“Señor, a
quien iríamos? Tú tienes las palabras que dan vida eterna”
(Juan 6: 68)
Lecturas:
1.
Josué 24: 1-2 y 15-18
2.
Salmo 33
3.
Efesios 5: 21-32
4.
Juan 6: 60-69
Josué, el líder de Israel a quien le corresponde guiar
a su pueblo en el momento final de su peregrinación por el desierto y en el
ingreso a la tierra de la promesa, organiza la gran asamblea de Siquem como la
reunión en la que se constituye el nuevo pueblo, es el punto de partida que
configura a Israel en su identidad teológica, social, cultural, es lo que refiere la primera lectura, tomada
del libro del mismo nombre: “Si les resulta duro servir al Señor, elijan
a quién quieren servir: a los dioses que sirvieron sus padres al otro lado del
río o a los dioses de los amorreos en cuyo país habitan, que yo y mi casa
serviremos al Señor. El pueblo respondió: lejos de nosotros abandonar al Señor
para ir a servir a otros dioses! Porque el Señor, nuestro Dios, es quien nos
sacó a nosotros y a nuestros padres de la esclavitud de Egipto, quien hizo ante
nuestros ojos aquellos grandes prodigios, nos guardó en todo nuestro peregrinar
y entre todos los pueblos que atravesamos” (Josué 24: 15-17).
El asunto por excelencia del libro del Exodo es el de la libertad, la experiencia que tiene este
pueblo de un Dios absolutamente comprometido con su liberación, siendo esta una
característica teologal esencial y determinante, es el Dios que no admite esclavitudes
para su gente. Es el Dios que toma en serio al ser humano, en su autonomía, en
su plenitud a partir de la capacidad de
ser dueños de su historia. Este es el Dios de los padres, el Dios que permanece
fiel en esta tarea de libertad.
Las tribus que discurrieron por el desierto eran de
una gran diversidad, a menudo problemática, como consta en varios pasajes del
texto, pero ahora se aglutinan en torno a la fe en el único Dios liberador. La
alianza de estas tribus tiene su raíz en la fe monoteísta. Al mismo tiempo,
esta profesión creyente supone una postura crítica ante los dioses extraños,
imágenes distorsionadas de Dios que someten y esclavizan a sus creyentes,
dioses de muerte, dioses que frenan la evolución de las personas, dioses que
llevan al fracaso. Afirmar al único y verdadero Dios es tomar partido por la libertad
y por la dignidad, es lo que se asume en
la asamblea de Siquem.
Las tribus israelitas hacen un pacto con el Dios de
los pobres, un matrimonio, como lo insinúa la
segunda lectura, de la carta de Pablo a los Efesios, no en el sentido de
sometimiento humillante, como suele ser interpretada esta lectura, sino de
compromiso de amor total, en condiciones de igualdad, significando la alianza,
la esponsalidad del Señor Jesucristo con la Iglesia: “Sométanse unos a otros en
atención a Cristo…..Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se
pegará a su mujer, y serán los dos una sola carne. Ese símbolo es magnífico, y
yo lo aplico a Cristo y a la Iglesia” (Efesios 5: 21 y 31-32).
Comprometerse con Dios, comprometerse con Jesús, no es
capitular ni deponer la dignidad ni la posibilidad de decidir la vida. Una
interpretación de la fe cristiana, bastante viciada de legalismos y de
ritualismos, viejos rezagos del judaísmo contemporáneo del Señor, permanece
en muchas prácticas y mentalidades del
cristianismo. Se identifica a los creyentes como personas sumisas, pasivas,
incapaces de tomar la rienda de su vida bajo el peso de los mandatos de obispos
y de sacerdotes, esto acompañado de un estilo fúnebre que no cautiva a nadie
que se diga medianamente inteligente.
La genuina asunción de la fe es liberadora en su
esencia. Hacer vínculos con Dios, alianza como la de los israelitas, es dar el
salto de esperanza a la aventura de la
libertad, es inadmisible dar soporte a yugos, humillaciones, sometimientos
indignos, en nombre suyo. La conciencia y vivencia de esta liberación es la que
da arraigo a los israelitas en la asamblea fundante de Siquem. Es un paradigma
que trasciende todos los tiempos de la historia para ser referente de la
configuración de nuestras comunidades de fe. Somos una comunidad de seres
humanos libres y liberados , gracias a la mediación del Señor Jesucristo,
centro eficaz de este dinamismo.
En los últimos días han vuelto a resonar en los medios
de comunicación noticias siniestras que van en contra de la originalidad de
este proyecto: la comunicación oficial de seis diócesis católicas del estado de
Pensilvania (USA) con el señalamiento de 300 sacerdotes acusados de pederastia,
y lo que sigue conmoviendo a la Iglesia y a la sociedad en Chile con
innumerables conductas similares y con el encubrimiento temeroso de algunos
obispos, no transitan por esta página de la libertad pero sí dan un pésimo
mensaje de incoherencia y de esclavitud. Es tarea de todos los que acogemos
libremente el don de Dios purificar
hasta la saciedad estos escándalos y trabajar con denuedo para volver a la
alianza original.
Hoy remata el capítulo sexto de Juan, que hemos
proclamado durante cinco domingos consecutivos. Sus palabras chocan con la
mentalidad vigente. Hace veinte siglos parecía inadmisible que alguien pudiera
comunicar un mensaje tan exigente y tan liberador: “Muchos de los discípulos que lo
oyeron comentaban: este discurso es bien duro, quién podrá escucharlo? Jesús,
conociendo por dentro que los discípulos murmuraban de ello, les dijo: Esto los
escandaliza? Qué será cuando vean a este
Hombre subir adonde estaba antes? Es el Espíritu quien da vida y la carne no
vale nada. Pero hay algunos de ustedes que no creen” (Juan 6: 60-63).
Muchos en la Iglesia, desafortunadamente, siguen en el
plan de endulzar y rebajar el mensaje de Jesús, convirtiéndolo en una propuesta
inocua, inofensiva, baja en potencia profética. Nunca olvidemos que su palabra
desquicia, cuestiona permanentemente todo lo que somos y hacemos, nunca con el
objeto de amargar ni de frustrar nuestra vida, siempre con el ánimo de
erigirnos en seres humanos adultos, gozosos de nuestra libertad, comprometidos
en esa alianza que nos hace comunidad de fe y de esperanza en el amor,
resueltos a vivir la misión como tarea que con El se inscribe para salvar y
liberar a la humanidad del pecado y de la muerte.
Queremos seguirlo y queremos ser como El. No nos
contentamos con los laureles que el mundo ofrece para disminuír la fuerza del Evangelio,
nuestro anhelo es caminar con el Nazareno la difícil y tortuosa vía del pueblo
de Dios en la historia, como la que vivieron aquellos israelitas caminantes por
el desierto en pos de la promesa, como las que siguen viviendo hoy muchas
gentes oprimidas por los poderes del mundo pero resueltas a no dejar que estos
tengan la última palabra sobre sus vidas.
Examinemos nuestras eucaristías y celebraciones de la
fe, examinemos nuestra catequesis, examinemos nuestras prácticas pastorales,
examinemos el ejercicio del ministerio y también la presencia de los laicos en
la vida eclesial, examinemos el influjo cristiano en la estructuración social,
y preguntémonos con coraje sin en ello alienta el Espíritu del Señor
Resucitado, el que da la Vida del Padre, el que da la libertad, el que salva,
el que nos alimenta con su carne y con su sangre para que también nosotros
alimentemos al prójimo con la nueva
humanidad.
Como en el
discurso de Nicodemo y en el de la
Samaritana (también de Juan), la referencia al Espíritu es clave para entender
y vivir a Jesús: “Le contestó Jesús: te aseguro que, si uno no nace de agua y Espíritu,
no puede entrar en el Reino de Dios. De la carne nace carne, del Espíritu nace
espíritu. No te extrañes si te he dicho que hay que nacer de nuevo” (Juan
3: 5-7). Todo el capítulo sexto viene diciendo que El es el pan, ahora nos dice
que son sus palabras las que nos dan la Vida, y lo significa en la donación de
su carne y de su sangre como alimento de la nueva vitalidad teologal,
comunitaria, en alianza comprometida, fraternal, solidaria, servicial.
Tal nivel de exigencia hace que sus discípulos le
abandonen, se echan para atrás. Hasta ahora eran los judíos los que le
rechazaban, ahora también su gente se escandaliza y acobarda: “Desde
entonces muchos de sus discípulos se echaron atrás y ya no andaban con El. Así
que Jesús dijo a los Doce: también ustedes quieren marcharse?” (Juan 6:
66-67). Seguir este camino no es una tranquila adaptación a un sistema
religioso que brinda comodidad, porque demanda
rupturas y renuncias, adquisición de la libertad de Jesús, fuerza profética,
disposición para la cruz y la contradicción por causa de la Buena Noticia, no
son invitaciones que quieran plantearnos la angustia dramática con la que se
suele identificar el seguimiento del Señor, pero sí demanda una postura que va
a contracorriente de las mentalidades dominantes. Esto hace que muchos se
retiren del camino, sabiendas de que El
no disminuye sus exigencias, se mantiene firme en ellas.
En este capítulo, Juan ha intentado aclarar las
condiciones de pertenencia a la comunidad de Jesús, la dedicación al bien del
ser humano mediante la ofrenda de todo el ser y el quehacer, el mesianismo
triunfal queda definitivamente excluído. Jesús no busca la gloria humana, ni la
quiere para sus seguidores, tomar su ruta implica dejar de lado las ambiciones
personales.
Cuando Pedro, concluyendo el capítulo, dice: “Señor,
a quién vamos a acudir? Tú dices palabras de vida eterna. Nosotros hemos creído
y reconocemos que tú eres el Consagrado de Dios” (Juan 6: 68-69),
supone que el primero de los discípulos, y estos mismos, vivieron su proceso de
ruptura, renunciaron a su búsqueda de intereses limitados, captaron los
alcances de este programa de vida, y decidieron dejarlo todo para entregarse
por completo a la Buena Noticia, esto no sucedió de un momento a otro, supuso
un proceso profundo, crítico, de evolución creyente y humana.
También nosotros en la vida real nos asustamos cuando
las exigencias de tal o cual compromiso se presentan fuertes, demandantes de
renuncias, promotoras de decisiones hondas y definitivas. También nos llenamos
de inseguridades y nos dejamos tomar por los miedos que algunos inculcan con
pretexto de verdad y de religiosidad, Ahora, como Pedro, estamos dispuestos a dejar
que El nos mueva el piso, y nos lleve a esa alianza garante de libertad?.
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