“Yo soy
el pan de Vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre. El que cree en mí jamás
tendrá sed”
(Juan 6: 35)
Lecturas:
1.
Exodo 16: 2-4 y 12-15
2.
Salmo 77
3.
Efesios 4: 17-24
4.
Juan 6: 24-35
Como ya
se anunció el domingo anterior, vamos a
estar durante 4 domingos más con el capítulo 6 de Juan, en este Jesús va
concretando las exigencias de seguir su camino, cuestionando primero la búsqueda
afanosa que hacen de ir tras El por el beneficio del alimento material, luego
los invita a no temer en el conocido relato en el que camina sobre las aguas. El
de hoy es el discurso del pan de vida, un juego calculado de preguntas y respuestas a
través del cual El marca las etapas progresivas del anuncio en el que se
manifiesta: “Yo soy el pan de Vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que
cree en mí jamás tendrá sed” (Juan 6: 35). Esta declaración suscita en
unos el rechazo, como el de los israelitas en el desierto, según la primera lectura
que es de Exodo 16, y en otros , la adhesión.
Jesús les
va confrontando con cuestiones de hondo calado: “Les aseguro que ustedes me
buscan, no porque vieran signos, sino porque han comido pan hasta saciarse” (Juan
6: 26). El signo es para este evangelio un camino pedagógico, la posibilidad de
abrirse a una comprensión más profunda que pertenece al orden del Espíritu,
pero ellos lo han reducido al milagro material. La muchedumbre no ha visto en
El nada más que un hecho destinado a saciar el hambre del momento, pero no
captan el largo y definitivo alcance que en El mismo está revelando el Padre.
Jesús les reprocha su estrechez de miras y los
invita a vislumbrar el alimento en un orden superior, susceptible de conferir
la vida eterna, la vida definitiva, la plenitud de humanidad en Dios:
“Trabajen, no por el alimento perecedero, sino por el que permanece hasta la
Vida eterna, el que les dará el Hijo del hombre; porque es El, a quien Dios, el
Padre, marcó con su sello” (Juan 6: 27).
Este
alimento es completamente distinto del famoso maná del desierto, según la misma
narración de la primera lectura de hoy, que no lograba liberar de la muerte a
quienes lo habían consumido, siguiendo también la lógica de aquellos israelitas
que, en la travesía del desierto, protestaban contra Moisés y Aarón,
demandándoles por llevarlos hacia la libertad que se tipifica en el simbolismo
de la tierra prometida y dejando clara su nostalgia por la comodidad
esclavizante que tenían en Egipto: “En el desierto los israelitas comenzaron a
protestar contra Moisés y Aarón. Ojalá el Señor nos hubiera hecho morir en
Egipto – les decían – cuando nos sentábamos delante de las ollas de carne y
comíamos pan hasta saciarnos. Porque ustedes nos han traído a este desierto a
morir de hambre” (Exodo 2: 2-3).
Humorísticamente
a esto se le conoce como el síndrome de “las cebollas de Egipto”. Allí eran
esclavos, no tenían un futuro digno a la vista, el faraón les tenía sometidos
por siglos, su condición era indigna y humillante, Yahvé suscita a Moisés para
hacer consciente al pueblo hebreo de que esa no es una alternativa promisoria
de vida, de justicia , de autonomía, de sentido profundo y definitivo, por eso
lo inspira para llevar a su gente hacia la novedad de ser libres, volviendo a
su origen que es la tierra de la promesa, a sabiendas de que la travesía será
de alta exigencia y problematicidad. Se lanzan a la aventura, pero en la medida
en que muchos perciben el dinamismo de futuro que está contenido en el largo
desierto protestan, se rebelan, denigran de sus guías, afirman que es mejor ser
esclavos que tener la posibilidad de liberarse en medio de tantas penurias. Asunto
de siempre, queremos ser dueños de la
historia, suele suceder así cuando
exaltamos dictadores, cuando practicamos idolatrías, cuando nos resistimos a
los desafíos de decidir con seriedad nuestro itinerario vital, no trascendemos.
Es el
miedo a la libertad, como lo estudia con detalle el psicoanalista Erich Fromm
(1900-1980) en su libro del mismo nombre, cuando los seres humanos nos damos
cuenta de estar llamados a decidir nuestro destino, a tomar por cuenta propia
las riendas de la vida, a no arrodillarnos ante poderes, cuando se nos presenta
un futuro de autonomía, demandante de altas responsabilidades, pleno de
riquezas insospechadas en términos de vida digna, de equidad, surge el fantasma
del miedo que paraliza y surgen los mecanismos de defensa, las justificaciones
y los argumentos para no seguir adelante, se crean entonces modos
de vida (?) opresores en lo social, en lo económico, en lo político, en lo
religioso, en lo emocional. Fue lo que sucedió a aquellos israelitas, un
simbolismo potente para detectar las negativas a la libertad, lo mismo acontece
a quienes está cuestionando Jesús por buscar solamente el pan material. Los
seres humanos nos encargamos de crear dictaduras paralizantes de todo tipo.
En el
mismo capítulo 6 de Juan vamos a ver la afirmación constante del carácter
definitivo de la revelación del Padre en Jesús bajo la forma del alimento que
no se agota, del alimento verdadero que re-significa totalmente una humanidad
que no ve más allá de los estrechos límites de lo inmediato, de una
cotidianidad sin alternativa, y la proyecta hacia un futuro en el que es Dios
mismo el soporte de una vida liberada, salvada, tomada por la esperanza de la
que El mismo es el fundamento. Tiene todo el peso significativo la conclusión
del capítulo con la confesión de fe de Pedro, que veremos en los domingos
siguientes.
Buscamos
sentidos de vida con afán, nos vamos detrás de muchas alternativas: el consumo,
la “felicidad” con los indicadores de aceptación social, los paraísos
artificiales, las ideologías, los modelos políticos, los fundamentalismos
religiosos, el bienestar económico, absolutizamos líderes, estilos , mentalidades,
luchamos con denuedo por estar cerca del poder, le quitamos al mismo Jesús su
fuerza trascendente y lo convertimos en un ídolo manipulable, hacemos de la fe
en El una religión que adormece, le sustraemos su fuerza profética. Y , después
de todo eso, quedamos vacíos, frustrados, y seguimos repitiendo el mismo ciclo
de búsquedas e insatisfacciones: “Pero yo les he dicho: ustedes me han visto
y sin embargo no creen” (Juan 6: 36).
Muchas
religiones terminan manipulando a Dios para ponerlo a su servicio, no para mediar
en la salvación y liberación integral de la humanidad. Esto se vislumbra con
claridad en el capítulo 6 de Juan. La búsqueda del verdadero pan requiere de
otra actitud, que supera el inmediatismo utilitario con el que manejamos la
relación con El, y nos lanza al despliegue bienaventurado de nuestra humanidad
en la divinidad de Jesús. Sin alimento no es posible vivir, por eso hay que
escucharle cuando nos habla de otro tipo de comida que es la que nos abre las
puertas de la salvación, entendiendo esta última no sólo como la que acontece
cuando pasamos el límite de la muerte, sino como la plenitud total de nuestra
condición humana en Dios, gracias a la mediación salvífico-liberadora de Jesús:
“Les
aseguro que no es Moisés el que les dio el pan del cielo; mi Padre les da el
verdadero pan del cielo; porque el pan de Dios es el que desciende del cielo y
da Vida al mundo” (Juan 6: 32-33).
Los
judíos aquellos , interlocutores de Jesús, muestran un cierto interés por
enterarse pero, como se demostrará más tarde, es puramente superficial,
acostumbrados a moverse a golpe de preceptos rigurosos, de religiosidad
normativa y vertical, obsesionada por el cumplimiento y la autojustificación,
le preguntan a Jesús por las normas, incapaces de imaginar a Dios que es pura
gratuidad: “Qué debemos hacer para realizar las obras de Dios?” Jesús les
respondió: La obra de Dios es que ustedes crean en aquel que El ha enviado. Y
volvieron a preguntarle: Qué signos haces para que veamos y creamos en tí? Qué
obra realizas? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como dice la
Escritura: Les dio de comer el pan bajado del cielo” (Juan 6: 28-31).
En el
insistente interrogatorio subyace un obsesivo afán por la religión que “da
resultados” si se cumplen con rigor todo su tinglado de mandamientos, de
minucias legales, de rituales sin contenido de conversión, de prácticas que
esperan beneficios concretos de parte de Dios, sin disposición para la
libertad, para la salvación.
Una postura así está en la raíz de buena parte
de la religiosidad del mundo, en el ámbito católico es bastante patente. No es
vana la continua llamada de atención del Papa y de muchos obispos a evangelizar la religiosidad
popular, a dotarla de contenidos existenciales, donde es el mismo Jesús la base
de los mismos, la novedad trascendente
que El nos comunica, el pan de vida.
Para
afianzar tales seguridades nos hemos
fabricado un Dios a nuestra medida, y Jesús en este relato desarma esa
mentalidad invitándolos a adherir a El, recordemos que no es un egocentrismo ni
protagonismo religioso, es una profesión
de fe de la comunidad que originó este evangelio poniendo en boca de Jesús la
identidad de su misión: “Yo soy el pan de vida” (Juan 6:
34). La discusión judía tradicional entre la fe y las obras, luego asumida por
la reforma protestante con Martín Lutero, queda aquí superada de modo drástico: confiar en
Jesús, seguir su camino, dejarse alimentar por El es la obra primera, y esta se
llama fe, depositar la garantía de la propia vida en El, para acceder a la
nueva humanidad.
Este
camino adquiere cuerpo en la nueva manera de ser que Jesús nos transmite desde
el Padre: “De El aprendieron que es preciso renunciar a la vida que llevaban,
despojándose del hombre viejo, que se va corrompiendo dejándose arrastrar por
los deseos engañosos, para renovarse en lo más íntimo de su espíritu, y
revestirse del hombre nuevo, creado a imagen de Dios en la justicia y en la
verdadera santidad” (Efesios 4: 22-24).
Jesús se
nos da como alimento para que accedamos a esta novedad del ser y del quehacer,
su vida es salvífica porque se parte y se comparte para darnos la vitalidad que
posibilita nuestra permanencia en la nueva humanidad que es El mismo, dejar
atrás el pragmatismo religioso y todo lo que concierne a la “vejez” del egoísmo
y del pecado es la alternativa de sentido para nuestra vida.
Cuando
leemos los textos bíblicos con la mentalidad sapiencial y existencial que les
es propia, traduciéndolos a los contextos de la vida real, donde se fraguan las
grandes decisiones y proyectos que nos dan sentido, no podemos hacer menos que
dar el salto cualitativo, dejar que el Espíritu desmonte en nosotros tantos
esquemas previos como los que hemos destacado en estas reflexión, siempre con
el fin de retornar a la originalidad de Jesús, al Evangelio puro, a Aquel que
los primeros cristianos descubrieron como el Señor y Salvador, en quien se hace
patente con nitidez el misterio de Dios, develador al mismo tiempo del misterio
del ser humano.
Tomándolo
como alimento, dejando que nos nutra de gracia teologal, que esta nos capacite
para hacer la ruptura con los miedos paralizantes, con las seguridades
religiosas y normativas vistas como simples requisitos, con las justificaciones
que nos limitan para no correr el riesgo de vivir en Dios, nos habilitamos para
que acontezca lo dicho por El: “….mi Padre les da el verdadero pan del
cielo; porque el pan de Dios es el que desciende del cielo y da Vida al mundo” (Juan
6: 32-33).
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