domingo, 27 de mayo de 2018

COMUNITAS MATUTINA 27 DE MAYO SOLEMNIDAD DE LA SANTISIMA TRINIDAD


“Reconoce hoy y medita en tu corazón que el Señor es Dios – allá arriba en el cielo, y aquí abajo en la tierra – y no hay otro”
(Deuteronomio 4: 30)
Lecturas:
1.   Deuteronomio 4: 32-40
2.   Salmo 32
3.   Romanos 8: 14-17
4.   Mateo 28: 16-20
En el libro del Génesis se nos dice:” Y Dios creó al ser humano a su imagen; lo creó a imagen de Dios, los creó varón y mujer” (Génesis 1: 27), esta afirmación está en la base misma de la revelación judeo cristiana, es la constatación creyente de que Dios se implica gratuitamente en el ser humano y lo hace partícipe de su misma naturaleza. Es una afirmación colosal, en nosotros está la impronta de la divinidad, fundamento de la concepción cristiana del ser humano. No podemos entender a Dios si no entendemos al hombre varón-mujer y lo asumimos en su dignidad. Todo lo de Dios es para la humanidad, incondicionalmente. El asunto que ocupa prioritariamente a Dios es la plenitud, la salvación, la liberación del ser humano.
Por muchos caminos de la vida vamos distorsionando este pensamiento, y vamos – los humanos – creando a Dios a nuestra medida, proyectando en una pretendida imagen divina antojos que surgen de nuestros egoísmos, de nuestros deseos de justificar tal o cual pretensión, de asignarle legitimaciones de decisiones nuestras, muchas de ellas marcadas por la ambición de poder y por ese pecaminoso deseo de dominar al prójimo y de negarle el derecho a su libertad.
Así surgen las falsas imágenes de Dios, que tienen su correlativo en falsas imágenes de lo humano. Dios justiciero, Dios intransigente, Dios que prohíbe, Dios vengativo, Dios vigilante, Dios que castiga, Dios terrorífico; son proyecciones neuróticas, manipulaciones de Dios, utilizaciones apocadas que van en detrimento de los humanos creando también  una imagen antipática  de las mediaciones religiosas. Muchas de estas ideas de Dios deben ser superadas porque no propician la fe que libera y la vida auténtica que se debe derivar de ella.
La fe cristiana, en sus más de veinte siglos de historia, se ha ido inculturando en diversos medios sociales, en maneras de interpretación, en instrumentos conceptuales, que intentan explicar a los creyentes, también a los que no creen, esa realidad de Dios que se ha manifestado en Jesucristo, comprensión que se hace viable gracias a la acción del Espíritu. Para esto se acude a las categorías de pensamiento propias de tal o cual momento del desarrollo histórico de la cultura y de la pluralidad de ámbitos sociales. Son esfuerzos loables que corresponden a un determinado contexto y que resultan relevantes para el mismo, pero,  cuando la misma evolución cultural los supera , resultan inadecuados y, a menudo, incomprensibles.
Después de su inserción en el mundo judío, el cristianismo se expandió en el imperio romano y recurrió a la filosofía griega aristotélico-platónica para interpretar y comunicar la fe naciente, era el lenguaje propio de aquellos tiempos. Pero captar la realidad de Dios   con esas categorías,  e integrarla en la existencia cotidiana de nuestro tiempo, ahora  resulta insuficiente y dificulta mucho el anuncio de la Buena Noticia. Dios no se puede reducir a un malabarismo conceptual porque empobrece la posibilidad de llevar una vida en El! Una buena formulación teológica debe ser significativa, capaz de conferir significado existencial esperanzador, para ello debe ser coherente con una buena formulación antropológica.
Cada día se nos hace más compleja la comprensión del misterio. justamente por su comunicación  en mediaciones tan lejanas de nuestra cultura. La Palabra de este domingo, dedicado a celebrar la realidad trinitaria de Dios, el Padre, el Hijo, el Espíritu Santo, nos invita a trascender las palabras mismas, las herramientas de interpretación, para dejarnos poseer por El, para llenarnos de su vitalidad, para constituirse en el principio y fundamento de lo que somos y hacemos, para orientarnos en la línea del sentido definitivo.
Dejemos que las palabras de Pablo nos introduzcan en la osadía de cre, en la profundidad liberadora del misterio del Dios que es Trinidad: “Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Y ustedes no han recibido un espíritu de esclavos para volver a caer en el temor, sino el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios Abba!, es decir : Padre!” (Romanos 8: 14-15). De la misma manera que no podemos imaginar la vida como algo separado del ser que está vivo, no podemos imaginar lo divino separado de todo ser creado que, por el mero hecho de existir, está traspasado de Dios. Este es el asunto esencial en la gozosa verificación de la Trinidad: estamos totalmente tomados por Dios, asumidos por El, esto ni hipoteca nuestra autonomía ni rebaja nuestra dignidad. Todo lo contrario, es la máxima posibilidad de potenciar nuestro ser y de hacerlo pleno y feliz.
A menudo, tanto en el pensamiento filosófico como en el pragmatismo de la cotidianidad, nos encontramos con personas que, en ejercicio de libertad y de rectísima intención, se profesan no creyentes, ateos, porque les resulta de enorme dificultad acceder a un Dios lejano, o autoritario, o creador de males e injusticias, o legitimador de lo mismo. Muchas de las afirmaciones del ateísmo radical proceden de una afirmación,  igualmente radical, de la soberanía y de la dignidad humanas. Podemos decir – y con esto no pretendemos escandalizar – que el Espíritu Santo trabaja a través de los ateos para conmover la comodidad de los creyentes que manipulan a Dios y lo utilizan para justificaciones mezquinas.
Recordamos así el libro del periodista español Juan Arias, titulado “El Dios en quien no creo”, publicado por allá en los años setenta, y escrito en un lenguaje bastante realista y cotidiano. Lo suyo fue verificar la multiplicidad de imágenes de Dios, muchas de ellas correspondientes a lo que Marx llamó “la religión opio del pueblo”, con frecuencia figuras empobrecedoras  de Dios, lleno de envidias y pasiones desordenadas, deseoso de castigar a la humanidad, de volcar sobre ella sus iras y venganzas, Dios opresor y creador de milimetrías jurídico-morales, Dios que no apasiona ni enamora. De ese tipo de Dios es imperativo ser ateo, porque no corresponde con el Padre del amor, de la libertad, de la dignidad humana, el que Jesucristo nos ha revelado como plenamente comprometido con nuestra salvación y con nuestra liberación.
A este último, el genuino, corresponde la primera lectura de hoy, del libro del Deuteronomio, que nos dice, recordando a los israelitas y a nosotros la originalidad liberadora de Dios: “Pregúntale al tiempo pasado, a los días que te han precedido desde que el Señor creó al hombre sobre la tierra, si de un extremo al otro del cielo sucedió alguna vez algo tan admirable o se oyó una cosa semejante. Qué pueblo oyó la voz de Dios que hablaba desde el fuego , como la oíste tú, y pudo sobrevivir? O que Dios intentó  venir a tomar para sí una nación de en medio de otra, con milagros, signos y prodigios, combatiendo con mano poderosa y brazo fuerte, y realizando tremendas hazañas, como el Señor, tu Dios, lo hizo por ustedes en Egipto, delante de tus mismos ojos?” (Deuteronomio 4: 30-34).
La experiencia histórica, muy real, de los israelitas, según consta en este testimonio, es que Dios se hizo todo para ellos liberándolos de la opresión egipcia, rescatándolos de la ignominia de la esclavitud, resignificando su dignidad como pueblo, inspirando a Moisés y a sus líderes para llevarlos por el camino de una definitiva libertad. Tal acontecimiento es para Israel fundante de sus convicciones de fe y materia de permanente gratitud y celebración, lo mismo que esencia de una nueva manera de vida liberada. Dios es el Señor salvador y liberador, y esta conciencia  empieza a partir de una concreción existencial, perceptible históricamente.
Este mismo Dios es el Dios de Jesús, que no es el Dios de aquellos piadosos maestros de la ley y fariseos, de los sacerdotes del templo, es Dios de excluídos y de marginados, de enfermos y tarados, incluso de los irreligiosos e inmorales. El evangelio no puede ser más claro: “Les aseguro que los publicanos y las prostitutas llegan antes que ustedes al reino de Dios. En efecto, Juan vino a ustedes por el camino de la justicia y no creyeron en él; en cambio, los publicanos y las prostitutas creyeron en él. Pero ustedes, ni siquiera al ver este ejemplo, se han arrepentido ni han creído en él” (Mateo 21: 31-32).
Este Dios, así manifestado de modo tan contundente, llena de sentido la vida de quienes se sienten perdidos, no es un Dios en plan de juicio y condenación, sino de misericordia, de solidaridad, de cercanía redentora, transformadora del desencanto en esperanza y novedosa vitalidad. El mensaje de Jesús escandalizó porque hablaba de un Dios que se da todo a todos sin necesidad de merecimientos y de superioridades religiosas, en Jesús se nos hace explícito un Dios desmedido de amor y de generosidad liberadora.
Esa experiencia que Jesús tuvo del Padre-Abba, íntima, de amor ilimitado, es la que nos debe orientar en nuestra búsqueda de sentido. El se enfrentó a las falsas concepciones de los judíos de su tiempo, esfuerzo que  le costó ser juzgado como hereje y como blasfemo, y , finalmente, ser crucificado en castigo por su herejía que contradecía aquellas tradiciones religiosas.
La forma en que Jesús nos habla de Dios, como amor-salvación para todos, se inspira directamente en su experiencia personal. La experiencia básica de Jesús fue la experiencia de Dios en su propio ser. Dios lo era todo para él, y decidió corresponder a este amor siendo todo para los demás. Asumió la seductora fidelidad de Dios y respondió siendo fiel a sí mismo, y siendo fiel a todos los seres humanos, primeramente a los desalentados, a los castigados, a los humillados y ofendidos. Al llamar a Dios Abba-Padrecito abre un horizonte totalmente nuevo para nuestras relaciones con el Absoluto: “Y decía: Abba Padre, todo te es posible. Aleja de mí este cáliz, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Marcos 14: 36).
En la lengua de Jesús , el arameo, el tratamiento de Abba al papá es la expresión de mayor cariño a quien le dio la vida, manifiesta total intimidad y comunión de amor. Nos lleva a descubrir que la base de una experiencia religiosa liberadora es nuestra condición de creaturas. Así, nos descubrimos sustentados por la permanente acción creadora de Dios. El modo finito-limitado de ser nosotros demuestra que no nos damos la existencia, es Dios principio y fundamento del ser humano, de la creación, de la historia, esta no es una creencia fundamentalista, fanática, desconocedora de la autonomía de la realidad, ni de servil sumisión del hombre a Dios, sino el feliz descubrimiento del vínculo teologal de la existencia que nos inscribe en la mayor vinculación que puede suceder a los humanos para hacernos definitivamente dignos y libres.
Descubrir a Dios como fundamento es fuente de insospechada humanidad, y esta se vive, gracias al dinamismo de la Trinidad, en términos de filiación y de fraternidad, como Jesús: “El mismo Espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, también somos herederos, herederos de Dios y coherederos de Cristo, porque sufrimos con él, para ser glorificados con él” (Romanos 8: 16-17). El trabajo del Espíritu Santo es infundirnos este don y hacernos conscientes de ser sus portadores, es el más completo lenguaje para hablar de dignidad humana, de derecho a la libertad.
Dios es agape – amor de fraternidad, amor de comunión desinteresada – y por eso se da totalmente. La fidelidad  de Dios es lo primero – pura iniciativa gratuita – y verdadero fundamento de una actitud humana. Dios es la realidad que posibilita el encuentro con un “tú” para convertirse en “nosotros”, El es ese “tú” ilimitado que se experimenta en todo encuentro humano de amor y de comunión. A través del ser humano descubrimos a Dios, esto es lo que se hace evidente en Jesús, en él adquiere un nuevo significado  - siempre liberador – nuestra relación con Dios y con todos los seres humanos: esta es la decisiva incidencia trinitaria en la configuración salvada y liberada de nuestra condición humana! Gracias al dinamismo transformador del Espíritu Santo.
Ante tan nítido descubrimiento de salvación podemos entender las palabras de Jesús, consciente de que este don no puede permanecer oculto, debe ser comunicado a todos como Buena Noticia ,  raíz de una nueva humanidad: “ Vayan, entonces, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que les ha mandado. Y yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo” (Mateo 28: 19.20).

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