domingo, 20 de mayo de 2018

COMUNITAS MATUTINA 20 DE MAYO SOLEMNIDAD DE PENTECOSTES


Si vivimos animados por el Espíritu, dejémonos también conducir por El. No busquemos la vanagloria, provocándonos los unos a los otros y animándonos mutuamente”
(Gálatas 5: 26)

Lecturas:
1.   Hechos 2: 1-11
2.   Salmo 103
3.   1 Corintios 12: 3-13
4.   Juan 20: 19-23
La soberbia humana tiende a confundir el encuentro entre los seres humanos, introduce la incomprensión, la ruptura de la armonía, crea clasificaciones de mayor a menor, excluye, se apropia violentamente de la naturaleza, exalta el poder y el dinero, envenena los corazones y lleva a que unos seres humanos se ensañen en contra de otros. Es la ausencia del Espíritu, la vanidosa afirmación de que el ser humano pretende ser la medida de todo, dando la espalda a la alteridad, a Dios, al prójimo, a la creación como hábitat y espacio de comunión.
Recordamos el relato mítico de la torre de Babel, el autor del Génesis nos lleva a captar los problemas inmensos de incomprensión y de intolerancia entre los diversos ámbitos de la humanidad. Esa alusión trasciende todos los tiempos de la historia. Cómo convivir y suscitar un entendimiento fundamental entre quienes tienen tantas diferencias? Es lo diferente, lo plural, un imposible que impide el diálogo y la fraternidad?
 Una vista panorámica del mundo global nos permite descubrir tantos y tan graves desencuentros: la abominable guerra que destruye Siria y a los sirios, la egoísta e interesada polarización política en Colombia, la torpe testarudez del gobierno de Venezuela con su país sumido en el caos, la ausencia de sentido ético y de visión social del presidente de los Estados Unidos, la enloquecida sociedad de consumo y la economía neoliberal con su escandaloso desequilibrio social y económico, la interminable inestabilidad política y social en la mayoría de países africanos, la gravísima incoherencia del gobierno de Nicaragua, el mismo que un día derrocó al tirano Somoza y hoy repite su modelo dictatorial.
Este mundo nuestro sigue siendo un paradigma de aquella simbólica torre de Babel, afirmar como sea y a cualquier costo – pretensión maquiavélica – que el ser humano todo lo puede, que él mismo define la medida de todo, y que esto lo “legitima” (?) para apoderarse de la vida y bienes de sus semejantes, de la tierra, de los recursos naturales, introduciendo el desequilibrio y la injusticia, la incomprensión como estilo habitual de la existencia. La gran tentación de la humanidad es equipararse a Dios.
Las palabras míticas del Génesis, en su género literario deseoso de interpretar el orgullo de los hombres, siguen siendo sentenciosas y ayudan a comprender el por qué de tanta exclusión e intolerancia: “Así el Señor los dispersó de aquel lugar , diseminándolos por toda la tierra. Por eso se llamó Babel; allí, en efecto, el Señor confundió la lengua de los hombres y los dispersó por toda la tierra” (Génesis 11: 8-9). Es el pecado humano, la libre y arrogante decisión de ir en contra de su propia realización, la ruptura de la armonía original con Dios y con el prójimo, la negativa a la seducción del Espíritu, lo que introduce este apetito desordenado de destruír, de arrasar, de dominar, de violentar.
Después del castigo divino, las diferentes lenguas – alusión simbólica a todos los factores de ruptura – fueron el mayor obstáculo para la convivencia, principio de dispersión y de fractura entre los humanos. El autor de esta narración no pensó en la riqueza de la pluralidad e interpretó aquel gesto como castigo proveniente de Dios. Pero hizo constar, ya desde el principio, que este mismo Dios estaba de parte del pluralismo y de la riqueza contenida en la diversidad, diferenciando a los diversos grupos según sus culturas, tradiciones, lenguas, costumbres, cosmovisiones, y dispersándolos por el planeta.
Seis siglos después de escribirse las narraciones del Génesis nos encontramos en los tiempos del Nuevo Testamento, es el acontecimiento de Jesús, su Buena Noticia de acogida y misericordia para todos, su llamado a la fraternidad y a la inclusión, una nueva manera de vida a partir de un Dios que se obsequia sin medida para construír un mundo de projimidad y de encuentros.
 Hechos de los Apóstoles es un texto-testimonio de esta novedosa realidad, celebrando Pentecostés los primeros discípulos de Jesús – fiesta en la que los judíos recordaban el pacto de Dios con el pueblo en el monte Sinaí – se juntan para aguardar al Espíritu: “Al llegar el día de Pentecostés, se encontraban todos reunidos en el mismo lugar. De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban. Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse” (Hechos 2: 1-4). El Espíritu es garantía de encuentro, de diálogo, de comprensión, la pluralidad se hace dinamismo de riqueza y – gracias a El mismo  – desde esa misma diversidad se hace raíz  de la  comunión!
La venida del Espíritu se describe con fenómenos como si fueran hechos sensibles: ruido de viento huracanado, lenguas de fuego que acrisola, Espíritu (“ruah” aliento dador de vida),  es el modo que escoge Lucas para expresar lo inenarrable, la irrupción de un Espíritu que los llevaría a salir del temor y de la inseguridad que sobrevinieron después de la muerte de Jesús, y que les daría la libertad y el entusiasmo para convertirse en testigos de su Buena Noticia.
Todos comenzaron a hablar lenguas diferentes y, sin embargo, se entendían, constatar esto era para ellos causa de gozo y esperanza. El movimiento de Jesús nace abierto a todo y a todos, es pluralista en su origen, no hace acepción de personas, se sale de las estrechas fronteras del judaísmo, supera la mentalidad rigorista del Templo y de sus sacerdotes, evoluciona de la fijación en la Ley al dinamismo liberador del amor, no establece diferencias y categorías, hace de tal diversidad el mayor motivo de riqueza, unidad en la diferencia, Dios no es Señor de la uniformidad sino de la pluralidad, lo suyo no es la confrontación violenta sino el diálogo: “Cómo es que cada uno de nosotros los oye en su propia lengua? Partos, medos y elamitas, los que habitamos en la Mesopotamia o en la misma Judea, en Capadocia, en el Ponto y el Asia Menor, en Frigia y Panfilia, en Egipto, en la Libia Cirenaica, los peregrinos de Roma, judíos y prosélitos, cretenses y árabes, todos los oímos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios” (Hechos 2: 8-11). El Espíritu Santo es fundamento de comunión en la diversidad!
El Espíritu es políglota, polifónico, propicia la concertación, permite los encuentros, el respeto a las diferencias, asumiéndolas como posibilidad de mayor riqueza para hacer frente a los desafíos de la vida, no nos sumerge en una domesticación homogénea, se alegra con el pluralismo, es definitivamente universal, ecuménico, nos aleja de uniformidades malsanas. Esta sí es  la genuina globalización!
Qué decir y sentir en estos tiempos en los que un sistema económico somete a la humanidad a sus inexorables leyes de mercado, de consumo, de producción, economía sin alma, sin humanismo, que concentra unilateralmente la riqueza en los primeros mundos y arroja a su suerte a miles de millones de hombres y mujeres en Africa, en América Latina, en Asia? Qué pensar de la “aldea global” – anunciada por aquel teórico de la comunicación Marshall McLuhan – que nos somete a sus consumos culturales alienantes,  en la internet y en la televisión por cable, consumos anodinos, promotores de un aplanamiento mental en   quienes se dejan esclavizar por ellos, sofocando la creatividad, la pasión por la vida y por la justicia?
La venida del Espiritu significó para aquellos discípulos originales el fin del miedo y del sentimiento de fracaso, nació una comunidad humana, creyente, dotada de las mejores razones para la esperanza, experimentaron a Jesús viviente en medio de ellos animándolos a una vida novedosa en Dios y en el prójimo, libres como el viento, resueltos a incendiar el mundo con el anuncio del Reino: “Llegó Jesús y, poniéndose en medio de ellos, les dijo: la paz esté con ustedes! Mientras decía esto, les mostró las manos y el costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al Señor. Jesús les dijo de nuevo: la paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes. Al decirles esto, sopló sobre ellos y añadió: Reciban el Espíritu Santo……..” (Juan 20: 19-22).
Donde hay libertad hay autonomía, el ser humano y su bien se hacen ley, y donde hay autonomía se fomenta y se respetan la pluralidad y la individualidad, en cuanto originalidad y evidencia de dignidad, camino de unidad, expresión de la verdad que nos hace libres.
 De Dios, de su Espíritu,, no procede nada que destruya estos anhelos legítimos de libertad, de felicidad, de ilusiones de mayor humanismo y comunión, El es la diferencia sustancial que nos hace dignos, que respeta nuestras diferencias y trabaja con ellas para hacernos mesa y pan compartido, comunidad y justicia, servicio y solidaridad, equidad para construír un mundo nuevo.
A menudo nos dejamos llevar excesivamente por la tendencia al anquilosamiento, nos sucede individualmente y también a la Iglesia y a la sociedad. Por esto, renunciamos a la innovación al cambio, y algunos temerosos y nostálgicos de la Ley nos hacen creer que detenernos en el tiempo y exaltar rituales y normativas en desuso son voluntad de Dios. Esto nos aleja del Evangelio, del mismo Jesús, sofocamos el Espíritu, y nos convertimos en una entidad fúnebre, miedosa, llena de reglamentos, de temores, de sentimientos de culpa.
En Pentecostés, en un permanente suceso del Espíritu, no podemos permitir que el ánimo original del Señor Jesús se muera, si lo suyo es la vida inagotable de Dios, la permanencia en el ser, la posibilidad definitiva de una vida con sentido histórico y trascedente, entonces es felizmente inevitable que vivamos en un Pentecostés interminable, una verdadera fiesta del Espíritu que nos hace unos en la diversidad: “Ciertamente, hay diversidad de dones, pero todos proceden del mismo Espíritu. Hay diversidad de ministerios, pero un solo Señor. Hay diversidad de actividades, pero es el mismo Dios el que realiza todo en todos. En cada uno, el Espíritu se manifiesta para el bien común” (1 Corintios 12: 4-7).
La presencia de Dios en nosotros nos mueve a parecernos a El. Ya sabemos que, gracias a Jesús, Dios se nos revela no como poder dominante sino como Padre de amor que acoge y promueve a cada uno en su diferencia original, el lenguaje que nos unifica es el del amor, ese es el Dios al que debemos asimilarnos, no el que justifica violencias e injusticias, sino el que promueve el amor total, la liberación integral, la salvación definitiva.
 Nada de uniformar, nada de prohibir, porque Pentecostés es la manifestación de un Dios que inspira la pluralidad, la comprensión de las lenguas y de los modos de ser, la riqueza de las culturas, la apasionante fuerza renovadora del evangelio: “Pero en todo esto es el mismo y único Espíritu el que actúa, distribuyendo sus dones a cada uno en particular como El quiere” (1 Corintios 12: 11).
En Pentecostés nace la Iglesia, la comunidad de los seguidores de Jesús, invitada por El a vivir siempre según el Evangelio, enviada por El a testimoniar y anunciar esa Buena Noticia a la diversidad de grupos y de culturas, constituída como sacramento universal de salvación, asistida por el Espíritu para su permanente renovación, consciente de los límites que introducimos los seres humanos, siempre en plan de servicio, de ministerialidad, de acogida a todas las personas, de ser una comunidad de esperanza y de constante Pentecostés.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Archivo del blog