
osadía de dejarnos llevar por el Espíritu, entonces nuestras mentes salen de la
opacidad y se dejan sorprender por el mismo Dios que en Jesús nos revela totalmente su ser humano y su ser divino, que
es a lo que estamos llamados nosotros, por gracia de esa iniciativa de
salvación.
Consecuencia de todo lo anterior es la invitación
misional de Jesús a sus discípulos y a nosotros, el asunto no puede permanecer
encerrado en un rincón de la historia, se trata de propagarlo porque están en
juego la esperanza y el sentido de vida de la humanidad: “Vayan por todo el mundo y
proclamen la Buena Nueva a toda la creación…..Estos son los signos que
acompañarán a los que crean: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán en
lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y, aunque beban veneno, no
les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien”
(Marcos 16: 15-18).
Por toda esta bienaventurada realidad pascual el
cristianismo no puede ser una nueva preceptiva religiosa, ni una nueva
ritualidad, ni una nueva
institucionalidad, como las que Jesús confrontó con tanto rigor, es mucho más
que eso, es una nueva cualidad en la relación de Dios con el ser humano, el Espíritu del Señor alienta para ir a todos
los rincones de la humanidad a anunciar que Dios, en la persona del Señor Jesucristo, está totalmente de parte de todo varón y de toda
mujer, para hacernos siempre demasiado humanos y demasiado divinos, realizando
las señales de la vida, las que se constituyen en razones para la esperanza,
haciendo viable la felicidad en este presente histórico como anticipo de la
anunciada trascendencia.
“Mientras ellos estaban mirando fijamente al cielo,
viendo cómo se iba, se les presentaron de pronto dos hombres vestidos de
blanco, que les dijeron: Galileos, por qué permanecen mirando al cielo? Este
Jesús, que de entre ustedes ha sido llevado al cielo, volverá tal como lo han
visto marchar” (Hechos 1: 10-11). Palabras así son reto para ir a
las calles de la vida, a encarnarnos en las realidades de la historia, para
involucrarnos de frente con el prójimo, para ser “sal de la tierra y luz del
mundo”, para romper con la religiosidad evasiva y alienante, para anunciar que
en Jesucristo, el Señor, el ser humano asciende a su mayor dignidad, donde la
pasión del “más y más” es asumida y
respondida con la desbordante generosidad del Padre.
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