Si
vivimos animados por el Espíritu, dejémonos también conducir por El. No
busquemos la vanagloria, provocándonos los unos a los otros y animándonos
mutuamente”
(Gálatas 5: 26)
Lecturas:
1.
Hechos 2: 1-11
2.
Salmo 103
3.
1 Corintios 12: 3-13
4.
Juan 20: 19-23
La soberbia humana tiende a confundir el encuentro
entre los seres humanos, introduce la incomprensión, la ruptura de la armonía,
crea clasificaciones de mayor a menor, excluye, se apropia violentamente de la
naturaleza, exalta el poder y el dinero, envenena los corazones y lleva a que
unos seres humanos se ensañen en contra de otros. Es la ausencia del Espíritu,
la vanidosa afirmación de que el ser humano pretende ser la medida de todo, dando
la espalda a la alteridad, a Dios, al prójimo, a la creación como hábitat y
espacio de comunión.
Recordamos el relato mítico de la torre de Babel, el
autor del Génesis nos lleva a captar los problemas inmensos de incomprensión y
de intolerancia entre los diversos ámbitos de la humanidad. Esa alusión
trasciende todos los tiempos de la historia. Cómo convivir y suscitar un
entendimiento fundamental entre quienes tienen tantas diferencias? Es lo
diferente, lo plural, un imposible que impide el diálogo y la fraternidad?
Una vista
panorámica del mundo global nos permite descubrir tantos y tan graves
desencuentros: la abominable guerra que destruye Siria y a los sirios, la
egoísta e interesada polarización política en Colombia, la torpe testarudez del
gobierno de Venezuela con su país sumido en el caos, la ausencia de sentido
ético y de visión social del presidente de los Estados Unidos, la enloquecida
sociedad de consumo y la economía neoliberal con su escandaloso desequilibrio
social y económico, la interminable inestabilidad política y social en la
mayoría de países africanos, la gravísima incoherencia del gobierno de
Nicaragua, el mismo que un día derrocó al tirano Somoza y hoy repite su modelo
dictatorial.
Este mundo nuestro sigue siendo un paradigma de aquella
simbólica torre de Babel, afirmar como sea y a cualquier costo – pretensión
maquiavélica – que el ser humano todo lo puede, que él mismo define la medida
de todo, y que esto lo “legitima” (?) para apoderarse de la vida y bienes de
sus semejantes, de la tierra, de los recursos naturales, introduciendo el
desequilibrio y la injusticia, la incomprensión como estilo habitual de la
existencia. La gran tentación de la humanidad es equipararse a Dios.
Las palabras míticas del Génesis, en su género
literario deseoso de interpretar el orgullo de los hombres, siguen siendo
sentenciosas y ayudan a comprender el por qué de tanta exclusión e
intolerancia: “Así el Señor los dispersó de aquel lugar , diseminándolos por toda la
tierra. Por eso se llamó Babel; allí, en efecto, el Señor confundió la lengua
de los hombres y los dispersó por toda la tierra” (Génesis 11: 8-9). Es
el pecado humano, la libre y arrogante decisión de ir en contra de su propia
realización, la ruptura de la armonía original con Dios y con el prójimo, la
negativa a la seducción del Espíritu, lo que introduce este apetito desordenado
de destruír, de arrasar, de dominar, de violentar.
Después del castigo divino, las diferentes lenguas –
alusión simbólica a todos los factores de ruptura – fueron el mayor obstáculo
para la convivencia, principio de dispersión y de fractura entre los humanos.
El autor de esta narración no pensó en la riqueza de la pluralidad e interpretó
aquel gesto como castigo proveniente de Dios. Pero hizo constar, ya desde el
principio, que este mismo Dios estaba de parte del pluralismo y de la riqueza
contenida en la diversidad, diferenciando a los diversos grupos según sus
culturas, tradiciones, lenguas, costumbres, cosmovisiones, y dispersándolos por
el planeta.
Seis siglos después de escribirse las narraciones del
Génesis nos encontramos en los tiempos del Nuevo Testamento, es el
acontecimiento de Jesús, su Buena Noticia de acogida y misericordia para todos,
su llamado a la fraternidad y a la inclusión, una nueva manera de vida a partir
de un Dios que se obsequia sin medida para construír un mundo de projimidad y
de encuentros.
Hechos de los
Apóstoles es un texto-testimonio de esta novedosa realidad, celebrando
Pentecostés los primeros discípulos de Jesús – fiesta en la que los judíos
recordaban el pacto de Dios con el pueblo en el monte Sinaí – se juntan para
aguardar al Espíritu: “Al llegar el día de Pentecostés, se
encontraban todos reunidos en el mismo lugar. De pronto, vino del cielo un
ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa
donde se encontraban. Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que
descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del
Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu
les permitía expresarse” (Hechos 2: 1-4). El Espíritu es garantía de
encuentro, de diálogo, de comprensión, la pluralidad se hace dinamismo de
riqueza y – gracias a El mismo – desde
esa misma diversidad se hace raíz de la comunión!
La venida del Espíritu se describe con fenómenos como
si fueran hechos sensibles: ruido de viento huracanado, lenguas de fuego que
acrisola, Espíritu (“ruah” aliento dador de vida), es el modo que escoge Lucas para expresar lo
inenarrable, la irrupción de un Espíritu que los llevaría a salir del temor y
de la inseguridad que sobrevinieron después de la muerte de Jesús, y que les
daría la libertad y el entusiasmo para convertirse en testigos de su Buena
Noticia.
Todos comenzaron a hablar lenguas diferentes y, sin
embargo, se entendían, constatar esto era para ellos causa de gozo y esperanza.
El movimiento de Jesús nace abierto a todo y a todos, es pluralista en su
origen, no hace acepción de personas, se sale de las estrechas fronteras del
judaísmo, supera la mentalidad rigorista del Templo y de sus sacerdotes,
evoluciona de la fijación en la Ley al dinamismo liberador del amor, no
establece diferencias y categorías, hace de tal diversidad el mayor motivo de
riqueza, unidad en la diferencia, Dios no es Señor de la uniformidad sino de la
pluralidad, lo suyo no es la confrontación violenta sino el diálogo: “Cómo
es que cada uno de nosotros los oye en su propia lengua? Partos, medos y
elamitas, los que habitamos en la Mesopotamia o en la misma Judea, en
Capadocia, en el Ponto y el Asia Menor, en Frigia y Panfilia, en Egipto, en la
Libia Cirenaica, los peregrinos de Roma, judíos y prosélitos, cretenses y
árabes, todos los oímos proclamar en nuestras lenguas las maravillas de Dios” (Hechos
2: 8-11). El Espíritu Santo es fundamento de comunión en la diversidad!
El Espíritu es políglota, polifónico, propicia la
concertación, permite los encuentros, el respeto a las diferencias,
asumiéndolas como posibilidad de mayor riqueza para hacer frente a los desafíos
de la vida, no nos sumerge en una domesticación homogénea, se alegra con el
pluralismo, es definitivamente universal, ecuménico, nos aleja de uniformidades
malsanas. Esta sí es la genuina
globalización!
Qué decir y sentir en estos tiempos en los que un
sistema económico somete a la humanidad a sus inexorables leyes de mercado, de
consumo, de producción, economía sin alma, sin humanismo, que concentra
unilateralmente la riqueza en los primeros mundos y arroja a su suerte a miles
de millones de hombres y mujeres en Africa, en América Latina, en Asia? Qué
pensar de la “aldea global” – anunciada por aquel teórico de la comunicación
Marshall McLuhan – que nos somete a sus consumos culturales alienantes, en la internet y en la televisión por cable,
consumos anodinos, promotores de un aplanamiento mental en quienes se dejan esclavizar por ellos,
sofocando la creatividad, la pasión por la vida y por la justicia?
La venida del Espiritu significó para aquellos
discípulos originales el fin del miedo y del sentimiento de fracaso, nació una
comunidad humana, creyente, dotada de las mejores razones para la esperanza,
experimentaron a Jesús viviente en medio de ellos animándolos a una vida
novedosa en Dios y en el prójimo, libres como el viento, resueltos a incendiar
el mundo con el anuncio del Reino: “Llegó Jesús y, poniéndose en medio de
ellos, les dijo: la paz esté con ustedes! Mientras decía esto, les mostró las
manos y el costado. Los discípulos se llenaron de alegría cuando vieron al
Señor. Jesús les dijo de nuevo: la paz esté con ustedes! Como el Padre me envió
a mí, yo también los envío a ustedes. Al decirles esto, sopló sobre ellos y
añadió: Reciban el Espíritu Santo……..” (Juan 20: 19-22).
Donde hay libertad hay autonomía, el ser humano y su
bien se hacen ley, y donde hay autonomía se fomenta y se respetan la pluralidad
y la individualidad, en cuanto originalidad y evidencia de dignidad, camino de
unidad, expresión de la verdad que nos hace libres.
De Dios, de su
Espíritu,, no procede nada que destruya estos anhelos legítimos de libertad, de
felicidad, de ilusiones de mayor humanismo y comunión, El es la diferencia
sustancial que nos hace dignos, que respeta nuestras diferencias y trabaja con
ellas para hacernos mesa y pan compartido, comunidad y justicia, servicio y
solidaridad, equidad para construír un mundo nuevo.
A menudo nos dejamos llevar excesivamente por la
tendencia al anquilosamiento, nos sucede individualmente y también a la Iglesia
y a la sociedad. Por esto, renunciamos a la innovación al cambio, y algunos
temerosos y nostálgicos de la Ley nos hacen creer que detenernos en el tiempo y
exaltar rituales y normativas en desuso son voluntad de Dios. Esto nos aleja
del Evangelio, del mismo Jesús, sofocamos el Espíritu, y nos convertimos en una
entidad fúnebre, miedosa, llena de reglamentos, de temores, de sentimientos de
culpa.
En Pentecostés, en un permanente suceso del Espíritu,
no podemos permitir que el ánimo original del Señor Jesús se muera, si lo suyo
es la vida inagotable de Dios, la permanencia en el ser, la posibilidad
definitiva de una vida con sentido histórico y trascedente, entonces es
felizmente inevitable que vivamos en un Pentecostés interminable, una verdadera
fiesta del Espíritu que nos hace unos en la diversidad: “Ciertamente, hay diversidad de
dones, pero todos proceden del mismo Espíritu. Hay diversidad de ministerios,
pero un solo Señor. Hay diversidad de actividades, pero es el mismo Dios el que
realiza todo en todos. En cada uno, el Espíritu se manifiesta para el bien
común” (1 Corintios 12: 4-7).
La presencia de Dios en nosotros nos mueve a
parecernos a El. Ya sabemos que, gracias a Jesús, Dios se nos revela no como
poder dominante sino como Padre de amor que acoge y promueve a cada uno en su
diferencia original, el lenguaje que nos unifica es el del amor, ese es el Dios
al que debemos asimilarnos, no el que justifica violencias e injusticias, sino
el que promueve el amor total, la liberación integral, la salvación definitiva.
Nada de
uniformar, nada de prohibir, porque Pentecostés es la manifestación de un Dios
que inspira la pluralidad, la comprensión de las lenguas y de los modos de ser,
la riqueza de las culturas, la apasionante fuerza renovadora del evangelio: “Pero
en todo esto es el mismo y único Espíritu el que actúa, distribuyendo sus dones
a cada uno en particular como El quiere” (1 Corintios 12: 11).
En Pentecostés nace la Iglesia, la comunidad de los
seguidores de Jesús, invitada por El a vivir siempre según el Evangelio,
enviada por El a testimoniar y anunciar esa Buena Noticia a la diversidad de
grupos y de culturas, constituída como sacramento universal de salvación,
asistida por el Espíritu para su permanente renovación, consciente de los
límites que introducimos los seres humanos, siempre en plan de servicio, de
ministerialidad, de acogida a todas las personas, de ser una comunidad de
esperanza y de constante Pentecostés.
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