domingo, 12 de agosto de 2018

COMUNITAS MATUTINA 12 DE AGOSTO DOMINGO XIX DEL TIEMPO ORDINARIO


“Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre”
(Juan 6: 51)

Lecturas:
1.   1 Reyes 19: 4-8
2.   Salmo 33
3.   Efesios 4: 30 a 5:2
4.   Juan 6: 41-51
Hoy continuamos con el capítulo 6 de Juan, en el texto  es notorio el aumento de la tensión entre Jesús y los judíos, lo que El les está diciendo les resulta insoportable, inadmisible para su pragmatismo religioso, todo el que han recibido de sus rabinos y maestros de la ley dominado por la milimetría de sus cumplimientos rituales y legales. Jesús va en contravía de esto: “ Los judíos murmuraban de El porque había dicho: Yo soy el pan que ha bajado del cielo. Y se preguntaban: No es este Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? Cómo puede decir ahora: he bajado del cielo?” (Juan 6: 41-42).
La expresión bajar del cielo es una de las claves para comprender a Jesús en este evangelio. La profesión de fe de la comunidad en la que surge este texto hace un reconocimiento de su señorío, de su divinidad, de la legitimidad teologal que hay en El (no olvidemos que los textos evangélicos, sin excepción, son escritos mucho tiempo después de la experiencia pascual, quiere decir que en ellos hay una conciencia que vincula al Jesús histórico con el Resucitado, luego de un proceso de maduración en la fe).
Esta atribución que formula el texto de Juan resulta escandalosa para los judíos, porque le conocen demasiado, es un igual a ellos, saben de su origen familiar, si es hijo de José y de María no puede ser Dios, es humano, no admiten que Dios se manifieste en esta humanidad concreta, para ellos Dios siempre está en el espacio sacral, no en la realidad histórica y existencial de los hombres y mujeres comunes y corrientes.
 Esta contundencia de un Dios que se expresa definitivamente en la historia humana de Jesús es esencial para comprender la lógica de la revelación cristiana y el modo de proceder de Dios: es encarnado, es histórico, es Dios en la humanidad de Jesús y, más aún, es Dios – valga la redundancia – en la humanidad de todos los humanos. Aquí está el punto que escandaliza a los judíos y a todos aquellos que, en los diversos momentos de la historia, no pueden con este Dios que “voltea” los esquemas de sacralidad, de religión alejada de la vida, de espacio sagrado sin historia y  sin experiencia.
En Juan, Jesús se refiere al Padre más de 90 veces: “Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me envió; y yo lo resucitaré en el último día” (Juan 6: 44). Este es uno de los núcleos temáticos del cuarto evangelio: quien me ve a mí , ve al Padre; quien permanece en mí, permanece en el Padre. Jesús es el revelador del Padre, si desmenuzamos tales afirmaciones nos vamos a encontrar con  que la visibilidad de Dios es histórica, humana, existencial, Dios no nos saca de nuestra realidad cotidiana, de nuestra verdad existencial, para llevarnos a ámbitos sacrales, distintos de lo que somos, sino que asume lo humano como canal eficaz para significarse y manifestarse. Así las cosas, descubrimos que estamos ante un Dios íntimamente comprometido con la vida del ser humano y de  su quehacer.
Lo religioso cristiano tiene el deber de ir evolucionando en su lenguaje, en sus estrategias para hacerse significativo, no puede quedar fijado en formas y estilos que en algún momento fueron relevantes para las mentalidades y culturas del momento pero que ya no dicen nada. Este dinamismo se desprende de la capacidad encarnatoria del cristianismo, que asume el lenguaje humano y toma parte en su evolución. Si leemos un catecismo de la edad media, hoy, en pleno siglo XXI, probablemente nos  encontramos con unas expresiones poco o nada capaces de decirnos algo profundo sobre Dios, sobre Jesús, sobre nosotros mismos. Esto no quiere decir que sea falso lo que propone, es que hay que actualizar su expresión para que tenga peso significativo en la sensibilidad de hoy. Todo esto porque el modo de Dios se implica en el modo de la humanidad que se llama Jesús de Nazareth, y se encarna igualmente en el ritmo evolutivo de hombres y mujeres.
Hablar de esto es delicado porque muchas personas, grupos de Iglesia, se estremecen y piensan que se les está quitando la fe, sacando lo divino de los espacios sagrados para llevarlos a la vida real. Esto es lo que hace Jesús, lo que revela Jesús: con El, el Padre se zafa de los estrechos límites de la mentalidad religiosa de los judíos, y se entra por las calles de la historia. Esto mismo debemos hacerlo en la Iglesia de hoy y de siempre, porque el cristianismo no es una religiosidad sombría, plagada de obsesiones que cumplen lo mandado sin corazón convertido a Dios y al prójimo, sino la manifestación de quien dice: “Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente” (Juan 6: 51).
Jesús de Nazareth es el camino para llegar Dios,  a nosotros, para llegar nosotros a El, para llegar al prójimo: “Nadie ha visto nunca al Padre, sino el que viene de Dios: sólo El ha visto al Padre. Les aseguro, que el que cree, tiene Vida eterna” (Juan 6: 46-47).
Viene al caso la primera lectura – tomada del libro 1 de Reyes – en la que cuenta la experiencia del profeta Elías viajando al monte Horeb, en el desierto, huyendo de la mano justiciera de Jezabel, viviendo con desespero su crisis: “Luego caminó un día entero por el desierto, y al final se sentó bajo una retama. Entonces se deseó la muerte y exclamó: Basta ya, Señor! Quítame la vida, porque yo no valgo más que mis padres!” (1 Reyes 19: 4). No se trata sólo de una fuga, también hay una búsqueda de las raíces que termina en un encuentro con Dios, los grandes creyentes también experimentan debilidad en su fe, son humanos, como lo somos nosotros, en todos se puede presentar el desaliento, la pérdida de la perspectiva fundamental, el vacío de sentido, el desencanto. Dónde queda aquí el poder liberador de Dios?
Cuando los humanos reconocemos nuestra debilidad entonces interviene El, pero lo hace desde el interior de la realidad que nos aflige, El no acontece en lo extraño, en lo distanciado de la vida, sino en la propia y dolorosa historicidad. Una vez más, estamos reafirmando la lógica encarnatoria del Señor. Vivimos una fuga, un éxodo como el de Elías, una lucha fuerte, dramática, y un encuentro que sorprende, que alimenta, que redime: “Se acostó y se quedó dormido bajo la retama. Pero un ángel lo tocó y le dijo: Levántate, come. El miró y vió que había a su cabecera una galleta cocida sobre piedras calientes y un jarro de agua. Comió, bebió y se acostó de nuevo” (1 Reyes 19: 6).
Es esto simple providencialismo, es esto un dispensar a Elías, al ser humano, de la responsabilidad de hacer frente al desafío de la vida, por parte de un Dios que nos resuelve mágicamente toda carencia? No será , más bien, la experiencia raizal de la nueva manera de vivir – en la que ese Dios es principio y fundamento que nos responsabiliza de la historia para cambiarla de muerte a vida – ofreciéndose El mismo como alimento? Tiene esto que ver con el “Yo soy el pan de vida” que anuncia Juan?
El ser humano no se basta a sí mismo, cada biografía es un testimonio de esto. Está en nosotros la necesidad de trascender, no podemos vivir sin vínculos , sin encuentros, sin otro y unos otros que nos alimenten con su pan y satisfagan nuestra sed con su agua. El Dios , el que es totalmente Otro, se despoja de esa “otredad” y se mete en la nuestra, toma el modo humano en Jesús, y se constituye, como El mismo lo dice, en: “Yo soy el pan de Vida. Sus padres, en el desierto, comieron el maná y murieron. Pero este es el pan que desciende del cielo, para que aquel que lo coma no muera. Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente” (Juan 6: 49-51).
Aquí está presente el sentido de la eucaristía, la significación comunitaria, eclesial, de este Dios que, en la mediación sacramental de Jesús, se nos ofrece como pan partido y compartido, como sangre derramada para darnos la novedad de Dios. Una vez más, los judíos no comprenden que Dios se pueda manifestar en la carne, los desborda y escandaliza. Recordemos que para los judíos “carne” era el mismo ser humano en su aspecto más limitado y contingente: dolor, enfermedad , muerte, por esto les era imposible aceptar tal posibilidad: un Dios hecho “carne”, un Dios debilitado?
Jesús quiere hacerles ver que el Espíritu se manifiesta siempre en la carne. Esto se celebra en la mesa eucarística. No puede haber don del Espíritu donde no hay carne. La grandeza de esta consiste en que está transformada por el Espíritu, sin dejar de ser carne. Desde ahora, solo se puede encontrar a Dios en la realidad concreta y en el ser humano. Esa transformación es la que está testificando el evangelio de Juan desde el principio. Gran error de aquellos judíos, y de muchas religiosidades de siempre, es seguir pensando que, para acercarse a Dios, hay que alejarse de la carne, volverse irreal, desentenderse de la historia, de la humanidad concreta. Este es el gran pecado de muchas mediaciones religiosas, y Jesús va en contra de esto, sin rodeos.
El Dios identificado con la carne no interesa a muchos porque hace imposible manipular a los intermediarios, impide esa piedad intimista, dulzarrona, sin vigor profético, ese sentimentalismo incapaz de transformar, de salvar, de liberar. Negar al Dios encarnado es herético, niega la revelación, niega al Señor Jesucristo, y hace de lo cristiano rituales, caricias seudo espirituales, pero no camino y seguimiento implicados en la realidad abiertos a la trascendencia del Padre y del hermano, como Jesús. En su carne estamos llamados a descubrir la divinidad!
Modo concreto de vivir esto es el cambio de vida que se llama conversión, es constante en los escritos paulinos la referencia a la nueva humanidad de la que nos revestimos con Jesús: “Eviten la amargura, los arrebatos, la ira, los gritos, los insultos y toda clase de maldad. Por el contrario, sean mutuamente buenos y compasivos, perdonándose los unos a los otros como Dios los ha perdonado en Cristo……Vivan en el amor, a ejemplo de Cristo, que nos amó y se entregó por nosotros, como ofrenda y sacrificio agradable a Dios” (Efesios 4: 31-32 y 5: 2).
En nuestra carne humana Dios se vuelve carne de todos y nos reviste de la carne sacramental del Señor Jesucristo para hacernos nuevos en El. El pan de la vida que nos llena con su carne!

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